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viernes, septiembre 20, 2024

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Señales divinas M. mont

Es probable que para el sacerdote renovar la fé

 sólo significará actualizar el diezmo.

Juan Villoro, Las palmeras de la brisa rápida

 

–He pecado mortalmente, Padre.

–¿Cuánto tiempo hace desde tu última confesión, hijo?

–Mucho, mucho tiempo, Padre.

-¿Un año?

–Más, Padre. ¡Mucho más!

–¿Dos años?

–Más aún, Padre. Nunca lo he hecho. Creo que ni siquiera soy católico. Jamás he recibido un sacramento.

–¡Jesús!

–No sabía a quién recurrir. Es que… Es que…, Padre, yo soy el responsable de las señales.

–¡¿Qué dices?!¿Es verdad lo que estás diciendo, hijo? No bromees. No juegues con eso.

–Sí, es verdad, Padre. ¡Es verdad! No tenía tentación de pecar. Sólo buscaba una manera cómoda de vivir. Sin embargo, la culpa y, sobre todo, la posible locura fueron las que me trajeron aquí.

–¿Cómo pasó todo, hijo? Cuéntamelo.

–Claro, padre. Antes que todo quiero que sepa que soy un libertino, pero no soy malo. Simplemente todo lo que hago lo convierto en un vicio, excepto el trabajo y la escuela. Desde niño he recolectado pasatiempos que con el paso de los años se han intensificado. Tengo todo tipo de gustos exquisitos y vulgares. No me puedo aburrir en ningún momento del día. Siempre encuentro algo que hacer, por eso no me gustaba la escuela y ahora detesto el trabajo. Pero es que…, Padre, no es mi culpa, en la televisión siempre hay programas nuevos, series, documentales, caricaturas. Además me encanta leer; soy aficionado a varias revistas, historietas, libros de ensayos, poemas, crónicas, novelas, cuentos. Los videojuegos me emocionan, los deportes me excitan, el futbol y todas las ligas del mundo, el béisbol, la lucha libre, las artes marciales mixtas, el futbol americano. De igual forma soy un navegador constante y un guardián de las redes sociales. Por si fuera poco, Padre, tengo otros cuantos pasatiempos como disfrazarme para ir a convenciones de comics, pescar, viajar, el teatro, el cine, las exposiciones, los talleres, museos, cualquier tipo de novedades. La vida es para disfrutarla. ¿O, no, Padre? ¿Creé usted que si le entregara 14 horas del día a un trabajo, incluyendo alistarme y transportarme, podría darle gusto a mis placeres? Y aún tenemos que dormir. Todo ése tiempo para ganar una miserable cantidad. Por eso hay tanto estrés y depresión laboral. ¿Es pecado tratar de sobrevivir en este mundo, el cual no hemos forjado nosotros, aunque sea de una manera truculenta? Al parecer sí, Padre. Vivimos en un mundo del cual no podemos escapar. Tenemos que engranarnos a él si queremos una vida digna. Y eso era lo que buscaba: una vida digna y desengranarme de esta máquina.

“Ya sé lo que está pensando: ‘Qué flojo’. Pero no, Padre. De verdad lo he intentado. Después de mudarme de universidad en universidad para probar diversas carreras, pues ninguna me agradaba, egresé de la Licenciatura en Administración. No porque fuera emprendedor o tuviera pasión por las organizaciones, sino porque cubría con el perfil: no sabía que estudiar. Aposté a lo seguro. ‘Es un hecho que encuentre un buen trabajo´, supuse. ¡No sabía lo que decía! A menos de que un buen trabajo consista en esclavizarse todo el día de lunes a sábado por seis mil pesos mensuales. Si bien nos va. Y con eso a duras penas alcanza para el pan de cada día, Padre. Ése es el principal azote de la vida diaria: trabajar para comer y comer para trabajar.

“La mayoría de la gente trabaja por eso: por necesidad, aunque si no fuera así lo harían por costumbre o aburrimiento. Sus hábitos de esclavo los enajenó, les quito el juicio, hasta nublar las diversas opciones de diversión. La prueba está en que las vacaciones siempre se les vuelven largas y tediosas. El tiempo corre con la velocidad de una gota en una ventana kilométrica. Se muerden las uñas por entrar de nuevo a laborar e impedir que el largo día los consuma. Como ya le expliqué yo no sufro de ese problema, sino de todo lo contrario: amo el ocio. Por lo tanto necesitaba tiempo y dinero para ser feliz. Sin embargo, pensar algo así en este país es una verdadera falacia. Me era menester hacer mi propia empresa, pero sin ideas y, sobre todo, sin capital era imposible.

“No tuve más remedio que conseguir empleo. En poco tiempo alcancé una inestabilidad sorprendente. A mí relativa corta edad ya había recorrido todas las áreas funcionales de las empresas. En Contabilidad el registro de pólizas era tedioso y los impuestos me resultaban un robo de las dos partes interesadas; en Recursos Humanos me inicié en los estudios socioeconómicos, dónde sufrí todo tipo de adversidades en las calles y después fui reclutador. En poco tiempo me aburrí por lo repetitivo del oficio y además el maltrato a los trabajadores me indignaba.

“La situación estaba empeorando. No tenía dinero para los pasajes y me era imposible tener una buena presentación en las entrevistas. A mis camisas le faltaban botones, las playeras estaban desgarradas, los pantalones estaban percudidos y me quedaban grandes por la falta de alimentación.

“Cierto día fui buscar empleo, pidiéndole a Dios no encontrar. Lo hacía para aquietar a mi conciencia y darle esperanzas a mi estómago de una comida digna. Caminaba con la mirada baja para ver si encontraba algo de valor, entonces en la calle Zafiro una viejecita depositaba limosna en una bandeja bajo la imagen de un Santo. El recipiente estaba tan lleno que la moneda se resbaló y cayó al suelo. Recogí la moneda y así fue como se me impuso una idea con la misma delicia de un pecado mortal. Dios no había escuchado mis súplicas, pero me enseño el camino con su altar. Padre… ¿Padre?… ¿Padre, me sigue?”

            –Claro que sí, hijo, continúa.

            –Estaba decidido a liberarme de la miseria en la que vivía y me dispuse a salir a cualquier precio. Y un gran costo es el que estoy pagando.

            “Una noche de tormenta, lleno de ansiedad y con el estómago vacío, me dirigí a la barranca. A altas horas de la madrugada, cuando estaba seguro que la Colonia entera dormía, bajé al despeñadero con pico y pala en mano. De la manera más rápida que pude labré la silueta de una Virgen en tamaño original. Con las manos llenas de callos, la ropa sucia y los zapatos con suela de fango, regresé a casa más muerto que vivo. No sé de dónde saqué valor. Pero debe entenderme, Padre, estaba desesperado. Si no hacía eso, seguro asaltaba un banco, o me sumaba a las filas del crimen organizado. La tarea aún no terminaba, era imperante hacer labor de publicidad a lo que había excavado. Al día siguiente, con todo el cuerpo adolorido, acudí a la hora de la salida a la secundaría que estaba a un costado de la barranca. ´Pss, pss –le dije a un chico– ya viste esa parte de la barranca parece… parece el contorno de una Virgen’. ‘Es cierto’, dijo el estudiante, con la voz descompuesta, ya que pelaba una pepita dentro de la boca. El chico le dijo a otro, ése a otro, y de pronto se escuchó a lo lejos una señora: ‘Hey, ya vieron eso –y señaló la imagen– es… es… ¡es un milagro!’ Le faltaba armonía e integridad a la efigie, sin embargo cumplía con el requisito más importante para tomarla como una obra de arte, o como una obra de Dios: el encantamiento del corazón. Además la imaginación, el icono popular y la histeria colectiva me ayudaron. Me resultó mucho más sencillo de lo que había previsto.

            “Entonces vinieron con usted, Padre. Recuerdo que se arrodilló frente a la imagen, oró y después la roció con agua bendita. El barrio se enteró de su aprobación del milagro. Todos vitorearon la epifanía y llenaron sus vidas de esperanza ¡De verdad lo siento, Padre! No fui el único que se aprovechó de la situación: el pregonero vendía el periódico local con sólo dos líneas a cerca de la Virgen, un comerciante imprimió la imagen en playeras. Se vendieron como pan caliente. Varios vendedores de raspados, algodones de azúcar, cocadas, tamales y aguas frescas hicieron su agosto con los curiosos, los visitantes y los creyentes. Por si fuera poco, un chico que vive en frente de la barranca, alucinó en estado febril que un ángel había bajado del cielo a avisarle acerca del milagro, justo el día que apareció la Virgen. Decían que hasta el Obispo iba a venir a nuestra Colonia, o que católicos de la frontera iban a peregrinar de rodillas a la barranca. Hay diferencias en todo el país, pero si algo tienen en común es el afecto por nuestra patrona la Guadalupana. Ella es la madre de todos los mexicanos. El colmo fue cuando las señoras, afuera de la lechería, aseguraban que había un proyecto para erigir un recinto más grande que la mismísima Villa en la barranca. ¿Lo recuerda, Padre?”

–Lamentablemente sí, hijo.

–Mientras tanto yo acudía con la disciplina de un asceta, en la madrugada, a saquear el dinero que le dejaban a la efigie. Estaba lleno de fotos, amuletos, flores, cartas donde escribían peticiones, pero se lo juro, Padre, únicamente agarraba el dinero y siempre me persignaba antes de hacerlo. Los bolsillos me quedaban chicos, así que llevaba un pequeño morral. Era una especia de cajero nocturno con servicio exclusivo. Por su puesto no robaba todo, dejaba un poco para disipar suspicacias.

            “Mi vida había cambiado por completo. Parecía que el dinero me quemaba las palmas de las manos. Compré nuevas consolas con variados videojuegos y aditamentos. Mi cuarto estaba lleno de poster, libros, revistas. Además compraba películas y series originales. Sí, así es, Padre, originales, nada de piratería. ¿¡Puede usted creerlo!? Ni en sueños imaginé tanto éxito. De igual forma mi estómago me agradeció por digerir una comida formal, después de imponerle un largo ayuno. Había una especie de comunión espiritual entre mi tiempo libre y yo.

            “Sin embargo, el estupor duró poco. La gente con sus problemas diarios olvidaba la efigie y cada vez dejaban menos dinero. Además la figura se iba deformando con el paso del tiempo hasta convertirse en una simple excavación. La angustia me dominaba, Padre. Ya me había acostumbrado a tener el tiempo y los recursos necesarios para extasiarme en los placeres más culposos. ¿Cómo poder resistirme a pecar de nuevo y olvidarme de todos los goces? Imposible. Era urgente fraguar algo más. Hacerlo en nuestro barrio era arriesgado. La gente en vez de pensar que esta fuera tierra santa, como el Tepeyac, seguro sospecharía de un impostor, así que la víctima fue la colonia vecina. Un gran árbol, el Pirul de la avenida principal, fue el altar perfecto. Llevar a cabo el plan necesitaba de mayor pericia. Fui paciente, Padre, esperé más de un mes hasta que se presentó la oportunidad. Durante ése tiempo maquiné un molde para que me fuera más fácil plasmarlo en la madera del árbol. En una noche de tormenta eléctrica salí vestido totalmente de negro, con el molde, martillo y cincel guardados en una mochila. Me camuflaba en la espesa oscuridad, ocasionada por un apagón gracias a los relámpagos y las tupidas y gordas gotas de agua. Una vez más empapado y totalmente fatigado regresé a casa en espera de las posibles reacciones. El éxito fue instantáneo. El estrépito no se hizo esperar. No hubo necesidad de promocionarla. La imagen estaba en la avenida principal, a la vista de todos, entre una plaza y una escuela. Los habitantes creían que un relámpago era el responsable del milagro. Fui a ver la imagen. Era de una belleza y pureza virginal. Las lágrimas rodantes en las mejillas ajenas me enternecieron. Estuve a punto de compartir el llanto con ellos. Todos llegaban, tocaban la imagen, después se llevaban la mano a los labios y en seguida a su corazón. ‘¿Pero qué estoy haciendo? –Me pregunté– estoy jugando con la fe y los sentimientos de los demás’. El remordimiento menguó en la madrugada siguiente, al notar que las ganancias que me reportaba mi nueva empresa triplicaban a las de la anterior. Jamás en el mundo alguien superará las delectables tardes que pasaba disfrutando de mis hobbies. Por fin era feliz, Padre. Hasta que una mañana todo cambio. Aquí viene lo más trágico de la historia. En el pecado llevé mi penitencia: empecé a alucinar con las imágenes.

“Una noche, en mi hogar, alejado de la mano de Dios, tallaba los moldes con ansiedad brutal y con la dedicación de un fanático religioso, para las futuras fechorías, pero al siguiente día mutaban de forma. ‘¡Esto no puede ser. Yo no las tallé así!’, reclamaba. Fue en ése momento cuando empecé a perder la razón, Padre. Por las noches pesadillas dantescas me despertaban. Caminaba a la ventana y las nubes dibujaban ángeles, los cuales cargaban arcos que me apuntaban con sus flechas. Sacudía mi cabeza. Acudía al refrigerador por un vaso de leche. Por un temblor en todo el cuerpo el vaso resbalaba de mis manos, el líquido se derramaba en el suelo y formaba figuras celestiales, las cuales me reclamaban en una lengua extraña. No lo toleraba. Subía a mi cama y me ocultaba bajo las cobijas. Sin embargo, no lograba borrar las imágenes que ahora estaban impregnadas en mis parpados. Un leve golpe por encima de la cama me sacudía. Al destaparme el tirol se había desprendido del techo.  ¡Así es, Padre, formando imágenes divinas! Recibí el castigo del brazo secular. Me estaba volviendo loco, las veía en el humo del cigarrillo, en las paredes carcomidas, en las copas de los árboles, en suelo, en el cielo…  ¡En todas partes¡ En los paroxismos de terror, caminando por la calle, alucinaba que el suelo se abría en dos y de las profundidades se asomaban las fauces del infierno y exigían mi presencia. Las plazas se convertían en un pandemónium, cuando las personas se transformaban en seres malignos que me acosaban. En las noches pasaba lo peor, Padre. Sufría de pesadillas en donde seres divinos se presentaban ante mí, me sometían y con un molde a fuego vivo sellaban mi cuerpo con imágenes como las que había creado. Agitado, con el corazón pulsando con violencia y con gotas de sudor en el rostro descubría las cobijas y ahí estaban, Padre. Era realidad, mi cuerpo estaba tatuado con imágenes divinas.

“Ahora entiende por qué estoy aquí, Padre. Una vez que reciba su penitencia, para absolverme totalmente, pienso dirigirme a la plaza pública y confesar a todos los que he hecho”.

–¿Estás seguro, hijo? Piénsalo bien. No te precipites.

–Ya lo resolví, Padre. Nada me hará cambiar de opinión. Estoy seguro que será lo único que hará desaparecer las imágenes de mi cuerpo y recuperar la paz.

–¿Y entonces por qué viniste a confesarte?

–Es el primer paso para una total absolución.

–Bueno pues si es tu decisión no puedo hacer nada al respecto. Dame un segundo por favor.

La madera crujió al abrir el confesionario. La sotana resbalo por la duela. Unos minutos después se escuchó como el Padre retomaba su posición.

–¿Sigues ahí, hijo?

–Claro, padre.

–No sé cómo decirlo. Te perdono, pero ahora tú eres quien tiene que perdonarme a mí.

–¿Cómo? ¿A qué se refi…?

Un golpe seco abrió la puerta del confesionario. Se escuchó un leve forcejeo y después de unos segundos una tercera voz preguntó:

–Listo, Padre. ¿Ahora qué hago con él?

           Llévalo, ya sabes a donde. Véndale los ojos y también las manos, sino se rasguñará de nuevo las imágenes. Mira nada más como está lleno de ellas. Jamás hables de esto con nadie y por último dile a la gente que este fin de semana vendrá el Obispo a bendecir la imagen de la barranca, que preparen sus diezmos.

 

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