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Dragones a la vista

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Dragones a la vista

Hace unas semanas se celebró en toda Cataluña la fiesta ancestral de San Jorge, Sant Jordi. Tiempo atrás le platiqué de ella aquí mismo. Hoy insisto porque la de este año tuvo características diferentes, que la hicieron del todo especial.

Se trata de una celebración distinta a cuantas pueblan el universo de los festejos. El pretexto, porque no es más que eso, es la leyenda de que el mítico San Jorge, cabalgando sobre su magnífico corcel, la espada en alto, acude a rescatar a la bella princesa que el temido dragón raptó y mantiene cautiva. Obviamente se sale con la suya, matando a la temible bestia y regresando al poblado con la bella y sonriente doncella sentada en la grupa del alazán, para regocijo de propios y extraños.

Hace ya muchos decenios que la Iglesia católica decidió dar de baja del santoral al mítico caballero, alegando que no existían pruebas fehacientes de su existencia. Yo me pregunto si van a andar pidiendo “pruebas fehacientes” de la existencia de todos los ilustres santos, santas y personajes eximios que recorren la historia sacra, antes y después de la publicación de la Biblia. Me pregunto, si se abocaran al riesgoso proyecto de probar la veracidad de las cuitas y milagros de las figuras santas, cuántas quedarían en pie. Empezando por el mero mero Jefe.

Parece ser que sólo el George fue blanco de su ira purificadora, tal vez por el carácter belicoso y justiciero que se le atribuye. El caso es que ya no será sacro, pero sigue siendo el santo patrón de varios países, como Inglaterra, Georgia (en el Cáucaso) o Cataluña.

En este último país se festeja con un enorme fervor. Laico tal vez, pero fervor en serio. El caso es que el día de Sant Jordi se celebra de manera muy hermosa, especial y multitudinaria. Todo el mundo tiene que regalar un libro y una rosa a sus seres queridos, en el sentido más laxo de la palabra.

Hasta hace medio siglo, digamos, sólo se regalaban entre enamorados. Él le daba una rosa a ella y ella un libro a él. La rosa no podía ser comprada, debía ser cortada del rosal y escogida por ella. Como los rosales ya no se dieron abasto, la tradición mudó tantito. Todo alrededor del Palacio Presidencial de Sant Jordi, en la plaza de Sant Jaume, en la noche se coloca una alambrada de dos o tres metros de altura, y cientos de longitud, todo alrededor del Palacio. Durante la noche los trabajadores engarzan en ella miles, decenas de miles de rosas.

Al día siguiente, pues, cuando la gente empieza a salir, lo primero que hacen es ir a una florería callejera (que ese día son también miles), compran una rosa (él la paga), van a Sant Jordi; allá ella escoge una de la alambrada —que no hay que pagar, por supuesto— y en su lugar colocan la que compraron. De esta manera el ritual se cumple, sin necesidad de andarse trepando por los cerros en busca de un rosal silvestre.

Con los libros es lo mismo. Él escoge uno en los miles de stands que los libreros han colocado en las calles de toda la ciudad. De todas las ciudades. Esta vez es ella quien paga.

Es importante que en medio de la barbarie de la civilización industrial las fiestas populares conserven su vigor y carácter.

Proyectos institucionales no convocan hermosos eventos, pues esas rígidas reglamentaciones obstruyen. Manifestaciones independientes reclaman improvisación vivaz al liberarse, con recursos exiguos alcanzan metas espléndidas, en sus únicas normas permiten el regocijo realmente original.

Obviamente el surgimiento del feminismo llevó a cancelar esta tradición, al considerarla machista, misógina e inequitativa. De manera que hoy la mujer sigue regalando libros, pero el hombre está obligado a obsequiar la rosa y también un libro. Manera sui generis de combatir la inequidad. Y no es la única.

Este abril hubo más rosas y libros que nunca. Fue un verdadero aluvión. Y es que el 1º de octubre se celebrará el referéndum en el cual los catalanes decidirán su futuro: si prefieren seguir formando parte del estado español, al que pertenecen desde hace 300 años, cuando perdieron la guerra contra Francia y España y fueron conquistados, o si desean recuperar la libertad perdida entonces y convertirse, de nuevo, en un país independiente.

La situación, pues, es muy tensa. Tanto en Cataluña como en España. Sin embargo, no es una situación simétrica. Si en Cataluña estos días cruciales se viven con ilusión y entusiasmo, en España los sufren con el terror de la pérdida inminente. Están contra la pared y no saben cómo hacerle.

No es necesario que le diga, agudo lector, que Sant Jordi tiene la importancia y el relieve que tiene, porque al menos desde hace 300 años, el dragón ha representado a España y tiene cautiva a Cataluña, la doncella.

Ese y otros dragones seguirán pululando por el mundo, qué duda cabe. Pero la esperanza áurea de que la estocada que recibirá los deje para siempre tocados, está más viva que nunca. Yo no sé qué nuevo sentido tendrá la fábula si finalmente en octubre vence la libertad.

En ningún caso hay que cejar. Es preciso que en el mundo la estirpe de los Sant Jordi crezca, se fortalezca y triunfe. Y que la especie de los dragones vea venir, de una vez por todas, su extinción definitiva.

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