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viernes, septiembre 20, 2024

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noTras el volcán | M. Mont

 

–Dígame, señor, si el dinero no es felicidad, ¿por qué cuando no lo tengo estoy triste? Tal vez sea porque poseerlo significaba una oportunidad para ir a verla.

–¿Dónde la conociste, amigo?

–La conocí hace más de un año, en El Paraíso, un lupanar de Puebla de altos precios y bajas pasiones. Usted sabe, después de una pesada jornada laboral uno sale siempre con ganas de ir a un congal de mala muerte y buenas caricias, pero tenía que buscarlo en provincia, ya que desde hace algún tiempo los prohibieron en la zona metropolitana. Recuerdo las luces artificiales iluminando el cielo tras los volcanes. Dos enormes reflectores refulgían en lo alto desde el atrio de un edificio de dos pisos. ¿Tienen variedad? Grité desde la ventanilla. Sí, patrón. Pásele. Avancé entre las mesas con el paso firme que me otorgaba tener todo el dinero de mis utilidades en mi cartera. Las encueratrices se encontraban sentadas en los costados del establecimiento. Fumaban y bebían mientras esperaban ser boceadas para pasar a la pista de baile. Sentía sus miradas con escrutinio pecuniario. Un mesero con careta de payaso me dirigió hasta un sillón forrado con plástico rojo cerca de la pista. Mientras acababa a pequeños sorbos con un vaso de whisky, por la pista bailaron una venezolana trapecista, una mulata de pechos operados y unas gemelas pelirrojas que echaban la cera líquida de unas veladoras encendidas sobre sus genitales. A pesar de la variedad ninguna de ellas había levantado el ánimo de mi bragueta. Me dejé deslizar por el sillón y eché mi cabeza hacía atrás, de forma que la lámpara que estaba frente a mí, iluminaba mi aburrido rostro. La sensación de una presencia me hizo volver. La iluminación fue bloqueada por una persona. Era la silueta curveada de una dama. Una silueta oscurecida por la luz neón y turbia por el humo del cigarro que portaba. Entorné mis ojos y ella se aproximó a mi mesa.

–¿Era guapa?

–Era… No, no era: es, señor, es la mujer más hermosa que jamás haya visto en mi vida, como surgida de las profundidades de mis sueños, el modelo de mi ideal, el arquetipo de mis fantasías. Era una criatura realmente favorecida por Dios, de cabello largo y lacio, era una cascada negra con brillo propio que forraba su frente justo encima de sus cejas y caía en sus hombros. Tenía cejas negras bien delineadas, que nacían de manera pronunciada en su ceño y se iban adelgazando hasta alcanzar su sien. Le dotaban a su mirada una apariencia de astucia y perversidad. Sus pómulos eran redondos y pronunciados, lo que hacía que sus ojos adquirieran una profundidad, que de igual forma, le daban un aire de misticismo. Sus pestañas largas y curveadas era la protección perfecta para sus ojos café oscuros con sutiles destellos líquidos. Su boca era larga con el labio superior fino, un tanto contraído, y el inferior rojo y pulposo. Vestía una capa obscura de tela traslucida que permitía admirar todo su cuerpo. Sus pechos eran tan voluminosos que ni haciendo un hueco con mis dos manos podría cubrir uno de ellos totalmente. En su abdomen se dibujaban tenuemente una barrera de cuadros. Era una llanura que palpitaba con su respiración. Su diminuta cintura contrastaba con su amplia cadera latina. Su altura, muy por encima de la media, le daba un porte imperial, aunado a su fina barbilla que alzaba un poco y la dotaba de una seguridad que intimidaba. Estoy seguro que en cualquier tiempo, cultura y región del mundo hablarían, como lo hago yo en este momento, enalteciendo su hermosura. Con un simple soplo de sus labios, con un pequeño movimiento de su dedo meñique era suficiente para rendirse ante su perfección. Mis rodillas tronaban por la necesidad de postrarme a sus pies.

–¡Vaya, amigo, sí que te gustó!

–Sí, sí, su belleza era inacabable y se reafirmaba con su actitud. Era una yegua, una potranca dura. Sabía lo que portaba y trotaba con vanidad y orgullo. Se sentó frente a mí con las piernas abiertas. Se podía percibir en sus bragas la hendidura ocasionada por la grieta de su sexo. Sin autorización tomó un trago de mi bebida, después cometió un acto que en cualquier otro lugar podría tacharse de locura: deslizó el vaso lentamente por toda su entrepierna y lo azotó en la mesa. Enseguida yo realicé una acción que muchos tacharían de grotesco: empuñé el vaso y lo lamí de cabo a rabo. Ella dio una larga calada a su cigarrillo y a medio terminar lo aplastó en el cenicero. No decía una palabra. Sólo me veía fijamente. Me veía con la misma agudeza con que lo hace un tasador de casa de empeño con una piedra preciosa. Me lanzó una sonrisa taimada y despidiendo el humo de su última bocanada preguntó: ¿Y bueno, me vas a invitar una copa o me voy a otra mesa? Recibí su petición como una cachetada que me sacó del letargo de su beldad. Desde el primer momento que la vi ya no estaba en posición de negarle nada. Un mesero se acercó y me extendió un menú que en la parte superior decía Mireya. Era un menú con tarifa especial, cobrada en dólares por contar con la presencia de la mejor carta del lugar. Todo en ella era un gozo, hasta mirarla, y ese gozo tenía el alto precio del placer de contar con su hermosura. Por tan sólo estar sentado junto a ella corría un cronometro con las fracciones de segundos cobrados, así que fui al grano: Quiero un privado. Soltó una risa sin sonido. Una vez que pagué un ojo de la cara a una boletera, Mireya me tomó de la mano y fuimos rumbo a los cuartos oscuros del lugar mientras yo le palpaba sus musculosos glúteos con alevosía.

“Señor, usted sabe lo que pasa en esos cuartos obscuros. De nada sirve que le cuente todo lo ocurrido. Sólo le diré que por el buen desempeño de Mireya en el arte del simulacro sexual, del sexo con mezclilla, estuve a pocos grados de que mi sangre entrara en estado de ebullición, sin embargo, mis neuronas si se calcinaron y todas mis resoluciones posteriores fueron hechas desde los genitales. Mi falo palpitaba como si el corazón bombera sangre desde ese rincón. Y fue justamente desde ahí, desde esa víscera tan sentimental, donde surgió una proposición a Mireya: ¡Te quiero coger, no importa cuánto cueste! Ella me echó una mirada ambiciosa y en sus pupilas se dibujaron códigos financieros. Masajeaba mi pene por encima del pantalón, fue como si lo ponderara en una balanza milimétrica para saber su precio exacto.

“Mireya se puso de pie, salió del cuarto y regresó con el capitán de meseros que también era el administrador del lugar. Él aclaró con despreocupación mientras se refrescaba la cara abanicando un fajo de billetes: Mil dólares en un cuarto acondicionado, todo lo que aguantes. ¡¿Mil dólares!? Repetí sorprendido. ¿Y eso cuánto es en pesos? Pregunté con timidez por miedo a la respuesta. 15 grandes, jefe. Mireya me miraba haciendo una señal de afirmación con la cabeza. Tengo prisa, ¿Si, o no? Me apuró, el administrador. Quise razonarlo concienzudamente. Era el dinero suficiente para revolcarme con seis escorts, 25 prostitutas de Sullivan o más de 40 de la Merced, pero usted sabe que las hormonas mandan en estos recintos del placer. ¡Hecho mi capitán! Lo que pasó después está envuelto en bruma lujuriosa. No sé cómo me subieron a un taxi, fui al cajero y dejé mi cuenta en ceros. Después le di dinero al taxista, al vigilante por acompañarnos, al de la entrada, al mesero, al garrotero, al del baño, a todo mundo, pero por fin me encontraba solo con Mireya en un cuarto con un tubo cromado en el centro, un sillón en forma de corazón y con espejos enormes en el techo y en las cuatros paredes.

“Señor, ya sé que al trabajar en este lugar está acostumbrado a escuchar historias como está todos los días. Mi intención no es que su sangre burbujeé hasta causarle una erección para que me haga un descuento en los tragos. Creo que esta es una enmienda. Cualquier relato de una persona decadente como yo, no es más que expiación encubierta. Busco un poco de comprensión y aliento después de tanta distancia recorrida y dinero gastado. Nada gano con contarle como Mireya se desnudó totalmente y, créame, ni con un lente microscópico podría haber encontrado una micra de imperfección. Qué sentido tiene relatar como abrió sus piernas y me mostró su vagina con imperceptibles brotes de su vello púbico, con el color uniforme de todo su cuerpo; cómo metí todos mis dedos en su sexo, mordí su vulva, aspiré y sorbí del néctar que manaba de su cavidad. Dígame qué caso tiene presumirle que su esencia no era el clásico sabor agrio, con olor a mar estancado mezclado con sudor contenido. No, no, todo lo contrario: era un aroma fresco, con sabor a almíbar. Si quisiera alentarlo al pecado de la lujuria le narraría como hice gala de mi mayor esfuerzo para satisfacerla y obligarla a morder su labio inferior para reprimir sus alaridos de placer. Para que le digo que ella tenía un motor de batidora en su cadera que me hacía cerrar mis ojos y desviar mi mente para no eyacular de manera precoz. Para que le platico que, cuando la tenía de espaldas, en cuatro puntos, me quite el condón para sentir el calor y humedad de sus paredes vaginales y ella, después de un largo rato, me suplicó: Ya vente. Ya llevamos mucho rato. Me vas rozar. Y en seguida detoné en una llamarada de placer blancuzca y le mentí: Mejor aquí le paramos. No me puedo venir; bebí mucho y perdí sensibilidad. Y al final ella lo entendió y hasta me recomendó ir a un médico.

“Después de todo el galope de placer únicamente le puedo decir que Gilberto Owen tenía razón: ´También por la carne se llega al cielo´. Mireya se sentó en la cama y encendió otro cigarro. Yo tomé del whisky que había llevado conmigo mientras imaginaba como mi semen se mezclaba y esparcía dentro de ella. En seguida la llené de nuevo de caricias, no con intenciones placenteras, más bien exploratorias. Recorría su cuerpo en busca de un grano, una cicatriz, alguna imperfección que me diera la certeza de no estar soñando.

“El table dance no es un lugar, señor, es un trance del cual se sale siempre deslactosado y con los bolsillos vacíos. Además cuenta con acondicionamiento de centro comercial, ya que al salir esperaba que continuara la oscuridad de la noche, sin embargo los primeros rayos solares despuntaban el alba e iluminaban la majestuosidad de los volcanes. Abandoné el putero con semblante marchito, como un cabrío recién parido.

“Manejaba lento y repasaba minuto a minuto la estancia con Mireya. Al pasar mi mano por el rostro para tallarme los ojos, descubrí que aún conservaba su esencia. Paré en una gasolinera y me masturbé en el baño mientras aspiraba la fragancia del sexo de Mireya. Llegué a casa y me volví a masturbar. El recuerdo de la copulación con Mireya me obligó a abandonar la pornografía y el sexo con ella me rindió para masturbarme tres veces al día durante todo un mes. Me estimulaba con su recuerdo al despertarme, antes de bañarme y en la cama justo antes de dormir. Acabé con dos rollos de papel en menos de una semana y siempre contaba con uno en la cabecera de mi cama para evitar accidentes. Aún con esa precaución, tenía que cambiar las sábanas constantemente, ya que me despertaba con charcos de semen en la entrepierna.

El lunes siguiente, al llegar al trabajo, me percaté de inmediato de algo muy curioso: las mujeres voluptuosas que pasaban frente a mí, o que me encontraba en los elevadores de la empresa no les miraba su escote y, más sorprendente aún, no me volvía disimuladamente para verles el trasero. Acostarme con Mireya elevó mi criterio. La dueña de mis miradas lascivas en mi área laboral se paseaba frente a mí taconeando con mayor fuerza, balanceando sus caderas como columpios para que la mirara con la misma morbosidad de siempre, sin éxito alguno. De pronto llegó, se sentó en mi escritorio con su falda recogida, dobló las piernas haciendo que se le notaran más abultadas y me cuestionó: ¿Qué tienes? Te noto raro… como distante. Respondía con tono maquinal y con la mirada nostálgica en los ventanales, con dirección a los volcanes: Nada. No me pasa nada, mujer. Mireya era el santuario de mi religión, era la luz neón de mi existencia y yo un fanático, un insecto hipnotizado y magnetizado por su destello.

“Desde que conocí a Mireya repelía a Mónica. Una chica con la que tenía sexo ocasionalmente. Me repugnaba a mí mismo por no valorar a mi pene y conseguirle mujeres más voluptuosas. De manera grosera le hacía preguntas absurdas a Mónica: ¿Oye, ya te desarrollaste totalmente, o crees que todavía te puedan crecer más los pechos? Ella graznó un ¡majadero! Y su cabellera rozó mi rostro al darse media vuelta indignada. Mejor, pensé, así gasto menos en hoteles y cenas insulsas.

“No se imagina, señor, vivía atrapado en el mundo de la oficina. Estaba asqueado de él por ser un mundo de cuerpos engañosos, donde las prendas le dan forma a las carnes, donde los pechos son rescatados de su caída por basieres que los aprietan y los empujan fuera de sus blusas, donde los poquísimos vientres planos se desmentían al desparramarse en el acto de sentarse. Mireya era diferente, ella le daba cuerpo a su vestimenta. No olvidaba la firmeza de sus pechos que se resistían a la fuerza de gravedad y únicamente temblaban al compás de sus movimientos. Todo su cuerpo tenía firmeza, elasticidad en reposo. Cuando se movía sólo había un levísimo temblor en partes blandas, no los movimientos telúricos e interminables en pieles celulíticas, a los que estaba acostumbrado en las mujeres de la empresa.

“Creía que mi obsesión por Mireya iba a decrecer con el paso del tiempo, sin embargo, iba en ascenso. Su veneno me había intoxicado. Era un parásito que se había colado hasta mi cerebro y gobernaba mis pensamientos. La noche de los sábados, dedicados a la disipación, me la pasaba encerrado en casa, lleno de ansiedad, la cual liberaba masturbándome con tanta fuerza que me arriesgaba a hacerme la circuncisión por propia mano.

“Cada vez que escuchaba el nombre de Mireya o algo relacionado con Puebla mi cuerpo se estremecía. Me despertaba siempre con la mirada puesta en la dirección a los volcanes. Me daba cuenta de que la única manera de volver verla era hasta juntar el dinero suficiente. Dadas sus altas tarifas tasadas en dólares y que al final de la quincena, una vez liquidado todos mis gastos fijos, me sobraba muy poco dinero, razonaba que iba a pasar mucho tiempo antes de volver a verla. Siete meses, hasta que me depositaran mi aguinaldo junto con mi prima vacacional. Aunque trabajaba en una institución financiera me era imposible pedir un préstamo, ya que mis tarjetas estaban sobregiradas y estaba etiquetado en el buró de crédito por una antigua deuda, por un préstamo personal, que liquidé con ayuda de una bonificación. Le puse el signo de pesos a mi carro, pero nadie quería una chatarra con todas las tenencias y verificaciones vencidas. Por lo tanto, mi plan fue vivir con la frugalidad de un monje tibetano y tener la dieta de un boxeador de peso ligero. Me dirigía al trabajo con la convicción de dar mi mejor esfuerzo para tratar de ganar un bono o me ascendieran y así elevaran el sueldo.

“Al cuarto mes, una vez que di de baja el servicio de telefonía fija, televisión por cable e internet, mis finanzas estaban rebosantes, no así mi cuerpo. Acudí al médico por cansancio y dolor de cabeza crónico. Me dijo que tenía los signos vitales de una anoréxico, a media asta, por una especie de anemia que me había ganado por mis hábitos de asceta. Tuve una semana de incapacidad entre delirios de Mireya y llantos de frustración, ya que el medicamento resultó muy caro y para colmo el precio del dólar estaba en máximos históricos.

“Volví al trabajo con el ánimo por los suelos. Me había resignado a ver a Mireya hasta que la nieve invernal cubriera los volcanes. Será mi regalo de navidad, pensaba para confortarme. Hasta que M, un compañero de la empresa, un Godínez pura sangre, una verdadera maquina orgánica que deliraba con las chicas de la empresa, me dio un leve golpe en la espalda a manera de saludo en el comedor. Es bueno tenerte de vuelta. ¿Si te enteraste? Me preguntó agitado. Si me enteré de qué, M. Le dije con desgano. Del bono anual de productividad ¡Ya lo depositaron! Respondió con su voz alterada por la emoción. ¡Bono! ¡Bono! Repetí. Di dos pasos hacia atrás. Choqué con un tipo y le tiré su comida esparciéndose en todo el piso. Ni siquiera ofrecí disculpas. Le agradecí a M por ser un portador de buenas noticias y emprendí una huida frenética al cajero que se encontraba en la plaza a un costado de la empresa. Había mucha gente. Me encontraba pataleando por la angustia. Por fin tocó mi turno y por la prisa fallé al digitar mi clave de acceso. Respiré hondamente. Tranquilo, tranquilo. Tienes que apretar bien los botones si no quieres revocar la tarjeta y hacer el engorroso trámite de renovarla. Mi corazón estaba rebotando dentro de mi pecho, al ver la pantalla del cajero.

“Media hora después sacaba mi mano por la ventanilla del carro y aventaba el gafete de la empresa. De cualquier forma me iban a echar por abandono de trabajo, deduje. Al pasar por los detectores de velocidad una luz centelleaba a mi alrededor advirtiendo la multa por la rapidez en la que manejaba. Mi viejo auto corría como un bólido con dirección a los volcanes. El motor jadeaba, parecía que la carrocería era jalada por mil caballos en celo de fuerza. Mi corazón martilló al ver las luces en el cielo.

“Antes de llegar tuve un último asalto de conciencia. Me debatí en un acalorado juicio para intentar entrar en razón. Estaba echando mi vida por la borda en un ataque de hormonas. Mireya era una mercenaria que me quería cuanto más dinero tuviera en mi cartera. Su trabajo excluía el amor. Cualquier gesto de afecto era una artimaña de su oficio, únicamente buscaba hincarme el diente. Sin embargo, sabía a lo que me enfrentaba, no la había hallado en una iglesia. Encontrar una chica sincera en el teibol era tan difícil como ver un vientre plano en la empresa. Seguramente iba a quedar desempleado por abandono de trabajo, en la bancarrota, por una demoniaca que conocí en el inframundo. Bueno, si esta es una franquicia del infierno y ella una embajadora del diablo no me importa. Me la juego. Que me quemen por hereje si es necesario, finalmente deliberé. Y… y…

–¿Y luego qué, amigo?

–Lo siento, a partir de este momento me cuesta seguir con la historia. Cómo me hubiera gustado contarle que llegué al congal con la misma agitación con la que se llega al verdadero paraíso, encontré a mi Lilith poblana y aventando fajos de billetes en la cama tuvimos otra noche hedónica. Sin embargo, lo que vi me dejo mudo. Sentí una descarga eléctrica que acalambró todo mi cuerpo hasta llegar a mi falo. Mi anhelo de ver a Mireya se vio hecho cenizas por las llamas de la mafia. Al llegar a El Paraíso todo estaba en ruinas, lleno de cochambre. Únicamente había una careta de payaso derretida en lo que quedaba de las puertas del lugar. El Paraíso había sido incendiado por el crimen organizado por no pagar sus cuotas de seguridad, además habían acribillado al administrador y al dueño del lugar. Me pasé un día preguntando adónde habían ido las mujeres del establecimiento, pero nadie pudo siquiera darme una pista.

“En este mundo occidental no hay nada que un buen tono de arrepentimiento no pueda remediar. Volví a mi trabajo a renunciar, pero le inventé una historia igual de trágica a mi jefe para que me dieran el 100% de mi liquidación. Le pedí prestado a todo mundo y emprendí el viaje en busca de Mireya. Así es como voy en busca del nuevo Paraíso, de putero en putero hasta hallar el amor de mi vida. Viajo con esta mochilita donde guardo dos mudas de ropa, lubricantes, condones y juguetes sexuales que pienso usar con Mireya cuando la encuentre. ¿Quiere verlos?

–No, no, no. Gracias, amigo, gracias.

–¿Sabe?, gracias a ella he tenido uno de los episodios más felices de mi vida, pero ahora voy por todo, quiero el final feliz. Así es como he llegado hasta aquí, a la ciudad calurosa de Mexicali guiándome por vagos rastros de ella. Mañana partiré a Tijuana y si es necesario cruzaré ilegalmente a Estados Unidos. Haré todo lo que sea por encontrarla. En días como estos flaquea mi voluntad y me dan ganas de regresar a casa a reanudar mi vida de oficinista, pero, ahora que cuento mi historia, siento que he hecho mucho para llegar con las manos vacías.

–No te rindas amigo. Estoy seguro que la encontrarás

–Gracias por los buenos deseos, señor. Bueno pues terminé mi historia y terminé mi último vaso. ¿Cuánto le debo por los tragos, señor?

–No es nada, amigo. La casa invita. Mucha suerte en tu búsqueda.

 

 

M.Mont

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