Los minutos se acumulan en horas y horas de mirar el techo sin mirar. Casi por nada, cuestión de milímetros, de segundos, tratar de resolver cuándo fue el momento preciso del contagio. No es sano, tampoco lo que podría pasarle al cuerpo, aprender nuevos términos como oxigenación, saturación, concentración y recordar antiguas palabras que se manifiestan cerrando la garganta como angustia, miedo, ansiedad.

La aparición desmesurada de nuevos casos de la enfermedad que todos sabemos cómo se llama, provocada por el virus que mejor ya no nombramos para quitarle un poco de fuerza, está haciendo estragos con la psicología del paciente en cuestión, yo o ustedes o ellos, expuestos por igual a ser víctimas del daño sistémico que provoca un virus.

De pronto, el tiempo se trastoca, lo que parecía la rutina, se vuelve ahora algo deseado, vital. Seguir, tan sólo seguir y respirar. Me conduelo ante las verdaderas  preocupaciones, las familias incompletas y pensar que, apenas unos días atrás no faltaba nadie, la fila de porqués y los ruegos emergen como tabla de salvación, y la Fe es lo único que nos mantiene a flote.

No deseo esta espera para nadie, siete, diez, catorce días de incertidumbre, de vislumbrar un leve calorcillo en la frente y temblar, pero de terror, esperar que la espalda no reciba el frío de la región, que todos los centros energéticos del cuerpo se encuentren vibrando alto, alcanzando los más altos ideales de la especie, pero, si somos los mismos, con aquellos defectos de la semana pasada, con ese egoísmo de asegurar el futuro, con la arrogancia de la salud perpetua. Genio y Figura, y la sepultura que se vuelve amenazante y real.

Ante la adversidad, la calma. Sí, cómo no, cuando todo pensamiento es dolorosamente lento y se agota la oportunidad de dejar testamento y legado por la inmovilidad que sujeta la voluntad. Tantos asuntos por resolver, deudas por pagar, compromisos, promesas que van a quedar interrumpidas por la resignificación  de la palabra  positivo.