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sábado, septiembre 21, 2024

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El secreto

Aquella noche del 22 de octubre, la frenética persecución de Felipe El Tibio Muñoz, un chiquillo de 15 años, sobre dos figuras emblemáticas de la pileta, el soviético Vladimir Kossinsky y el estadunidense Brian Job, sacude al país, acaso en la hazaña más intensa y grandiosa de los Juegos Olímpicos de 1968 festejada por millones de aficionados mexicanos que siguieron la prueba por la radio y en la pantalla de cristal.

Durante 2 minutos con 28 segundos y 7 décimas sus brazos y piernas funcionan con la armonía y la potencia de la biela de una locomotora. Nada con rapidez creciente. Los cuerpos de ocho bracistas ondulan en la azulada superficie del agua, que rompe en plata, una serpiente marina. El núcleo agonal lo forman Kossinsky y Job. Miles de pares de ojos se dirigen hacia el vértice de lucha; atrás, con ritmo irresistible, recorta la distancia, gradual, eléctrica, dramática, Felipe El Tibio Muñoz.

Estira sus brazos con las palmas de las manos hacia arriba, una encima de la otra, y los jala con las palmas hacia abajo y hacia atrás como quien hace un pequeño hueco en la nieve. Arquea sus piernas e impele el agua con las plantas de los pies de flexibles tobillos, estirándolos en la parte final; dibuja, efímera, la aleta caudal del delfÍn. Durante meses antes o después de los duros entrenamientos, Muñoz, por instrucciones de Ronald Johnson, caminaba alrededor de la alberca con unos zancos de madera con la punta hacia arriba, con el fin de que los tendones y músculos fortalecieran los pies y alcanzaran fuerza explosiva.

Aparte, 20 o más kilómetros diarios. En algunos sprints de 50 metros la frecuencia cardiaca de Muñoz alcanza, semanas antes de los JO en la fase intensa, las 26 pulsaciones en seis segundos. 260 por minuto. Que no nos vengan a arrullar con las tontejadas de algunos comunicadores que enfocan la actividad deportiva con el prisma social-económico-comercial-cargado de ignorancia, de la personalidad, la mentalidad triunfadora —con el acento de Kalimán químicamente ciento por ciento puro. ¡Ya está!— la actitud; sin idea de lo que es el deporte y los entrenamientos del nadador o del atleta de alto rendimiento.

El secreto en la alberca y en la pista es trabajo duro y más trabajo duro. Durante años, muchos años. Con el placer del primer día en que se sometió el cuerpo al máximo esfuerzo.

El Tibio se aproxima a los emblemáticos campeones de Estados Unidos y Rusia, la euforia y el delirio se funden en el espíritu de los espectadores, cuyos gritos y aplausos ensordecedores, de vibración metálica, rebotan en el techo en forma de paraboloide hiperbólico de la alberca Francisco Márquez. La adrenalina fluye, el corazón late aceleradamente. Cuando supera a Job y en los últimos metros a Kossinsky y toca la meta, la garganta de la alberca lanza un alarido. El público exulta.

En ese corto espacio de tiempo la acerada voluntad de El Tibio transforma el instante del esfuerzo, en eternidad e inmortalidad deportiva. La victoria olímpica se presagia tres meses atrás, cuando el pechista mexicano marca 2.31 y fracción el 6 de julio en Santa Clara, California. Igual se piensa cuando Guillermo Echevarría rompe el récord mundial de Michael Burton el 7 de julio de 1968, en 16.28.1, seis segundos exactos menos que La Máquina de Nadar.

Aparte del talento acuático y meses de esmerado y agotador trabajo contarán, como todos los deportistas que se prepararon en el Valle de Anáhuac, con un aliado prodigioso, del que carece la mayoría de los extranjeros: la altura, los 2,240 m snm de la Cidad de México.

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Source: Excelsior

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