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Carta de Monterrey

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Carta de Monterrey

Pero nada agradaba a sus detractores, hombres y mujeres por igual, al interior del Convento de Santo Domingo y de fuera, desde la Corte Virreinal que seguía extrañando su presencia en los buenos comentarios sobre su sabiduría, y que hacía en quienes le odiaban que muriera de una buena vez para que se dejara de hablar de este portento de sabiduría y buen saber vivir sin molestar a sus vecinas. No me imagino a nuestro poeta José Emilio Pacheco siendo molestado por nadie cuando de estudiar se trataba en estos años, antes de fallecer tempranamente. Todos sabían que el poeta, cuentista y ensayista había dejado la vida social, cultural y de amigos periodistas, para recluirse y dedicarse sólo a sus lecturas y escritos, que dejan, por ejemplo, en su recopilación llamada Inventario una obra superior por sus contenidos y extensión de sabiduría.

 

José Emilio era igual que Sor Juana Inés, sólo que la Décima Musa no tenía tiempo para dedicarse a lo que era su pasión: leer y más leer. Tenía obligación que atender cosas del Convento, pocas o muchas, y tenía obligación que atender a sus colegas cada vez que se les ocurría irle a molestar para distraerla con alguna petición, las más de las veces banales. Las dos lecciones que recibimos de Juana Inés y de José Emilio es, en el caso de los escritores, que debemos de dedicarle más tiempo a la lectura y de ahí a la propia obra escrita en cualquiera de los géneros literarios o en aquellos que corresponden a las ciencias en general, y no andar perdiendo el tiempo apareciendo en los shows que los no señalados para ser escritores o científicos, toman como la verdadera carrera de un creador. Quieres ser un creador, dedícate a estudiar el tema o el asunto que deseas mejorar o recrear, y no andes en turismos poéticos que hoy son moda sobre todo a través de las redes sociales.

 

El método didáctico que proponen Juana Inés y José Emilio es un proyecto pedagógico que tiene todos los miles de años en la historia humana y, que bien haría México en tomarlos como tarea cotidiana de la ciudadanía y de las familias en el país. De ello habla la monja jerónima en su Carta al su confesor… cito sus palabras: Aunque ha mucho tiempo que varias personas me han informado de que soy la única reprensible en las conversaciones de Vuestra Reverencia, fiscalizando mis acciones con tan agria ponderación como llagas, a escándalo público, y otros epítetos no menos horrorosos. Vergüenza leer esto para aquella sociedad de hipócritas y envidiosos, y lo mismo podemos decir hoy, con los eternos envidiosos o envidiosas que ven en el otro las cualidades que a ellos no les tocó. Sabemos de esta situación en que se pone al justo, para defenderse de aquellos que le atacan por cosas sin sentido, pero que sirven para hacer que una mentira dicha mil veces se convierte en verdad para los demás como lo vino a heredar el nazista Goebbels en defensa del peor monstruo que hemos tenido en la persona de Adolf Hitler. La envidia contra Sor Juana no inició en 1690 con la Carta Atenagórica, no, estuvo enquistada por décadas, podemos decir que desde su llegada a los 16 años a la Corte de la Virreina Doña Leonor Carreto. Demasiada aura en esa jovencita, pero mucha más demasiada sabiduría que hacía a los demás, hombres y mujeres, estar arrobados oyendo tal portento de sabiduría a sus pocos años, y la belleza física que le acompañaba.

 

Ya sabemos de cómo se comporta la envidia y el rencor cuando dejan ir hilos de injurias y calumnias contra el envidiado. Podemos comprender la Carta de Monterrey descubierta por el padre Aureliano Tapia Méndez, pues las palabras de Juana Inés respiran tristeza y enojo. Cito a la escritora: … y aunque pudiera la propia conciencia moverme a la defensa, pues no soy tan absoluto dueño de mi crédito, que no esté coaligado con el de un linaje que tengo, y una comunidad en que vivo, con todo esto, he querido sacrificar el sufrimiento a la suma veneración y filial cariño conque siempre he respetado a Vuestra Reverencia queriendo más aína. Cuán difícil es decir o escribir algo propio en defensa ante la infamia que aparece contra la persona, contra la comunidad o los pueblos. La mentira y la infamia pertenecen a aquellos negros de corazón que se lanzan con todo, sin importar su comportamiento moral o ético, con el sólo fin de destruir al ser odiado. Dice Sor Juana: la materia, pues, de este enojo de Vuestra reverencia (muy amado Padre, y señor mío) no ha sido otra que la de estos negros versos de que el Cielo, tan contra de Vuestra Reverencia, me dotó. Éstos he rehusado sumamente a hacerlos, y me he excusado todo lo posible, no porque en ellos hallase yo razón de bien ni de mal, que siempre lo he tenido (como lo son) por cosa indiferente; y aunque pudiera decir cuántos los han usado, santos y doctos, no quiero entremeterme a su defensa, que no son ni mi padre, ni mi madre: sólo digo que nos los hacía por dar gusto a Vuestra Reverencia, sin buscar, ni averiguar la razón de su aborrecimiento, que es muy propio del amor obedecer a ciegas; además que con esto también me conformaba con la natural repugnancia que siempre he tenido a hacerlos, como consta a cuantas personas me conocen; pero esto no fue posible observarlo con tanto rigor que no tuviese algunas excepciones, tales como dos Villancicos a la Santísima Virgen, que después de repetidas instancias, y pausa de ocho años, hice con venia y licencia de Vuestra Reverencia, la cual tuve entonces por más necesaria que la del Señor Arzobispo Virrey mi Prelado. Y en ellos procedí con tal modestia, que no consentí en los primeros poner mi nombre, y en los segundos se puso sin consentimiento ni noticias mía, y unos y otros corrigió antes Vuestra Reverencia. A esto siguió el Arco de la Iglesia.

Aquí la ofendida escribiendo una larga carta para defenderse por haber hecho cosas buenas. Aquí el juicio en contra del filósofo Sócrates por ayudar a los jóvenes de Atenas a pensar antes de dar por bueno todo aquello que escuchaban o recibían como enseñanzas buenas por parte de los sofistas que les cobraban por sus falacias cotidianas. Aquí la propia vida del filósofo húngaro Georg Lukács que se ve obligado a abjurar de lo escrito y dicho son un peligro de ser fusilado por los regímenes de dictadura totalitaria impuestos por el estalinismo a toda la Europa del Este.

 

La historia se repite. Y los enjuiciados que se ven contra la pared, se ven obligados a poner ante los ojos que les odian sus cosas buenas, sabiendo que quienes les odian peor han de actuar con tal de lograr el ostracismo para el envidiado o si es posible, mejor para ellos, la muerte física y la desaparición total. Escribe en la Carta a su confesor…: Pues ¿qué culpa mía fue el que Sus Excelencias se agradasen de mí? Aunque no había por qué. ¿Podré yo negarme a tan soberanas personas? ¿Podré el sentir que me honren con sus visitas? Vuestra Reverencia sabe muy bien que no: como lo experimentó en tiempo de los Excelentísimos Señores Marqueses de Mancera, pues oí yo a Vuestra reverencia en muchas ocasiones, quejarse de las ocupaciones a que le hacía faltar la asistencia de Su Excelencia, sin poderla no obstante dejar; Y si el Excelentísimo Señor Marqués de Mancera entraba cuantas veces quería en unos conventos tan santos como las capuchinas y Teresas, y sin que nadie lo tuviese por malo, ¿cómo podré yo resistir que el Excelentísimo Márquez de la Laguna entre en éste? Demás que yo no soy Prelada, ni corre por mi cuenta su gobierno. Sus Excelencias me honran porque son servidos, no porque yo lo merezca, ni tampoco porque al principio lo solicité. Yo no puedo, ni quisiera, aunque pudiera, ser tan bárbaramente ingrata a los favores y cariños (tan no merecidos, ni servidos) de sus Excelencias. Hay tal humanismo y cuidado en responder a su detractor y a sus enemigos que le odian, que no me aparece en este siglo XXI el que una poeta contemporánea tenga que pedir permiso por lo que escribe sea en el campo amoroso o eróticos, o en otros aspectos de la vida cultural y social en el mundo en que vivimos.