El entorno es adverso, no cabe duda; en ese proceso, las personas no atinamos a tener conciencia sobre lo que sucede alrededor e, inevitablemente, acabamos por renunciar a esa racionalidad que en el papel nos diferencia de otras especies.
Como padres, hemos dejado de educar con hechos, con el ejemplo, modelando conductas; lo que ahora se hace es teorizar con respecto a todo, pretendiendo que desde el dicho las cosas resulten positivas por decreto.
El contrasentido es evidente, recibimos una indicación y tergiversamos para asumir que lo correcto es hacer justo lo contrario. Se nos dice quédate en casa y tal parece que se trata de buscar el pretexto para salir a lo que sea¸ se nos dice utilizar el cubre bocas y pareciera que el reto es andar esparciendo nuestras babas por todos lados, como si se tratara de un deporte extremo.
Ciertamente las nuevas generaciones de padres tienen un abierto rechazo a la autoridad, pero en ello son incapaces de discernir entre el deber ser y lo que interpretan del mundo; se ha educado con tal permisividad, que se perdió la capacidad de sorpresa y se asume que la vida es fácil, simple, sin riesgos.
Por añadidura, los hijos que han crecido en esa lógica tienen un paradigma en el que se sienten intocables, inmortales, negando la posibilidad de que puedan correr algún riesgo; esa postura es la que ha propiciado, entre otras cosas, la elevada cantidad de contagios de una pandemia que está muy lejos de ser dominada.
En días pasados, la gente abarrotaba los espacios públicos para las compras de Día de Reyes; gente encima de la gente, teniendo contacto físico, vociferando y retando al destino de manera imprudente. Ante tal indolencia, no tenemos más que observar porque no hay palabras para describir lo que se testimonia, a estas alturas ya no hay ni capacidad de enojo porque la gente simplemente no entiende.
La imprudencia es notable, la inconsciencia es constante y la irracionalidad es innegable; la suma de todos esos factores es una suma de contagios y fallecidos que supera en mucho la media mundial. En ello, no podemos seguir culpando al gobierno, porque si bien es cierto que hay hasta una conducta criminal de su parte por la inconsistencia de sus mensajes, también lo es que, quién se contagia es la gente, sobre todo si no cubre las normas mínimas de aislamiento.
No es hasta que se tiene un familiar grave, cuando todos esos imprudentes reflexionan un poco y, entonces sí, exigen al médico que haga el milagro que ellos mismos jamás buscaron; como es usual, la culpa es del otro, siempre será más simple dejar de asumir responsabilidades.
La semana pasada explicaba que esta enfermedad es una verdadera ruleta rusa; ¿Qué necesidad de retar al destino?, ¿Qué necesidad de ponerse en riesgo?
Son tiempos de reflexión, pero mucho más de acción; de nada sirve orar si no se actúa con prudencia.
Estamos sin palabras, nada que decir ante lo que el entorno explica por sí mismo.