Mis hermanos y yo nacimos entre 1963 y 1977; no hubo en casa memoria de aquellos días; cuando me pude acercar a La noche de Tlatelolco, de Poniatowska, aún era poco lo que se decía y menos los que se podía encontrar. Era una guerra perdida entre la estrategia del olvido y la férrea persistencia de la memoria y de la vida. En los primeros años de la curiosidad, los entonces adolescentes realizábamos una especie de arqueología informativa, pescábamos un dato aquí y otro allá, hablábamos con los hermanos de los amigos que sí habían estado, escudriñábamos la memoria de los padres que habían perdido a alguien, explorábamos el recuerdo de la ciudad que se negaba a olvidar lo inexpresable. El 68 era para nosotros una especie de espantajo con el que nuestros padres y maestros buscaban protegernos, nos advertían que sólo a los muchachos que se metían en problemas el gobierno los trataba de esa manera y la expresión “esa manera”, encerraba mitos, leyendas, temores que se mezclaban con lo que ya sabíamos que sucedía en Argentina o en Chile.
El terremoto de 1985 despertó muchas conciencias, levantó la nuestra, nosotros, entonces mal informados y todavía imberbes, ya queríamos y teníamos algo qué decir, cosas que no nos cuadraban como la desigualdad, la pobreza y la eternidad priista que nos parecía contranatura; luego, dentro de la ola que se produjo con el movimiento telúrico, en 1989, Jorge Fons estrenó Rojo amanecer y el tema saltó de los textos académicos y de las publicaciones clandestinas y marginales a los medios masivos; la película la vi en el enorme Cine Chapultepec, también ahora parte de la memoria perdida; al salir, además del miedo que traía metido en la sangre, me embargaba una enorme vergüenza, no podía soportar la idea de que aquellos jóvenes, que tenían entonces unos cuantos años más de los que yo tenía al presenciar el filme, hubieran tenido que transitar todos esos lustros en el silencio y en las sombras; ahora aparecían como héroes de una historia que debía ser contada. Poco después se permitió la exhibición de El grito, de Leobardo López, con lo que parecía que las puertas se habían abierto.
En 1993 con ocasión del XXV aniversario del movimiento se inauguró la Estela de Tlatelolco; aunque el diálogo estaba ya abierto y se podía decir todo, o casi todo, las diversas versiones entre los participantes parecían perpetuar las divisiones que ya se habían engendrado desde la época de los hechos; pero ya la suerte estaba echada y nos enterábamos de datos nuevos, de cifras espeluznantes, de prácticas que desconocíamos y que nos dejaban saber el mundo en el que en realidad habíamos vivido; para 2015, la Asamblea Legislativa del Distrito Federal impuso, en letras de oro, la expresión: “A los mártires del movimiento estudiantil de 1968”; un nuevo riesgo aparecía en el horizonte, la normalización del hecho histórico para lanzarlo tan lejos como la memoria lo hiciera posible, oficializar el sacrificio e instalarlo en el martirologio oficial, haciéndolo inocuo y similar a los niños héroes. Dudo que se tratara de una estrategia oficial, más bien, pertenecía a una especie de inercia histórica en la que nuestro miedo al cambio, nuestro temor a remover el pasado resulta preferible a la justicia y la verdad, echar tierra con la finalidad de seguir adelante. La sobrevivencia consiste en una rarísima suma de ambos elementos, verdad y olvido, justicia y perdón. Pero lo que no es posible es aspirar a la justicia sin haber conocido la verdad ni practicar el perdón si no se conocen las auténticas dimensiones de las ofensas.
Ahora se cumplen 50 del movimiento de 1968; los que no estuvimos miramos con cierta lejanía que nos aproxima a una poco menos que imposible imparcialidad, después de todo hablamos de nuestro país, pero sabemos que aquel movimiento era parte de una ola en todo el mundo; sabemos que se trató de un hecho de represión ilegítima e ilegal, que las visiones maniqueas sobre la infiltración comunista son falsas e incompletas, que nuestras libertades como hoy las tenemos son hijas de aquel dolorosísimo parto. Los que no estuvimos llegamos al mundo con un compromiso adquirido que exige ser satisfecho. Las generaciones post 68, que han buscado su identidad bajo una sombra gigantesca, tienen en esta conmemoración la oportunidad de honrar la memoria construyendo un mañana de paz, democracia y verdad.
Source: Excelsior