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sábado, septiembre 21, 2024

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Crónicas de la pandemia 2

Mirar el atardecer en Toluca puede resultar un espectáculo agradable, y a veces, memorable, pero el recorrer las calles de la ciudad cuando empieza a oscurecer, sobre todo en estos días, es algo un tanto deprimente.

Suelen pasar momentos en donde el silencio se apodera de algunas vías que en su momento fueron excesivamente ruidosas. Autos circulando, atoros en el semáforo, gritos de niños corriendo o simples risotadas de adultos o jóvenes que caminan tranquilos por las banquetas, ahora han sido cambiados por pasos apresurados, miradas que buscan el hueco en un tumulto (que en este momento son de más tres personas), mujeres que caminan con prisa, hombres que ya no se detienen en el Portal para contemplar el color de la tarde sobre los edificios.

Entre estos paisajes, aparecen de pronto aquellos nostálgicos que prenden un cigarrillo junto al auditorio al aire libre de la González Arratia mientras la noche va llegando a su lado. Despreocupados, silentes, con el cubrebocas en el cuello, fuman y miran el desolado caminar de las personas que lo miran con un cierto dejo de envidia o, quizá, con un tono de desaprobación en los ojos.

El hombre en cuestión, sin inmutarse de las miradas acusadoras, se acomoda lo más que puede junto a uno de los pilares y desde ahí, sus ojos recorren la silueta de Los portales. Algo hay en ellos que me llama la atención.

No es simplemente el hecho de fumarse un cigarrillo en la calle, o el dejar las prisas para después. Algo más circunda su mirada y la nostalgia de la que hablé cuando llueve, se deja notar en la profundidad de su tristeza.

Sin querer interrumpir sus recuerdos, me fui alejando de su lado. La imaginación me dijo muchas cosas porque no es sólo el observar la melancolía de un hombre que fuma, sino también el saber que la melancolía esta en muchos de nosotros, los caminantes vespertinos, que salimos como si fuéramos clandestinos a la calle, esperando la orden de alguien que nos increpa por estar a esas horas fuera de la casa.

Es difícil de observar el hecho de que hemos perdido parte de nuestro reino, esa solidaridad de las paredes viejas para con nosotros mientras ocultábamos la sonrisa al mirar como los jóvenes se perdían furtivamente entre los muros de Los portales buscando un refugio en donde comerse a besos.

Ya no hay niños juguetones corriendo por los pasillos, ni matronas bien vestidas vigilando a jovencitas que miraban de manera furtiva al muchacho de los pantalones de mezclilla.

Hoy vemos sólo prisa y en ocasiones angustia, pero también vemos esa tristeza y melancolía como la del hombre que fumaba en una esquina de la Plaza González Arratia.

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