Un bote se mantiene a la deriva en medio del océano. Su movimiento oscilante, sin embargo, no lo conduce a ninguna parte. A su alrededor sólo se comprueba la existencia de incontables kilómetros de agua: ha zarpado hace tres días desde algún punto de África para dirigirse a Europa, pero las fuerzas que lo movían ya no dan abasto y su estructura se mece sin sentido, a la espera de un rescate que quizás nunca llegue. La superficie del bote alberga un número indeterminado de personas que escapan, por distintas razones, de una realidad espantosa: mujeres, hombres, niñas y niños tratan de acomodarse para que el viaje no sea una tortura más. Pero es imposible. No hay lugar para tanta gente en esa balsa miserable que va camino a la desesperanza.
Los ancianos resignados han elegido quedarse en Libia, Siria, Egipto, Argelia. La mayoría prefiere ceder su lugar a sus conciudadanos más jóvenes, porque todavía tienen una vida por delante. Los ayudan a subir a esos botes que muy pronto se sumen en la desorientación. Muchas de esas vidas no vuelven a pisar tierra, y si lo hacen suele ser dentro de una bolsa, cuerpos exánimes.
El Mediterráneo ha tenido históricamente dos caras. Por un lado, desde la comodidad de nuestros escritorios se nos antoja como un destino paradisíaco, una confluencia de aguas tranquilas que invitan al descanso, a la contemplación. Abrimos una revista y en sus páginas encontramos distintos paquetes turísticos que ofrecen lujosos cruceros por la zona, que recorren las interminables parábolas de la costa italiana, española y francesa. Muchos de esos barcos se internan bajo el despejado cielo del mar Adriático, entre Italia y Croacia, mientras otros se detienen en las edénicas playas de las islas griegas, ahí donde alguna vez descansaron los césares. Es un territorio domesticado, claramente demarcado por la cartografía moderna.
No siempre es así. También es posible imaginar ese mar como un enorme cementerio en cuyo fondo se hospedan los cadáveres de millones de personas que alguna vez sucumbieron ante la autoridad de sus aguas. Ya Homero, cientos de años antes de la llegada de Cristo, cantaba las proezas de los ejércitos antiguos que navegaban de un lugar a otro persiguiendo la gloria, ya sea defendiendo los intereses de su propio pueblo o buscando la salvación personal a través de un sacrificio, una inmolación frente a los dioses después de un acto heroico. La “Odisea” narra el tortuoso regreso de Ulises a su país natal después de combatir en la Guerra de Troya: diez años luchando, diez años viajando de vuelta a donde estaban su mujer y su hijo, la hermosa isla de Ítaca. Situada en el populoso mar Jónico, un brazo del Mediterráneo, Ítaca simboliza todo lo que en ese universo de agua es al mismo tiempo sufrimiento y bienaventuranza.
Después de Ulises son muchos los que se han aventurado en las corrientes mediterráneas, pero hoy, cuando la crisis azota cruelmente a los países de África y el Medio Oriente, no todos tienen la suerte de volver a su hogar, ni mucho menos la de encontrar una nueva tierra donde volver a diseminar sus raíces. Si es que el bote no fracasa o si sobreviven al naufragio, los migrantes están muy lejos de encontrar la prosperidad en el territorio que los recibe. Muchos de ellos permanecen en el limbo administrativo que es ser considerado un refugiado.
De acuerdo a la Agencia de la ONU que se encarga de esos asuntos (la ACNUR), un refugiado es una persona que “debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentre fuera del país de su nacionalidad y no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera acogerse a la protección de su país; o que careciendo de nacionalidad y hallándose, a consecuencia de tales acontecimientos fuera del país donde antes tuviera su residencia habitual, no pueda o, a causa de dichos temores no quiera regresar a él”. Eso es un paso, pero no es algo que asegure demasiados beneficios a la persona afectada: la condición de refugiado no quiere decir que el país al que han llegado los reciba con los brazos abiertos. En muchos casos es todo lo contrario: la nueva ola de nacionalismos europeos ha hecho que el recibimiento de inmigrantes se haya estancado, y estas personas se hunden en la indeterminación de permanecer en un campamento provisorio que apenas tiene las condiciones básicas para sobrevivir. Por acuerdos internacionales, los refugiados en teoría debieran gozar de los mismos derechos que cualquier residente extranjero legal posee, pero en la práctica esto no acontece.
Luego de sobrevivir al hundimiento de la embarcación, los refugiados zozobran en una amarga e incierta existencia. Quizás no son uno de los 619 migrantes que mueren en el mar cada año (lo que ha llevado a algunos a calificar esta zona como una verdadera fosa común), pero cabe preguntarse si acaso una eternidad en las profundidades no es mejor que una vida en un destierro miserable.
Esta permanente fuga de africanos y asiáticos hacia las costas europeas ha traído otro problema, que se suma a la crisis humanitaria de los refugiados, que ya en sí misma es grave. Se trata del conflicto producido por las organizaciones de rescate, cuya misión es prestar ayuda en los accidentes que se desarrollan en el Mediterráneo. Mientras ningún gobierno se hace realmente cargo del asunto (a menos que el hecho sea muy cerca de su territorio), la acción de estas organizaciones es fundamental para que la cifra de muertos no aumente. Pero además estos organismos se enfrentan a batallas legales ya en altamar: ¿adónde deben conducir a los migrantes que han recogido en el mar? ¿De vuelta a sus países o al lugar de destino al que aspiraban los naufragados? Cuando llegan a puertos europeos, no pocos rescatistas han tenido que lidiar con injustas acusaciones de tráfico de personas por el sólo hecho de salvar a alguien que se estaba ahogando. Instituciones como Proem-Aid o Proactiva Open Arms se encuentran en una verdadera encrucijada.
Y no sólo eso. También es conocida la iniciativa de la Unión Europea de contratar guardacostas libios que impidan la salida de los botes con navegantes ilegales. Armados y con una prepotente actitud frente a quienes quieren escapar, los guardacostas también representan una amenaza para las naves de rescate. Los intimidan, puesto que su tarea es, por un lado, impedir que sus propios compatriotas abandonen el país y, por el otro, que las fronteras marítimas de Occidente no se vean desafiadas por los, así llamados, indocumentados del norte. Se comportan como verdaderos piratas.
Mientras decenas de embarcaciones naufragan mensualmente en el Mediterráneo, los países europeos destinan más fondos a la vigilancia y el control de sus fronteras.
Source: UPSOCL