Murió la semana pasada a los 92 años el director de cine francés Claude Lanzmann. En estos días se recordó largamente su monumental obra Shoah. Rodada en la década del 80 durante varios años, allí entrevista a lo largo de más de nueve horas a participantes del Holocausto: sobrevivientes, pero también victimarios, testigos, y hasta partícipes secundarios, como el maquinista de uno de los trenes que llevaba el cargamento infernal a Auschwitz.
A menudo se habla de “la película o el libro que cambió mi vida”. Es, obviamente, una exageración: que alguien atraviese un cambio trascendental por algo tan efímero habla mal de su vida y no bien de ese libro o película. Sin embargo, hay que decir que es difícil traspasar la experiencia de Shoah sin que algo se adhiera para siempre. No solo información o datos, sino la pesadumbre oscura derivada de haberse asomado a la forma más lacerante de narrar el Holocausto.
Lanzmann se impuso la restricción de que Shoah no contenga ni un solo fotograma con imágenes de archivo. No se trataba de una decisión puramente formal, una elección estética entre tantas otras. Lanzmann -un intelectual duro, sucesor de Sartre en la dirección de la revista Les temps modernes, resistente del nazismo y partidario del Estado de Israel en su versión más beligerante- rechazó toda forma de representación visual del Holocausto. Su posición iba mucho más allá del rechazo al clásico edulcoramiento hollywoodense representado –en mi opinión, injustamente- por Spielberg.
Simplificando brutalmente sus ideas, podemos decir que para él inscribir el genocidio sufrido por los judíos en la Segunda Guerra Mundial en un relato clásico era banalizarlo, convertirlo en uno entre muchos, clausurarlo. Consideraba que la herida abierta en la humanidad con el exterminio de los judíos de Europa era una herida que no debía cerrarse. Comprender, entender, racionalizar, fueron malas palabras para Lanzmann. Refiriéndose al registro fotográfico dijo una vez: “No existe una imagen de la Shoah. Y si existiera, yo la quemaría”.
La obsesión de Lanzmann no solo se expresaba durante la realización de su obra, sino también en su forma de exhibición. Entrevisté a Lanzmann en 2000, en una de sus visitas a la Argentina. Fui preparado: había estudiado el tema y sabía cuáles eran las cosas que le molestaban. Mientras esperaba mi turno, escuchaba como maltrataba a sus entrevistadores anteriores, un grupo de esforzados miembros del Museo del Holocausto de Buenos Aires. Para Lanzmann, no existía nada peor que un museo: un lugar donde uno camina 45 minutos y cree entender sobradamente el tema en exposición. De alguna áspera manera, se los hizo saber. Cuando me llegó el turno, criticó a los anteriores, hizo una pausa, me clavó sus ojos azules y helados y me espetó: “¿Usted vio Shoah?”. “Sí”, le contesté. “¿Dónde?”. “En Hebraica”, mentí.
En ese momento, antes de la universalización del download, había tres forma de haber visto Shoah en la Argentina. Una era en el cine de la Sociedad Hebraica Argentina, emitida en tres partes. Otra era en un video editado comercialmente, también en tres volúmenes. Y la tercera era una emisión hecha por el canal 7, en varias partes. Yo había visto el video, sabiendo que era una de las peores blasfemias posibles. El editor, para ahorrar material, lo había reordenado de manera de que los cuatro cassettes originales se convirtieran en tres, sin cortar escenas pero cambiando el orden de algunas de ellas.
“Bien”, me dijo Lanzmann. “Es la única forma de ver Shoah en Argentina”, refiriéndose a la proyección en tres días en la SHA que yo no había presenciado. “En video, no. Si tuviera en mis manos a X (el editor del VHS que no nombraremos) lo mataría con mis propias manos. Y lo de canal 7 fue criminal”. Sabía perfectamente cómo se había exhibido su película en la Argentina y no daba la sensación de que se tratara de un caso particular, parecía que lo mismo podría haber sucedido en Chile o en Australia o en cualquier otro país que visitara.
Su inflexibilidad y su dureza se reflejan en la película. Una escena famosa muestra a un sobreviviente, Abraham Bomba, cuyo trabajo en Auschwitz era cortarle el pelo a quienes estaban a punto de entrar en las cámaras de gas, contando su experiencia mientras simula realizar la misma tarea con un cliente en una peluquería de Jerusalem. El relato de Bomba es tremendo y al llegar a un punto de dramatismo insoportable, se quiebra y le pide a Lanzmann que detenga el interrogatorio. Lanzmann es inflexible, “Debemos hacerlo, Abe, usted lo sabe”.
La agonía del peluquero es registrada en un plano secuencia, sin cortes, mostrando en un solo plano lo que se quiere contar y, paradójicamente, la imposibilidad de ponerlo en palabras. De alguna manera, esa escena resume la idea de Lanzmann acerca de lo indecible, lo único e irrepetible que encierra el Holocausto, su novedad radical, que resiste y excede la capacidad de las palabras. Lanzmann estaba más interesado en representar el momento del horror que en buscar explicaciones o causales. La escena de la peluquería es su método condensado en una toma.
Dijo el crítico español Vicente Sánchez-Biosca: “Muy pocos autores han cuestionado su método: la renuncia al esfuerzo de comprensión que es, al fin y al cabo, la tarea del historiador y del intelectual mismo. Tal vez sea esta actitud la que haya aproximado Shoah a la reflexión de los psicoanalistas, en especial, los miembros de la escuela lacaniana. Lanzmann parece alinearse con aquellos que defienden el carácter incomparable, único, ahistórico, del exterminio nazi, pero procediendo con una coherencia diabólica, convierte ese principio en poética de su filme”.
Los métodos de Lanzmann desplegados en Shoah son ciertamente cuestionables. La presión implacable a los testimoniantes, aunque ellos sean sobrevivientes que sufren al recordar su martirio, la cámara oculta a un oficial nazi y la idea subyacente de que ninguna representación del Holocausto que no fuera similar a la instaurada por él no podría ser sino pornografía generan una idea ciertamente incómoda: la de que la memoria de la Shoah era más importante que la de los individuos que la atravesaron.
El que lo expresó de manera clara fue el filósofo búlgaro Tzevan Todorov: “La lección que Lanzmann transmite a sus espectadores a través de estas escenas es, poco más o menos, la siguiente: usted no debe tener en cuenta la voluntad del individuo si ella le impide alcanzar su objetivo. En cualesquiera otras circunstancias, semejante procedimiento podría haber pasado desapercibido al envolvernos en su eficacia; pero, tratándose de la representación de un universo en el que uno de los rasgos sobresalientes era el rechazo de la voluntad individual, uno acaba deseando que Lanzmann hubiera sido un poco más circunspecto en la elección de sus medios.”
Sin embargo, un Lanzmann más circunspecto, más respetuoso de la voluntad de los entrevistados, más tolerante con las opiniones ajenas, no hubiera hecho la película inolvidable que Shoah es. Para asomarse al peor horror del siglo XX, tuvo que renunciar a algunas de las conquistas humanistas que el propio nazismo había barrido. O, en palabras de Nietzsche, “cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”. En cualquier caso, sumergirse de cualquier manera en Shoah, incluso en formatos que al director le hubieran resultado inadmisibles, será para el espectador una experiencia transformadora.
*Shoah, 1985, 9 hs 26′, dirigida por Claude Lanzmann, está disponible en múltiples formatos, incluso en YouTube, subtitulada.
SIGA LEYENDO
Lanzmann y las liebres de la memoria
50 años de Werner Herzog en el cine: sus 7 películas imperdibles
Source: Infobae