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Sobre el camino

Por. – Benjamín Bojórquez Olea.

Las ruinas que siguen hablando…

En México, y particularmente en Sinaloa, presenciamos justamente esa desnudez estructural. El PRI y el PAN continúan vendiendo espejitos, no por cinismo, sino por un mecanismo casi metafísico de autoengaño: como si al negar su propia disolución pudieran aplazar el veredicto que ya fue pronunciado por la historia. 

Hablar de “oposición” en México es un acto de nostalgia performativa. La oposición, tal como la conocimos, no fue una construcción nacional, sino una proyección geopolítica incrustada en el cuerpo de la vida pública. Durante décadas, la contracorriente política provenía no de la entraña mexicana, sino de los laboratorios estratégicos de Estados Unidos. El PRI, el PAN y sus apéndices más diminutos operaron como extensiones periféricas de un diseño ajeno, legitimando un pluralismo artificial que jamás tuvo raíz en el disenso popular. 

La única oposición genuinamente mexicana fue aquella que caminó —literalmente— en los márgenes: la de López Obrador antes de tener poder, la que sudaba, marchaba y dormía en el piso. Esa sí era oposición orgánica, no manufacturada. Todo lo demás fue un espejismo, una ingeniería externa revestida de narrativa democrática.

Y aquí emerge la paradoja que nadie quiere enunciar en voz alta: si aceptamos que la oposición real no tiene posibilidades materiales de disputar el poder, entonces vivimos bajo la definición técnica de una dictadura. Pero no la dictadura que la derecha grita con torpeza, esa caricatura donde un caudillo oprime a un país inerme. No. Si acaso existe una dictadura, es la dictadura del pueblo: una hegemonía nacida del mandato popular, de un orden social que encontró en un proyecto político su propio reflejo. En esa lectura, la oposición no está reprimida; está abolida por su propia irrelevancia.

La crispación que hoy intentan manufacturar —como en el caso reciente de Uruapan— es la evidencia de su desesperación estructural. Un político asesinado injustamente es utilizado como un artefacto simbólico para inflar liderazgos que no existen, para canonizar a la viuda en una narrativa prefabricada donde el duelo se convierte en campaña. El respeto hacia su tragedia es innegociable; lo repulsivo es la manipulación inmediata, el reciclaje político del dolor ajeno como combustible para una candidatura emergente.

La política global nunca ha respetado duelos. No conoce pausas, treguas ni silencios sagrados. La política es una maquinaria antropológica que opera con la frialdad de un sistema cerrado: devora emociones, metaboliza tragedias y produce poder a partir de la vulnerabilidad humana. Quien entra en ella con expectativas de ternura está condenado a ser triturado por su lógica implacable.

Lo alarmante es que la derecha mexicana sigue sin comprender que su crisis no es temporal, sino ontológica. No enfrenta un declive, sino un vaciamiento estructural. Ya no es un actor debilitado: es un sujeto que perdió su propio fundamento, un cascarón flotando en un mar donde la historia ya no necesita su presencia. No logran comprender que el problema no esMorena, ni Claudia, ni López Obrador. El problema es que la oposición fue una simulación durante tanto tiempo que cuando la vida pública les exigió autenticidad, simplemente no tenían nada que ofrecer.

GOTITAS DE AGUA:

En términos filosóficos, es la agonía de un ente sin esencia: una crisis de identidad que se manifiesta como histeria política. El país ya no espera nada de ellos. El pueblo ya no los reconoce. La historia ya no los convoca. Y una oposición que no es reconocida por ninguno de esos tres árbitros —pueblo, tiempo, historia— deja de ser oposición. Se convierte en un espectro, en una sombra sin cuerpo, en un eco que se extingue en su propio silencio.

Eso es lo que muchos aún no quieren ver: no estamos presenciando la caída de la derecha mexicana. Estamos presenciando su desaparición ontológica. “Si cierran la puerta, apaguen la luz”. “Nos vemos mañana”…   

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En México, y particularmente en Sinaloa, presenciamos justamente esa desnudez estructural. El PRI y el PAN continúan vendiendo espejitos, no por cinismo, sino por un mecanismo casi metafísico de autoengaño: como si al negar su propia disolución pudieran aplazar el veredicto que ya fue pronunciado por la historia. 

Hablar de “oposición” en México es un acto de nostalgia performativa. La oposición, tal como la conocimos, no fue una construcción nacional, sino una proyección geopolítica incrustada en el cuerpo de la vida pública. Durante décadas, la contracorriente política provenía no de la entraña mexicana, sino de los laboratorios estratégicos de Estados Unidos. El PRI, el PAN y sus apéndices más diminutos operaron como extensiones periféricas de un diseño ajeno, legitimando un pluralismo artificial que jamás tuvo raíz en el disenso popular. 

La única oposición genuinamente mexicana fue aquella que caminó —literalmente— en los márgenes: la de López Obrador antes de tener poder, la que sudaba, marchaba y dormía en el piso. Esa sí era oposición orgánica, no manufacturada. Todo lo demás fue un espejismo, una ingeniería externa revestida de narrativa democrática.

Y aquí emerge la paradoja que nadie quiere enunciar en voz alta: si aceptamos que la oposición real no tiene posibilidades materiales de disputar el poder, entonces vivimos bajo la definición técnica de una dictadura. Pero no la dictadura que la derecha grita con torpeza, esa caricatura donde un caudillo oprime a un país inerme. No. Si acaso existe una dictadura, es la dictadura del pueblo: una hegemonía nacida del mandato popular, de un orden social que encontró en un proyecto político su propio reflejo. En esa lectura, la oposición no está reprimida; está abolida por su propia irrelevancia.

La crispación que hoy intentan manufacturar —como en el caso reciente de Uruapan— es la evidencia de su desesperación estructural. Un político asesinado injustamente es utilizado como un artefacto simbólico para inflar liderazgos que no existen, para canonizar a la viuda en una narrativa prefabricada donde el duelo se convierte en campaña. El respeto hacia su tragedia es innegociable; lo repulsivo es la manipulación inmediata, el reciclaje político del dolor ajeno como combustible para una candidatura emergente.

La política global nunca ha respetado duelos. No conoce pausas, treguas ni silencios sagrados. La política es una maquinaria antropológica que opera con la frialdad de un sistema cerrado: devora emociones, metaboliza tragedias y produce poder a partir de la vulnerabilidad humana. Quien entra en ella con expectativas de ternura está condenado a ser triturado por su lógica implacable.

Lo alarmante es que la derecha mexicana sigue sin comprender que su crisis no es temporal, sino ontológica. No enfrenta un declive, sino un vaciamiento estructural. Ya no es un actor debilitado: es un sujeto que perdió su propio fundamento, un cascarón flotando en un mar donde la historia ya no necesita su presencia. No logran comprender que el problema no esMorena, ni Claudia, ni López Obrador. El problema es que la oposición fue una simulación durante tanto tiempo que cuando la vida pública les exigió autenticidad, simplemente no tenían nada que ofrecer.

GOTITAS DE AGUA:

En términos filosóficos, es la agonía de un ente sin esencia: una crisis de identidad que se manifiesta como histeria política. El país ya no espera nada de ellos. El pueblo ya no los reconoce. La historia ya no los convoca. Y una oposición que no es reconocida por ninguno de esos tres árbitros —pueblo, tiempo, historia— deja de ser oposición. Se convierte en un espectro, en una sombra sin cuerpo, en un eco que se extingue en su propio silencio.

Eso es lo que muchos aún no quieren ver: no estamos presenciando la caída de la derecha mexicana. Estamos presenciando su desaparición ontológica. “Si cierran la puerta, apaguen la luz”. “Nos vemos mañana”…   

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