¿Alguna vez te has preguntado por qué sientes esa inevitable necesidad de mirarle el trasero a una mujer? Aquí te damos una posible respuesta
Es indudable que todos los hombres, jóvenes y viejos, sanos y enfermos, sienten una inevitable atracción por el trasero de las mujeres.
En nuestro esfuerzo por diferenciarnos de los animales, inventamos justificaciones y explicaciones insuficientes, entre las cuales se incluye la feminista, por ejemplo, que adjudica a la mirada del hombre una actitud perversa y lasciva, casi similar a la de un psicópata.
Puede que las cosas sean más simples, y menos elaboradas. La evolución nos ha enseñado que nuestro pasado no solamente se encuentra en la historia de los grandes héroes, sino en minúsculos cambios gracias los cuales nuestra especie ha sobrevivido.
Mirarle a una mujer el culo, trasero, nalgas, durazno, latoso o como sea que gustemos llamarle, se remonta a la infancia sexual del hombre, a aquellos comportamientos que le permitían sobrevivir, pero sobre todo, reproducirse.
Aquí es donde entran dos posibles explicaciones.
La primera es que, antes de adoptar una posición recta, nuestros pasados homínidos tenían una postura muy similar a la de un animal cuadrípedo, que los acostumbró a tener de manera casi permanente la mirada en la parte trasera de su similar femenino.
La segunda, no necesariamente excluyente de la primera, es que por razones reproductivas, las hembras mejor dotadas, con atributos frontales y traseros más voluminosos, eran garantía de fertilidad, y por tanto, una oportunidad de escapar de la trampa de la extinción de la especie.
Con el tiempo la perspectiva sobre estos comportamientos innatos al hombre fue variando según las costumbres y los valores de cada época.
Actualmente, no parece ser que los mandamientos culturales hayan logrado suprimir del todo este lado salvaje de nuestra psicología evolutiva.