La semilla de esta historia de rebelión, sangre y muerte… empezó del mismo modo.
En San Petersburgo, el domingo 22 de enero (fecha del calendario juliano vigente entonces en Rusia), 200 mil trabajadores desarmados llegaron hasta el Palacio de Invierno del zar Nicolás II para entregarle un pedido: salario más alto y mejores condiciones de trabajo, contra la miseria de la paga y las brutales reglas laborales: por caso, no menos de catorce horas diarias.
El zar no estaba: gozaba del fin de semana en su mansión de campo. Y su tío, el gran duque Vladimir Aleksándrovich, lejos de recibirlos y de respetar los íconos religiosos que muchos elevaban en son de paz, ordenó a la guardia abrir fuego…
El recuento erizó la piel y sumió en luto a la ciudad: 200 muertos (entre ellos, mujeres y niños), y 800 heridos.
La matanza abrió de par en par las puertas de la llamada “Revolución Bochevique de 1905″: un año de huelgas, motines, represiones, elevación a líder de Vladimir Lenin (Vladimir Ilich Uliánov), y aunque fracasada en ese primer intento, preludio de los diez días de noviembre de 1917 que conmovieron al mundo y fundaron el comunismo: 70 años de feroz dictadura que se derrumbó al mismo tiempo que los bloques de cemento del Muro de Berlín…
El Potemkin
Ocho años antes de la masacre de 1905, por decisión del vicealmirante Pilkin, jefe del Estado Mayor de la Armada Rusa y comandante de la Flota del Mar Negro, el 27 de diciembre de 1897, en el astillero de Mykolaiv, empezó la construcción de un monstruo de los mares: el acorazado Potemkin, bautizado así en honor de Grigori Potiomkin, príncipe de Táurida, militar, político… y amante de Catalina II.
Botado el 9 de octubre de 1900 y llevado al puerto de Sebastopol dos años después para poner a punto su armamento, su poderío imponía terror: largo (eslora), 115 metros, manga (ancho) 22 metros, blindaje de acero cementado Krupp –apellido del fabricante de armas y magnate alemán Gustav Krupp–, 40 cañones de diferentes calibres, cinco tubos lanzatorpedos, más de 20 mil proyectiles en su santabárbara, una velocidad máxima de casi 30 kilómetros por hora, 26 oficiales, y 705 tripulantes entre marineros rasos e infantes de marina.
Sin embargo, entraría en la historia, la leyenda y el mito por algo ajeno a sus posibles batallas en la guerra ruso–japonesa (1904 a 1905), y las que siguieran…
La rebelión
El 27 de junio de 1905, el Potemkin se aprestaba a una práctica de tiro cerca de la isla Tendra, frente la costa de Ucrania. Pero antes, a la hora del rancho (la comida), varios marineros se negaron a comer borsch, una sopa de remolacha con carne…, porque la carne estaba podrida y cubierta de gusanos.
El segundo de a bordo, odiado por su crueldad, los amenazó, y ordenó cubrir con una lona una parte de la cubierta, y formar en posición de ataque a infantes de marina armados.
Fue, para los amotinados, una clara señal de fusilamiento en masa: la lona impediría que la sangre ensuciara la cubierta, y luego sería una mortaja colectiva para los cadáveres, envueltos y arrojados al mar: una práctica común en motines semejantes…
Al grito del marinero Grigori Vakunlinchuk, uno de los líderes de la revuelta –el otro fue Atanasio Matushenko–, todos cargaron contra los represores, mataron a siete oficiales y al capitán (Yevgueni Gólikov), Guiliarovsky hirió de muerte a Vakunlinchuk, y tomaron el acorazado.
Un comité de 25 marineros eligió a Matushenko para que capitaneara la nave, y decidió poner rumbo a Odessa con una bandera roja ondeado a todo trapo.
Llegaron a puerto a las diez de la noche de ese mismo día, mientras en la ciudad –coletazo de la Revolución de 1905– había huelga general, disturbios, policías refrenando los focos más violentos. Un caos que llegó a la piel de los marineros del Potemkin…, que quisieron desembarcar para plegarse a los huelguistas, pero a último momento prefirieron esperar la llegada de otros acorazados de la flota. Mientras, una gran parte de la ciudad fue destruida por un incendio…, y en la tarde del 29 de junio se desataron todas las furias. El doloroso funeral de Vakunlinchuk se convirtió en una furiosa manifestación política, el ejército intentó detener a algunos marineros, y en respuesta, dos cañonazos del Potemkin cayeron sobre un teatro, minutos antes de que empezara una reunión de militares zaristas listos para planear la defensa de la ciudad. Los proyectiles no dieron en el blanco, pero agravaron el clima de violencia…
El capítulo final
El motín del Potemkin fue intolerable para la ceguera del zar Nicolás II, responsable directo –y años más tarde, víctima mortal, con toda su familia– de las muertes obreras y campesinas de 1905.
Ordenó mandar dos escuadrones con una orden extrema: rendición o hundimiento. En la mañana del 30 de junio, el Potemkin zarpó para unirse a los tres primeros acorazados buscando apoyo, pero sus capitanes no lo defendieron ni lo atacaron: pusieron proa hacia su puerto.
El segundo escuadrón, formado por los acorazados Rostilav y Sinop, llegó esa misma al mando del vicealmirante Aleksander Krieger, comandante de la flota del Mar Negro, que exigió la rendición de los amotinados.
Instante histórico: el Potemkin no se rindió, zarpó, avanzó entre las dos naves esperando lo peor (cañoneo y a pique)…, pero los marineros del escuadrón ¡se negaron a disparar contra sus hermanos!
Pero el acorazado apenas tenía agua, comida y carbón. Sus marineros lo llevaron al puerto de Feodosia, Crimea, pero el gobernador sólo aceptó darles comida. Un comando de marineros trató de robar algunas barcazas cargadas de carbón –único modo de seguir viaje–, pero la guarnición del puerto los emboscó, mató a 22 de los 30, y el Potemkin –con su destino marcado– llegó a Constanza a las once de la noche del 7 de julio. Rendición inevitable. Matushenko, en un desesperado y último acto, mandó abrir las válvulas para hundirlo…, pero fue reflotado rápidamente.
Fin de la epopeya. En octubre, el nombre Potemkin fue cambiado por Panteleimón, en honor a San Pantaleón. Combatió contra el Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial. Con su último nombre, Boréts za svobodu, fue desguazado en 1923, y desapareció de la lista de buques rusos recién el 21 de noviembre de 1925.
La película
Desapareció de esa lista, pero no de la memoria, y mucho menos de la épica. Porque en ese mismo año que el acorazado murió en la lista del poder ruso en el mar, un genial director de cine, Serguéi Eisenstein (1898–1948), estrenó su film El acorazado Potemkin, mudo, blanco y negro, 77 minutos.
Un prodigio de guión –también del director y de Nina Agadzhánova–, ocho protagonistas principales, que no sólo exalta el Caso Potenkim como antecedente indiscutible de la Revolución Rusa de 1917: a 93 años de su estreno en el Bolshoi, sigue considerada como una de las diez más grandes obras del celuloide mundial.
Está dividida en cinco episodios: Hombres y gusanos, Drama en el Golfo Tendra, El muerto clama, La escalera de Odessa, y Encuentro con la escuadra.
Prodigio de montaje, creada para recordar el vigésimo aniversario de la Revolución Rusa de 1905, y más allá de su claro y tantas veces repetido mensaje por todas las formas del arte: (el hombre común y oprimido que decide romper sus cadenas), contiene –y por sí sola justifica– una escena tan estremecedora como inolvidable: la escalinata de Odessa.
Con el Potemkin anclado en ese puerto después de su motín, los soldados disparan y los cosacos cargan a sablazos contra la muchedumbre que está en los peldaños más altos, para dispersarla y segar el apoyo de los marineros a la huelga general.
De pronto, una mujer –una madre– alcanzada por una bala mientras corre llevando a su bebé en un cochecito, cae, y las ruedas van bajando por la escalera con una cadencia y un suspenso que corta la respiración. Es imposible describir las sensaciones con palabras: hay que ver el film. Una y cien y mil veces…
Después de su estreno, el milagro Potemkin –no es arriesgado calificarlo así– fue exhibida en los Estados Unidos, en Alemania con cortes –y prohibida bajo el régimen nazi–, y prohibida también en España, Gran Bretaña, y Francia “por su contenido revolucionario“. Y soportó cortes en l misma Unión Soviética según quien fuera el amo de turno en el Kremlin…
Pero como todas las obras inmortales de cualquier arte, pudo con todo y contra todo.
Tanto, que recibió el mayor de los homenajes: ser recreada por Francis Ford Coppola en El Padrino, Brian de Palma en Los Intocables –la versión más perfecta–, Woody Allen en Bananas, Terry Gilliam en Brazil, Peter Segal en La Pistola Desnuda 33/1/3, … y hasta en dos episodios de Los Simpson.
Mensaje al lector: si no la vió (no importa su edad), ha perdido una de las más grandes emociones de las que sólo es capaz el cine.
Está en todas las plataformas que existen hoy: es de dominio público.
Y dura 77 minutos: menos que un partido de fútbol. Sobre todo uno de esos partidos para el bostezo…
Queda invitado.
Source: Infobae