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En la casa…

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En la casa…

Alguna vez fue un escándalo que subía por las escaleras cada mañana. Apenas amanecía, ya se oían los ruidos en las paredes y un sonido muy semejante iba creciendo, conforme los pasos de mi madre, se acercaban a los primeros escalones.

Era quitar los trapos que cubrían las jaulas para que el rumor de las aves fuera algo común. Por años, las paredes del patio estaban cubiertas por cotorros australianos de diversos colores. Y no eran pocos los que ahí habitaban.

Entre todas aquellas historias que crecieron a su alrededor, sobresale una, esa cotorrita azul claro que se convirtió en el emblema de la casa. Con las patitas dañadas, fue la cotorrita que podía volar por toda la casa sin fugarse. Subirse a los muebles y desde ahí solicitar atención.

A veces se colocaba en el hombro de mi madre y se pasaba la mañana ahí, de un lado a otro de la casa, acompañando, o durmiendo mientras la máquina de coser daba los últimos toques al pedido.

Otras, sólo aceptaba que la acariciáramos en las plumas de la cabeza, le abríamos la puerta de la jaula y ella se acomodaba en el nido para esperar la comida. Siempre la veíamos ir hacia la puerta mientras se llegaba la hora en que mi padre llegaba del trabajo.

Y como lo hacía con mi madre, se colocaba en el sombrero de palma y lo acompañaba durante la comida sin moverse un centímetro. Era la única que podía estar en la mesa mientras platicábamos sin parar, o nos miraba con curiosidad en el momento en que las tareas ocupaban la mesa del comedor.

Un día simplemente no salió de la jaula. A pesar del escándalo de los demás, la Cojita no asomó la cabeza en el nido, ni la vimos volar de la jaula al hombro de mi madre, o se paraba en el respaldo de la silla donde se sentaba mi padre para mirarnos correr todas las mañanas y salir a la escuela o el trabajo o a dónde fuéramos.

Ese día supimos todos que la cotorrita azul ya no gritaría como todos los días pidiendo atención, ni la veríamos bañarse en el lavadero del patio, o simplemente rondando por la casa, como si supiera que toda aquella extensión era parte de su propia casa.

Algo semejante pasó años después con un pájaro primavera, pero esa es otra historia.