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viernes, septiembre 20, 2024

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Juicios contra filósofos

El texto La vida privada y pública de Sócrates, del escritor René Kraus, publicado por Editorial Sudamericana en su tercera edición del año de 1983, trae las reminiscencias de aquellos tiempos interesantes para la historia de la filosofía, que no sólo para los hechos del personaje relevante que es el mayor filósofo de la humanidad. Su lectura es por demás interesante: ¿Por qué no había traído consigo a la mujer y los hijos? Los lamentos y lágrimas de la esposa y la prole del acusado formaban parte de todas las defensas. El tribunal no aceptaría mansamente aquel desafío a las tradiciones consagradas. ¿Por qué no tenía a su lado un consejero legal? Se decía que había rechazado la ayuda del doctor Lisias; todos los muchachos del liceo lo sabían. Aquel solitario despreciaba a la humanidad. No era razonable poner esto de manifiesto ante los quinientos jurados que, en fin de cuentas, eran hombres también. Sí, es extraño como los pensadores importantes de la humanidad, mientras tienen que vérselas con los temas gigantes de la humanidad ante lo pequeño, se enfrentan a pecho descubierto.

Y más sucede con Sócrates, un hombre que hizo de la búsqueda de la verdad su fin de vida, su principio, el medio y el fin de todo comportamiento. Por eso no es raro que llegue a su juicio, así, sin más ayuda que sus hechos, sus palabras y su convencimiento que la verdad no necesita de subterfugios, ni de medios antiéticos, para demostrar su contundencia.

El juicio de Sócrates es la expresión más civil de toda acción humana. Recordar el juicio que le impusieron los fascistas y su líder Benito Mussolini al filósofo y político Antonio Gramsci es motivo de recuerdo, pues el cerró ese juicio defendiéndose por sí solo, y diciendo a los presentes y a la posteridad que lo que buscaban los fascistas era detener a su cerebro para que dejara de funcionar. Así es, en toda dictadura lo que se busca en los peores enemigos para ellos, es en aquellos que piensan, que tienen un cerebro que va por otras partes y que no se sujeta, o se socaba a sus bajos instintos. Es como recordar o contrario, en el juicio que en Israel se sometió al magnicida Adolf Eichmann —nazi que tuvo en sus manos ensangrentadas miles de miles de muertes—, y en su juicio, con cinismo dijo que él no sabía de muertes, pues sólo llevaba a cabo órdenes superiores. Que él aplicaba a rajatabla, pues obedecer es la mayor muestra de respeto a las autoridades. La filósofa Hanna Arendt confundió al monstruo con un banal burócrata y, no pudo comprender, cómo el individuo solitario que estaba ahí, podía haber sido culpable de la muerte en el Holocausto de gran mayoría de judíos. Así son los juicios de una u otra parte. La de los filósofos parece derrota cantada en su presente. Pero a los principios y a quienes buscan la verdad en la historia de la humanidad jamás se les calla. Así sucede con Sócrates quien recordaba haber soñado en el pasado: Por cierto, la dama rubia no estuvo muy elocuente. Se limitó a pronunciar una frase muy breve: dentro de tres años, al día siguiente al de la fiesta de la Delia, estarás en la fértil Fitia. Y desapareció, disolviéndose en el aire sofocante del dormitorio de techo bajo y sin ventanas de la vieja casa de Alopeke. / La fértil Fitia se encontraba justo a la derecha de la isla de los Muertos. Sólo los justos llegaban hasta allí. Las almas de los pecadores eran arrastradas hacia la izquierda. Los tiranos, por ejemplo            —Sócrates siempre lo sostuvo— tenían que sufrir un eterno resfrío en el húmedo Hades. Sócrates, que como todos los griegos estaba enamorado de la existencia, no podía creer que todo pudiera cesar algún día, incluso la charla y los accesos de tos.

Lectura interesante es revisar el juicio hecho a Sócrates: El arconte basileo emplazó a acusador y acusado. Ambos juraron decir la verdad, pidiendo que, de no decirla, los dioses les castigaran terriblemente en unión de sus familias. / —Odio a Sócrates. Mi padre lo odió. Mis hijos lo odiarán. —Así, con un toque de clarín, comenzó Meleto su ataque. Esta manifestación de odio personal era indispensable para que el acusador público no se expusiera a la sospecha de que alguien le había pagado para proceder contra el acusado—. Sócrates corrompe a la juventud, corrompe a la ciudad. Falsifica la religión. No cree en los dioses. En su lugar coloca a su demonio. Dice que también éste es una divinidad. No, yo digo que ese demonio no es un dios. Si no fuese así, yo debería de saberlo. Soy un poeta por profesión; es mi oficio conocer el mundo de los dioses. Pero nunca oí nada de tal demonio hasta que Sócrates lo anunció a tambor batiente en la plaza del mercado. Todos los poetas odian a Sócrates. Se burla también de los dioses y éste es un pecado que no tiene perdón. ¡Mirad cómo se ríe ahora ante vuestros mismos ojos, hombres de Atenas!

Duro ataque, el más duro que se le puede infringir a un ser humano, pues el acusado ataca las buenas costumbres, los hábitos de toda una sociedad. Ataca a la religión que es statu quo intocable para quienes son buenos ciudadanos. Sócrates da una lección de cómo es que se debe enfrentar el juicio de aquellos que le odian, los sofistas, pues sus enseñanzas echan por tierra sus mentiras de enseñanza a la juventud, y les lleva a la bancarrota, pues al no cobrar dichas lecciones no tiene trabajo ni forma de comer. Cierto, siguen vigentes las palabras de Sócrates cuando está en espera de la muerte, al solicitarle sus alumnos que debe escapar de la cárcel para no morir. Bien les dice que sí les hiciera caso, entonces no habría aprendido nada: los principios deben estar por encima de la vida, cuando se quiere obligar a ceder por corrupción el no cumplirlos, en todos los actos de la existencia en el día a día. Su muerte, es ejemplo que fue sometido en ese aciago presente, como en todos los juicios en contra de pensadores y líderes, que buscan la libertad de sus pueblos: pensar en Miguel Hidalgo y Costilla y otros independentistas, o recordar al Siervo de la Nación, José María Morelos y Pavón, comprueba, que por el principio ético de la libertad se puede morir, sin pedir piedad al dictador o al imperialista, que desea sojuzgar la patria.

El juicio a los filósofos o pensadores en la historia humana es elocuente y enseña lecciones de ética y moral, bien se recuerda al filósofo húngaro Georg Lukács y me basta con leer un texto publicado en un periódico: Presentan datos inéditos sobre detención de G. Lukács en 1941 / Bonn, 3 de marzo (Notimex) El especialista alemán Reinhard Müller dio a conocer informes inéditos sobre la detención en 1941 del filósofo húngaro por parte de la policía secreta de la entonces Unión Soviética que lo acusaba de espionaje. / Müller del Instituto de Hamburgo para la Investigación Social, señaló que durante el cautiverio Lukács fue sometido a nueve interrogatorios e incluso a la tortura, en lo que el intelectual húngaro describió 30 años después en su biografía como una gran suerte. / La aprensión del autor de libros como Historia y conciencia de clase y Teoría de la novela se dio en medio de una campaña de detenciones que se desató a raíz de la ocupación nazi en la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) / El objetivo del gobierno soviético era acabar con la quinta columna, a la que acusaba de preparar su caída en conspiración con los nazis. / las medidas fueron dirigidas contra todos los exiliados alemanes o que procedía de países que tenían una alianza con Alemania. Lukács era en ese tiempo colaborador del Instituto de Filosofía de la Academia de las Ciencias de la Unión Soviética.

Sí, los sufrimientos que vivió Georg Lukács desde la publicación de su libro Historia y Conciencia de Clase, así como la misma suerte del filósofo alemán Karl Korsch, quien en esos mismos años: 1923-1924, publicaba su libro Filosofía y Marxismo. Georg si abjuró de su obra durante décadas con tal de participar en el movimiento proletario, aceptando que su libro era un texto ideológico, que no seguía el método dialéctico obligado. Karl Korsch decidió hacerse a un lado y, defender su libro ante los estalinistas —que no el leninismo—, cuya corriente fallecía al morir Lenin en 1924.

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