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viernes, septiembre 20, 2024

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Late, me late, qué rico chocolate

Los que dicen entender a esta podredumbre que se llama en México —y en otros lados— política, insisten en que las elecciones para la gubernatura del Estado de México, dentro de tres semanas, son un ensayo, con música y vestuario, de lo que sucederá en nuestro país cuando busquemos al sucesor de Enrique Peña Nieto en el verano de 2018.

Mi abuela, cuando no se inventaban o no se clasificaban aún los albures, diría: Dios nos coja confesados.

Bastaría aguantar el videotape del debate entre los posibles sucesores de Eruviel Ávila —otro Gran Pretenso— que se reventaron anteanoche para que no los vieran más que los analistas de la televisión y los que escribimos columnas del diario, pensando que alguien las lee. Se trata de un programa de televisión destinado, de inicio, al fracaso.

El asunto es que el concepto debate está implícito en el concepto mayor que es la democracia. Y a mi juicio, es una entidad digna de todo respeto y posible instrumento —así fue concebida— para llegar a una verdad más o menos aceptable, puesto que había pasado el filtro de conocer los puntos de vista opuestos y divergentes.

Apenas el siglo pasado los norteamericanos, que inventaron el uso de la televisión para fines políticos, descubrieron que la barba de las cinco de la tarde le partía la madre a Richard Nixon en la tele.

No sabían que, sin tener puta idea de los medios electrónicos, aunque haya sido capitoste de la Coca Cola, Vicente Fox iba a ganar la presidencia con su hoy, hoy, hoy precisamente en un debate televisado.

En lo que se equivocan los políticos de hoy es en que nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, como dice Neruda en su bellísimo e indispensable poema. Pero ellos siguen insistiendo en los formatos viejos, en el idioma arcaico, en la comunicación fallida. Por lo mismo, diseñan y realizan un desfile de monólogos para que los incapaces exhiban sus impotencias.

Se supone que a partir de eso vamos a emitir un voto.Ya no mamen.

PILÓN.— Definitivamente, Donald Trump no tiene remedio. Teniendo tan a la mano el ejemplo de cómo se resuelven los problemas del aparato administrativo, insiste en su método de mátalos en caliente. Acaba de despedir fulminantemente al director del FBI, James Comey, que supuestamente estaba investigando las conexiones de miembros de la campaña presidencial del año pasado con el gobierno de Rusia, causando el fracaso de Hillary. Así, con ese manotazo en el escritorio del salón oval, Trump causó una crisis de credibilidad para su equipo y para sí mismo.

Si tuviera la ocurrencia de asomarse al sur del muro, hubiera seguido el ejemplo de Los Pinos: basta con nombrar como investigador del tema de la Casa Blanca —la de aquí—  a un personaje con melena de Woody Woodpecker y lealtad a toda prueba, que hubiera mantenido la verdad indiscutible. Como lo hizo.

Necesita ver más bax.

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