Cuando digo este tipo de cosas, la gente se me encabrona, pero bueno: Jacobo Díaz no era mi amigo. Nos encontramos algunas veces en medio de unos tragos, y platicamos, eso sí, bastante chingón. De hecho, me parece un tanto condescendiente y en cierto modo un gesto vulgar, usar la palabra para referirse a alguien de ese modo tan sólo por cortesía. No, amigo, la palabra por sí sola es poderosa y alberga emociones del mismo calibre. A cinco años de su muerte, considero ésta una declaración justa, pues el hombre los tuvo, en gran cantidad y bien merecidos.
La leyenda comenzó con una llamada al mediodía de un domingo de otro diciembre. Estaba crudo, desvelado y para lo único que me alcanzó la cabeza fue para coger la guitarra, echármela al hombro, e ir hasta donde se le despedía con una solitaria pregunta en la cabeza: ¿Qué?, en un repetido eco de incredulidad en que la figura del artista se eleva por encima de la realidad y te invita a creer que todo es un mal sueño.
El sueño viciado se alimentaba de la frecuencia y crecía el monstruo, pues apenas unas 48 horas antes, habíamos chocado las copas en la barra de un bar vecino. Entonces las palabras se suspendían en el aire y estallaban, propagando suavemente la expansiva ola de su música, el desgarrado espíritu de un hombre que fue consciente hasta el último minuto, de la cruenta batalla que se lidia entre el artista y su obra, entre el hombre y la guitarra.
Entonces las personas en aquel funeral, fueron lo que el mar y apenas podía creer todo ese llanto en los ojos y el alcohol, en las venas de los que andaban por ahí. En cambio, toda la serenidad del mundo y hasta unas cuantas risas entre quienes lo vieron empeñar el alma al instrumento. Pensaba entonces y lo sigo pensando hoy, que la tarea de quienes vimos pasar a Jacobo, es menear su obra de entre las cenizas de cuando en cuando para que otros puedan tener el chance de escucharlo, pues es bien cierto que es ahí a donde la vida de un artista muta al desaparecer terrenalmente.
Todavía hoy, las palabras de consuelo son nada. El silencio es poderoso, pues de todos modos no encuentras una buena razón para explicar que un hombre como él, ya no esté: no la hay. Tal vez por eso esperaba encontrar un poco de mesura aquella vez, pues nadie sabe lo que arde el adiós más que a quien le toca recoger las migajas de lava del que se fue. Y no se sabe, pues cerrada la puerta después de los nueve días, ni las anécdotas ni las canciones, valen tanto.
En ese momento creía que era un tanto egoísta no pensar en esto primero o hasta fingir cierta amistad con el hombre tan sólo para estar ahí y beber un poco de ese cortejo fúnebre que detuvo la ciudad como nunca antes, pero la realidad de las cosas es que en gran medida el artista regala un poco de sí en cada canción y que al final de cuentas ellos tienen la necesidad de mostrar ese pequeño tesoro, pues han visto de hecho pasar a un genio y como si un día de pronto tuvieras el chance de darle un beso tronado a Madona o Brad Pitt, no te vas a quedar callado.
Por eso el genio de Jacobo Díaz vive por las calles de la ciudad que lo vieron caminar con la guitarra como una extensión de sí. Ni siquiera hace falta que el artista sea una buena persona, pues ahí tienen a Lovecraft quien era un pinche racista, pero al buen Jacks no le estorbaba ser una grandísima persona, y quien se acuerda de él, casi casi como un puto si no te ríes al recordarlo.
Por ahora, basta hablar de la persona. Para luego quedan las muchas evidencias de su obvio talento, muy a pesar de sus manitas de peluche. Por ejemplo, como cuando compartía escenario con Édgar Oceransky, Nicho Hinojosa, Fernando Delgadillo, o el mismísimo Mastuerzo, le vino a dedicar Ropavejero a su tierra, para que te quedes con el de a’i namás pa’que le cales. Sus canciones, Te Hice Así, Esta Cama, Me Cuesta Tanto o Luz Sin ti, andan ahí en YouTube rompiendo madres, pero por ahora que quede la evidencia de este tremendo sujeto, que en algo ayude como el merthiolate a curar un poco su partida.
No, Jacobo Díaz y yo no fuimos amigos, pero me hubiera gustado mucho. Creo que nos faltó tiempo u otros Bacardí’s con un chingo de limón como aquella otra noche en que me puso el chingado trago en las manos para matarme los gusanos, y lo vi desde aquella terraza perderse en las sombras de Hidalgo con Melchor Ocampo. Mientras tanto, he sabido de muy buena fuente que siempre quiso tener un amigo escritor. Tal vez eso fue lo que faltó, y sí es así, vaya esto desde aquí, hasta donde sea que esté.