Noticias TLN ¡Hombre al Desnudo!
Conmoción en Colonia Tesoro: Un hombre de aproximadamente 30 años fue captado mientras caminaba desnudo en la avenida principal, al parecer sin rumbo fijo. Se desconoce la identidad de la persona y por qué caminaba sin prenda alguna ante las miradas atónitas de conductores y peatones…
Acabé mi relación con Raquel cuando me dijiste que estaba pisando terrenos peligrosos, Montano. Un día cualquiera con el aburrimiento del trópico iniciamos una plática en una red social. Raquel me preguntó acerca de mi estado, con la necesidad de preguntarle lo mismo para que se desahogara. A partir de ahí hubo un contacto rutinario. Nos despertábamos con mensajes de buenos días, afrontábamos los sinsabores del día con palabras de ánimo y dormíamos deseándonos dulces sueños. Los fines de semana no soltábamos el celular para escribirnos sobre el tedio, las adversidades y alegrías. No sé en qué momento llegaron las pláticas dilatadas a viva voz, donde exponíamos todo tipo de intimidades que hacían más fuerte la sujeción. Al notar el apego me ordenaste que la apartara de mí.
Raquel me invitó a una fiesta en la cual iban a estar todas sus amigas y compañeros de trabajo. Al saludarme me dijeron: “No hace falta que te presentes: sabemos todo de ti. Raquel nos lo ha dicho todo”. La miré y ella me dedicó una tierna sonrisa ladeando la cabeza. En seguida agregaron al ver los regalos que tenía para ella: “Mira que consentidita la tienes”. Cuando fuimos a recargar la dotación de cerveza, en el elevador, la tomé del talle para besarla. Sólo quería un beso, saborear sus labios. Se desprendió de mí cuando sonó la campanilla al abrirse la puerta del elevador. La miré con un cariño mudo de nostalgia anticipada: sabía que era un beso de despedida. Entramos a la casa. Las luces estaban apagadas. Todos bailaban un ritmo caribeño formando una rueda en el centro de la sala. Prendí la luz. Me acerqué al estéreo y lo apagué. “¿Quién puso esta música de retrasados?”, grité. Sabía que la música la había seleccionado Viridiana, la mejor amiga de Raquel, quien al ser mayor que ella, cumplía el rol de madre protectora. Todos pensaron que estaba bromeando y para que se notara la seriedad del asunto tiré el estéreo con todo y mueble. Al acercarse Rodrigo, el mejor amigo de Raquel, lo recibí con un puñetazo en la barbilla. “¿Estás pendejo o qué? ¡Lárgate!” Injurió Viridiana mientras abría la puerta. Para coronar mi papelón aventé a Raquel al piso al querer retenerme. Los ojos de rabia de Viridiana se encendieron al escupir en sus pies cuando me retiré. Tuve que caminar hasta mi casa, acompañado sólo por mi sombra que se alargaba pegada a mis pies.
El vínculo se había roto. Al agraviar a Viridiana, Raquel estaba obligada a secundarla por la obediencia maternal que le profesaba. Si no lo hubiera hecho Raquel hubiera olvidado el incidente echándole la culpa a la botella de Fernet que llevé a la fiesta.
Esa noche inauguré un recurrente ejercicio de expiación. Con una navaja me grabé en el muslo la letra inicial del nombre de Raquel.
–¿Qué no vas a venir por tu botella? –Me escribió días después de un silencio doloroso.
–No. Ya ves cómo me pone. Regálaselo a tu peor enemigo. –Me obligaste a responderle, Montano. Cuando por dentro me desmoronaba de vergüenza. Y aunque me negaste hacerlo no logré resistirme a ofrecerle una disculpa.
–Te perdono, sé que tú no eres así.
Era sincero su perdón, pero eso no significaba que se conciliara con mi persona y ocasionara que se extinguieran sus mensajes gradualmente.
Te mantuve tranquilo, Montano. Me había comportado con la integridad o, mejor dicho, con el aislamiento necesario para mantenerte a raya, hasta que se presentó Alejandra. Con ella construí un vínculo a partir saludos, mensajes, audios, fotos y se fortificó después llamadas nocturnas de largo aliento, donde ventilamos confidencias. Cierto día, al levantarme después de una de esas conversaciones de desvelo, no me pude contener de escribirle un mensaje cariñoso: “No sé por qué, pero hoy amanecí con ganas de decirte que te quiero”. No recibí respuesta. Ella jamás correspondió mis gestos de cariño, pero su belleza y gracia eran peligrosas para ti. Y un día al descubrir un viaje a hurtadillas con ella me ordenaste que la alejara. ¿Cómo imaginé que podría planear algo a tus espaldas, Montano? Si eres un espía de mi mente, centinela de mis actos.
Era un lazo fuerte el que me unía a Alejandra, tal vez superior al de Raquel, pero no tuve el valor de contradecirte. Ella era una mujer de resoluciones prácticas, no era necesario golpear a alguien, o destruir algo para apartarla. Alejandra no toleraba a los hombres desvalidos por el cariño que le tenían. Su vulnerabilidad ante ella hacía que los excluyera. Pertenecía a la generación donde se hace un gran esfuerzo para que nada de nuestro exterior denote nuestro interior, donde es imperante guardar emociones y sentimientos que expongan debilidad. Empecé a beber desde temprano para tener los arrestos para ejecutar el plan. Lo hacía con un temblor de arrepentimiento preconcebido. En un restaurante japonés abrí una galleta china que no contenía un mensaje de fortuna, tomé un último sorbo a mi cerveza antes de perder el juicio y Alejandra, con una torpe confesión de amor. El tener que rechazarme la incomodó. Yo reaccioné de manera autocompasiva. Alejandra, como cualquier chica ambiciosa, quería a su lado a alguien que le despertara admiración, no conmiseración. Tal vez trate de timarte, Montano, autoengañándome. En el fondo buscaba ser correspondido por Alejandra y con ella a mi lado desterrarte de mi mente. Por eso el rechazo me dolió. En una escena infantil la recriminé, la ofendí, e intenté humillarla, cuando en realidad lo que pisoteaba era el concepto que ella tenía de mí persona. Creí que con su carácter combativo agrandaría el conflicto, en cambio, se defendió con su arma predilecta, la indiferencia. Con entereza guardó silencio, seguramente de decepción. Volví a casa con la sensación de estar desollado. Antes de llegar escuché unos pasos a mis espaldas, me volví con la esperanza de que fuera alguien, pero estaba equivocado sólo me acompañaba el cigarro que me fumaba.
Unos días después en un audio me preguntó, con voz un tanto afligida, cómo me encontraba.
–Nunca termino de conocerte. Pensé que me ibas a retirar tu palabra definitivamente. Discúlpame, Ale. –Respondí con mi voz rebotando en la caverna de mi cuarto, mientras me vendaba las piernas.
Su respuesta fue un “Te perdono” seco y compasivo. Pero sabía que habían desaparecido los sentimientos que alguna vez desperté en su corazón.
Las disculpas e indultos no importan, al igual que con Raquel el daño estaba hecho. Me quité la venda y empecé de nuevo a tasajearme los muslos. Hice las paces contigo Montano, pero los lazos afectivos con Alejandra se habían roto. Tal vez no fue un drama épico, sin embargo, aunque yo mantuviera el mismo comportamiento el de ella ya nunca sería igual.
En la empresa nadie me dirigía la palabra a partir de una pelea que ocasioné en la fiesta de fin de año. Me hablaban sólo para temas relacionados con el trabajo, no me decían ni salud cuando estornudaba, escuchaba desde mi asiento las celebraciones que hacían en la cocina y no me ofrecían algo cuando iban a la máquina de dulces, excepto Manuel. Él era el único que llegaba a saludarme en el rincón de mi lugar, comía conmigo y me esperaba al salir para tomar el autobús juntos. Cuando era muy notorio el rechazo de los demás se acercaba para platicar conmigo. Manuel se fue de vacaciones y me encargó a su mascota. Una gata que le habían regalado hace poco tiempo y ya se había ganado su cariño.
Los días que la cuide fui atento con ella. Cuando Manuel me escribió para preguntar por su estado le contesté “Me la voy a quedar; es una excelente compañera”. La alimentaba, cepillaba y me daba el tiempo para jugar con ella. Eso era lo que encendía tu rabia, Montano: mis inusuales atenciones con la gata. Sentía tu enojo al cargarla, acariciarla y entusarle los bigotes.
Una noche antes del regreso de Manuel salimos de control, Montano. Estaba un poco ebrio. Me acosté. Un sentimiento de miedo me invadió. Aprecié como alguien se subía a la cama, se escabullía entre las sabanas, como los resortes del colchón se hundían por su peso. Sabía que eras tú. Tenía terror de pararme y verte de frente. Apreté con fuerza mis parpados y no tuve el coraje de abrirlos ni cuando trepabas por mis pies y te introducías en mi interior. Escuché el maullido de la gata, sus pisadas acercándose, hasta llegar a acostarse en mi regazo. Tal vez fue ese contacto físico, al que no estaba acostumbrado, el que te alteró. Tu rabia se desató al sentir el ronroneo sobre mi pecho. La agarré del pellejo de su lomo y la aventé con todas mis fuerzas contra la pared. Fue de tal ímpetu que me quedé con un mechón de pelos en mi mano. La gata cayó aturdida. Al querer levantarse, para que no se escapará, le aventé la botella de ron que tenía al costado de la cama. El golpe fue tan certero que después de pegar en su vientre la botella salió rodando sin romperse. Para asegurar su inmovilidad la patee en la cabeza. Sonó el golpe blando de mi pie en su cabeza y hueco al rebotar su cráneo contra la pared. Para terminar la labor la tomé de sus patas, la metí a la lavadora, la cerré y la eché a andar mientras escuchaba sus chillidos de súplica. Me deslicé por la puerta de mi cuarto hundiendo mi cara entre las manos. Me limpié los mocos con la playera y dejé que corrieran las lágrimas por mi rostro al escuchar el motor de la lavadora funcionar. Lo pocos lapsos que logré dormir esa noche soñaba que la gata entraba al cuarto, se agitaba para sacudirse el agua, se lamia sus heridas y se revolvía entre mis piernas.
Al siguiente día la saqué de la lavadora aún arrasado en lágrimas. Con su pata húmeda me esforcé para grabar con la garra su nombre completo en mis piernas.
Se acercaba la hora de que llegara Manuel. Me intimidaba su reacción y acabé con la botella de ron para afrontarlo. Le iba a decir que la gata había desaparecido, tal vez se había escapado, pero por respeto a él y a ella cuando tocó a la puerta le dije: “Tengo malas noticias. En serio lo siento, Manu.” Le entregué al felino escurrido entre mis manos como si estuviera deshuesado, con los ojos cubiertos por una mica opaca, con el cabello lustroso y la lengua colgándole del hocico. Manuel cortó su respiración, palideció, tomó al animal, clavó sus ojos en los míos. Bajé la mirada y balbució: “Eres un pendejo. Confiaba en ti.” Me dio un golpe en el estómago. Me sacó el aire y me arrodillé tratando de jalar aire por la boca. Antes de irse me soltó una patada en las costillas. Jamás me dirigió la palabra otra vez. En el trabajo me convertí en un proscrito. Supuse que Manuel comentó lo que había pasado con su mascota. Ellos ya no me veían con indiferencia, sino con miedo.
No puedo crear vínculos, Montano. Siempre estas acechándome, oculto en las grietas de mi cerebro, vigilando mis movimientos. Hago todo para mantenerte satisfecho. Cuando entablo una relación pienso en que escena voy a montar para enemistarme. No puedo controlarme. Esa se ha vuelto mi naturaleza: el sentirme, el creerme perverso, una mala persona, sin remedio alguno. Me he puesto una careta fija con la mueca de la maldad. Siento vergüenza de mí mismo. No soy digno de compartir tiempo con alguien, ni con una mascota. Experto en el arte del arrepentimiento cumplí con el objetivo de la culpa: degradarme hasta sentir que no valgo nada. Así nadie desearía estar a mi lado. Soy un marginado por propia mano.
Las letras han perdido su significado en mis piernas, empalmadas unas sobre otras. Mis heridas brillan en la oscuridad, Montano. Iluminan mi soledad, son tatuajes fosforescentes que historian mi terror por ti. Son cicatrices que se abren al recordar las fechorías que realicé. Me convertiste en un paria aislado en una prisión psicológica, en esta auto tortura por nuestra asociación delictuosa donde yo siempre soy el juzgado, para pagar la condena de estar únicamente contigo. Ese fue tu triunfo, ese es fue mi castigo. Pero ya no aguanto, Montano, quiero aniquilarte y pertenecer a un círculo social, el que sea, sin escuchar tus regaños. Pensé en escaparme a un circo para ser un espectáculo menor, o exponerme en una instalación, donde el concepto sea la vergüenza y mis heridas sean los rasguños en las paredes de la soledad, o simplemente ser un cínico para que nada me importe. Pero se me ha ocurrido algo mejor, hoy montaré la última escena para ser parte de un grupo y escribiremos en mi cuerpo el punto final a este drama.
…El hombre caminaba trastornado con signos de deshidratación e insolación. Mostraba diversas cicatrices en las piernas, con el torso mutilado con cortadas recién hechas que formaban la palabra “Montano”. El hombre se desvaneció y se dio aviso a las autoridades competentes.