Tengo la sensación de haber sido golpeado por un inmenso bloque de hierro. Tengo la impresión de haber despertado de un largo sueño en que, las confusas imágenes que regresan a mi memoria, me provocan pánico. Son las 3 de la mañana del 31 de diciembre, las primeras tres horas del último día de este año. Acabado el texto, es tiempo de ir a dormir para descansar y terminar de vivir el increíble 2020.
Vivir en tiempos de pandemia es algo parecido a vivir en los tiempos del holocausto, de la Primera o la Segunda Guerra Mundial, la matanza estudiantil del 68, cuando llegó el SIDA o el terremoto del 85. Seremos la generación marcada por el confinamiento del SARs Cov 2 y sus innumerables imágenes de angustia y tristeza que la muerte dejó a su paso. Se cumple hoy, también un año del anuncio de China a la OMS de este maldito virus, y en el recuento de los noticieros con los cientos de acontecimientos desgarradores, es imposible no tener ganas de llorar.
Es eso, un hueco en el centro del pecho lo que en mi cabeza se traduce como una terrible pesadilla. Como su hubiéramos habitado el último año en la mordida de un perro.
Lo pesado del holocausto no es la rabia de Hitler contra una raza que él consideraba inferior, lo pesado del holocausto, por lo menos en las películas y los testimoniales del arte como el cine y la literatura, es la crueldad con que las órdenes de ese sujeto fueron llevadas a cabo. La indiferencia de millones ante la guerra y la hostilidad de una generación que acusó arteramente a la comunidad gay de ser quienes le habían regalado al mundo otra enfermedad letal. Prejuicios. Estamos mucho más enfermos de la sociedad que de cualquier virus en sí.
Todos conocemos Titanic, la película perfecta. Otra gran tragedia que impactó a una generación. En los últimos minutos de la cinta, cuando Rose se ha salvado y la abraza el sol en el muelle, ve pasar a su hasta entonces prometido entre los sobrevivientes, buscándola. Pero ella se esconde, oculta su rostro y renuncia a ese hombre. Renuncia porque entonces ella ya no era la misma. En una noche fue testigo de todo lo miserable que éste y muchas personas en ese barco, podían ser. Al mismo tiempo ella también había cambiado para siempre.
Tengo la impresión de que muchos nos sentimos en los zapatos de Rose en esa escena en que la desolación la avasalló y ya no pudo ver del mismo modo ni siquiera a su propia madre luego del horror vivido. No puedes ver del mismo modo a un mundo en el que imperó el egoísmo sobre el bien común. Para el romance de la historia quedaron las escenas de los italianos cantando en los balcones de sus casas o los españoles aplaudiendo al personal médico a las 8 de la noche, también por sus ventanas. Eso no pasó acá.
Esto puede sonar bastante clasista si se quiere ver de ese modo, pero es cierto que cuando menos de este lado del continente, han llegado bastante lejos los discursos de una falsa izquierda en que miles de salvajes idiotas han conseguido imperar, decididos a negarle al mundo el sentido común, cerrando los ojos a la realidad. Todo, con base en un infantilismo emocional, incapaces de lidiar con ésta y otras realidades cuyas consecuencias tristemente nunca fueron tan severas. Vivimos pues, en una época en que se piensa ilusoriamente que apenas timbró la última campanada del 2020, la pandemia terminará, pero la realidad de las cosas es que nos queda cuando menos un año y medio de este fatídico camino.
En ese sentido, el positivismo exacerbado ha hecho estragos. Lo peor para aquellos que hallan en esta fantasía calma, es que, para la psicología experimental, es precisamente en el pesimismo, en plantearse mentalmente ciertos escenarios fatalistas, en que el hombre encuentra las estrategias cognitivas para responder a un evento inusitado y sobrevivir.
Sí, las cosas han cambiado, y decepcionado, algunos rostros también, que lo mismo pudieron entregar a una familia judía, que decidir no usar una mascarilla en esta época. Para quienes dicen que el racismo inverso, o su hija pequeña, la discriminación inversa, no existen, queda para el análisis las muchas veces que quemaron con agua caliente a las enfermeras de este país y le arrojaron cloro a los médicos en el transporte público. Cuando a quienes quisieron levantar la voz y buscaron que la sociedad abriera los ojos y el gobierno cambiara de acción, se les vilipendió irónicamente con el discurso de ignorantes o locos. Particularmente en aquellos quienes vieron en esta voces y luchas, un color o grupo, cuando lo que tocaba era tirar por el mismo lado.
Aquella frase en Facebook que dice, un título universitario no te hace mejor persona, sirve para dos cosas: para que quien tenga cierto grado académico, sea humilde. También, para lavar el martirio de un sistema que margina a millones de la peor forma, hundiéndolos en la ignorancia. Pero nada más. Cuando los terremotos del 85 llegaron, fueron los víveres y los topos quienes salvaron vidas. En el 68, la sangre de miles nos dio un groso cheque de libertad en México. En este 2020, hubo quienes no alcanzaron a comprender que quien ofrece bondadosamente lo que sabe, es la única y la mejor forma en que puede contribuir con el mundo, y ahí también hizo falta humildad cuando se reían de quienes preferían saludar con los codos mientras que el otro respondía socarronamente: no manches, ¿apoco crees en eso?. Entonces no pesan tanto las casi doscientas mil personas muertas en este país, sino la indiferencia de los que, con mucha suerte, seguimos vivos.