El líder estadounidense tendrá el pelo dorado, pero no el pico: no es muy hábil para hablar. Pero está bien, pues lo que carece en destreza verbal lo compensa con proezas físicas.
El lenguaje corporal —tanto el suyo como el de la gente digna de compasión que lo rodea— narra mejor que nadie la aventura de Donald Trump en el extranjero.
Cuando digo “digno de compasión” pienso en el papa Francisco, por supuesto, y naturalmente en la primera dama, Melania, pero en especial en Dusko Markovic, el primer ministro de Montenegro, quien fue la víctima, visiblemente aturdida, del empujón visto por todo el mundo.
Díganme, por favor, que ustedes también lo vieron. Markovic, Trump y otros jefes de Estado y de gobierno se estaban preparando para la foto. El montenegrino tuvo la mala suerte de estar parado entre Trump y el frente de la manada: era una belleza menor en el camino de la mandona reina del baile de graduación. Pero Markovic no estuvo ahí por mucho tiempo. Trump lo empujó para quitarlo de su camino, quizá confundiéndolo con un reportero o imaginando que era James Comey, el exdirector del FBI. Entonces, con cara de triunfo, Trump se arregló el saco del traje, enderezó la postura y levantó orgulloso la papada. Estaba listo, en primer plano, para las fotos.
Con Trump, la insolencia, el ceño y los pucheros revelan prácticamente tanto como todo lo que sale tambaleando de sus labios, que es mucho menos confiable. Sus palabras pueden ser falsificadas, pero sus gestos son genuinos. Así pues, es lógico que nos apoyemos en ellos para buscar la narrativa de su presidencia, en esta era donde se ha trascendido la verdad y cuyo último episodio, ocurrido en el extranjero, está llena de más incomodidad física que una clase de gimnasia en preescolar.
El empujón visto por todo el mundo fue precedido por la reverencia vista por todo el mundo, cuando Trump hizo precisamente aquello por lo que tanto criticó al presidente Barack Obama —bueno, una de tantas cosas por las que criticó a Obama— y se le acercó al monarca de Arabia Saudita, el rey Salmán, con una actitud de deferencia. Hipocresía, tu nombre es Trump, y tienes las rodillas flexionadas y la cabeza agachada.
Para él no existe el sentido del ritmo. ¿Lo vieron en esa danza saudita, no tanto haciendo sonar el sable sino sosteniéndolo mientras se bamboleaba de un lado a otro? Me lo imaginé con un globo de diálogo, como el de los cómics, encima de la cabeza, el cual diría: “Cuando le dije al rey que era buen espadachín, no me refería a esto”.
Y el globo de diálogo encima de la cabeza del papa Francisco cuando posó al lado de Trump en el Vaticano días después habría dicho: “Perdóname, padre, porque no puedo fingir que estoy disfrutando”. Personas al interior del Vaticano me han dicho que el papa nunca olvida que está ante las cámaras y que están captando el ángulo preciso de sus ojos y hasta la última mueca de sus labios. Él tenía la mirada perdida hacia el frente, el semblante tan desprovisto de alegría como si estuviera en un gulag.
George Bernard Shaw escribió una obra titulada El hombre y las armas. Algún día, alguien escribirá una biografía de Trump titulada El hombre y las manos.
Desde la caricatura publicada hace tiempo en la revista Spy, que presenta a Trump como un “hombre vulgar de dedos cortos”, hasta aquel inolvidable momento durante uno de los debates republicanos en el que mostró los dedos para tratar de demostrar que no son chicos –¡Mira, mamá, qué manos tan grandes tengo!–, sus manos han estado en el centro del escenario.
Así se mantuvo durante su primer viaje de Estado. En Israel, se produjo el manazo visto en todo el mundo. Caminando al lado de Benjamin Netanyahu por la alfombra roja, observó que el primer ministro llevaba a su esposa de la mano, por lo que trató de hacer lo mismo y tomar la de Melania.
Decir que ella no le dio la mano sería quedarme corto. Decir que Twitter y los comediantes estallaron en burlas sería quedarse aún más corto.
Después de otro incidente, en Roma, donde Melania pareció rechazar la oportunidad de tomarse de la mano con su marido, Seth Meyers, presentador del programa Late Night, bromeó: “El exdirector de la CIA, John Brennan, declaró hoy que sí hubo contacto entre el equipo de campaña de Trump y funcionarios rusos. Sin embargo, hasta el momento no ha habido contacto entre Trump y Melania”.
Hay muchas cosas sobre las que ella puede estar reflexionando aún, desde la toma de posesión en enero, cuando su esposo saltó del auto y trepó la escalinata sin esperarla, apresurándose a saludar a los Obama, dejándola a ella atrás.
La cortesía brilla por su ausencia. La caballerosidad está muerta. Melania cobró venganza poco después, en el escenario de la toma de posesión. Estaba sonriendo cuando su esposo le dirigió la mirada; ella de inmediato dejó de sonreír de manera tan enfática que fue como decirle al mundo entero que había estado usando una máscara.
Pero regresemos a las manos del presidente, quien no solo ha estado en el centro del escenario, sino también en el de muchas controversias. Cuando la canciller de Alemania, Angela Merkel, lo visitó en Washington a mediados de marzo, se debatió si él se había negado a estrecharle la mano como ella lo propuso o si simplemente no la escuchó.
La tensión de sus posturas suscitó comentarios sobre lo relajados que Merkel y Obama siempre se vieron, pero también hubo otro punto de comparación —uno extraño— en referencia al presidente George W. Bush. En la reunión del G8 celebrada en San Petersburgo en 2006, él se levantó, se colocó detrás de Merkel, quien estaba sentada, y le masajeó los hombros. Esto la sorprendió visiblemente y tampoco parece que se le haya hecho divertido.
“Diversión” no es la palabra que nos viene a la mente al leer los reportes y ver las fotos del encuentro de Trump con el nuevo presidente de Francia, Emmanuel Macron, celebrado el 25 de mayo en Bruselas. Quizá fue porque Trump nuevamente sembraba dudas sobre su compromiso con la Organización del Tratado del Atlántico del Norte (OTAN). O quizá porque le dijo a Macron que él siempre lo había apoyado, aunque claramente sus afectos se inclinaban por su rival en las urnas, Marine Le Pen, del Frente Nacional.
Sea cual haya sido el caso, Macron en un momento se desvió de su camino para evitar a Trump, a pesar de que este había estirado los brazos, para saludar primero a Merkel.
En otro momento, durante una recepción formal, Macron y Trump “se estrecharon las manos, con la quijada trabada, en un prolongado apretón que hizo que a Trump se le pusieran blancos los nudillos”, reportó The New York Times.
The Washington Post lo describió así: “Se les tensó el rostro. Trump extendió primero la mano, pero después trató de liberarse, en dos ocasiones, sin que Macron soltara el apretón”.
Hay textos sagrados que han sido menos analizados que los apretones de manos de Trump con los estadistas extranjeros, sus gruñidos en los debates presidenciales (¿se acuerdan?) y las reacciones –de horror, pasmo, desconcierto, irritación– de quienes llegan a toparse (o a casarse) con él.
Creo que es muy conveniente, no solo porque sus palabras son totalmente deficientes en honestidad, sino también porque los analistas están considerando la forma en que Trump se informa. Él prefiere la televisión a la lectura, las imágenes a las inoportunas palabras. ¿No deberíamos hacerle el mismo favor al evaluarlo?
Y también tenemos el derecho de tomar nota de la reacción física de un diplomático israelí cuando Trump dijo, en Israel: “Acabamos de regresar de Medio Oriente”, como si Israel estuviera en América del Sur. El diplomático, Ron Dermer, se tapó la cara con la mano durante algunos momentos.
Sí, llora por nosotros, Montenegro.