No venía a Lima hacía poco más de tres meses. Vinimos en marzo a celebrar el cumpleaños de nuestra hija, que adora a sus primos. Todavía era verano, aunque ya habían comenzado las clases escolares. No fue un viaje del todo feliz, porque tuve ciertas desavenencias con mi madre, quien me amonestó severamente por una columna que escribí, aludiendo a un hermano millonario, con fama de playboy, que había embarazado a su novia, la hija de un general de la policía. Mi madre me conminó que dejase de escribir cosas inspiradas en la familia. Me dijo que la había avergonzado ante la familia del general. Me pidió que les ofreciera disculpas al general y a su hija. Consternado, le dije que estaba pidiéndome cosas imposibles de cumplir.
Una vez más, me atormentaron ciertas preguntas de índole moral que me han angustiado desde mi primera novela, “No se lo digas a nadie”, hace veinticinco años: ¿El escritor tiene derecho de usar su vida, y las vidas de quienes lo rodean, para, a partir de ellas, tratar de hacer arte? ¿A quién pertenecen las historias, al escritor o a sus parientes, al escritor o sus amantes, al escritor o sus amigos? Puesto a escoger, ¿el escritor debe elegir el arte o el honor, el arte o el pudor? El arte y el pudor, ¿son aspiraciones reñidas en sí mismas? ¿Se puede ser un buen escritor siendo, ante todo, un hombre honorable y pudoroso, o esas virtudes lastran, devalúan el arte? Si lo que escribes le disgusta a tu madre, les molesta a tus hermanos, les mortifica a tus amigos, ¿debes continuar escribiendo esas cosas que te condenan a la soledad y al ostracismo? ¿Es todo un escritor un espía, un felón, un delator? ¿No son acaso las mejores historias las que provienen de los conflictos sentimentales y familiares, de la intimidad más torturada? ¿No es una verdad en apariencia irrefutable que la felicidad no enciende la llamarada del arte y más bien la apaga? Entonces, ¿publico lo que le gusta a mi madre, o lo que me gusta a mí? ¿No seré capaz, algún día, de escribir algo que nos guste a ambos, a mi madre y a mí? Por lo visto, y llevo quince novelas publicadas, todavía no he sido capaz de sortear tan ardua prueba ética y estética: escribir un texto con aspiraciones literarias que mi madre apruebe con entusiasmo y que, al mismo tiempo, me parezca estimable, publicable. Todo lo que a mí me perturba, me seduce, me fascina literariamente, es precisamente lo que ella quisiera censurar.
Me dolió muchísimo que mi madre me dijera, hace casi veinticinco años, que mi primera novela, “No se lo digas a nadie”, le había parecido “una basura”, pero no me sorprendió del todo, conociendo su fanatismo religioso y su aversión o fobia al amor entre hombres, un prejuicio del que, me temo, ya no podrá sacudirse, emanciparse. Tampoco me sorprendió que le disgustasen novelas como “Fue ayer y no me acuerdo”, y “La noche es virgen”, ambas de profunda sensibilidad gay. Pero aun ahora me entristece recordar que también le molestaron dos novelas que yo, tan cándido, pensé que podrían gustarle: “Los últimos días de La Prensa”, en la que uno de los personajes más entrañables está inspirado en su padre, el hacendado despojado de sus tierras por un dictador militar, y “Yo amo a mi mami”, una novela que recupera los años inmortales de la infancia, en la que no hay sexo ni drogas, y que le molestó porque, según me dijo, yo había tenido la osadía y el mal gusto de burlarme de una de sus mejores amigas, la señora del “trasero oceánico”, que venía a la casa a jugar unos partidos de frontón harto hilarantes, pues la pelotita rara vez golpeaba la pared y más frecuentemente terminaba en el campo vecino a la casa, vaya el jardinero a recogerla.
Mi padre, que en paz descanse, y mi madre, una santa, han sido enemigos históricos de mi carrera literaria, y no han desmayado en tratar de obstruirla, sabotearla, menospreciarla. Por puro machismo, y por pensar que cualquier tentativa de expresión artística era sospechosa de ser una mariconada, mi padre despreció siempre mis libros y hasta mis primeras columnas “Banderillas”, publicadas en el diario “La Prensa” de Lima los años 1982, 1983 y 1984, al punto que me exigió que firmase con mi apellido materno, porque Jaime Baylys era él, no yo. Muchos años después, me temo que se resignó a que él era más bien el papá atribulado de Jaime Baylys, el niño terrible con fama de ser del otro equipo, qué chiste, menudo castigo el que le tocó. Por la neblina espesa que el fanatismo religioso disemina en el aire, un velo blanco y humoso que impide ver la realidad tal cual es, y porque sus tutores morales del Opus Dei han elegido siempre los libros que ella debe y no debe leer, mi madre ha detestado todos mis libros sin excepción, y ha tratado de no leerlos, y cuando lo ha intentado, entiendo que los ha dejado con arcadas, profundamente abochornada de su hijo, el escribidor vicioso, pecaminoso.
Soy, entonces, un escritor a pesar de mis padres, o contra mis padres, o en oposición a ellos, o en guerra perpetua y sin cuartel con ellos, y cada libro es un pequeño motín, una sedición acalorada, un acto de rebeldía moral: la literatura es fuego, proclamó Vargas Llosa en agosto de 1967, en Caracas, al recibir el premio Rómulo Gallegos, y en mi caso la literatura es una fogata ardiente, crepitante, que no cesa.
¿Y por qué, en lugar de volcarte creativamente a la familia, a los conflictos de la familia, de tus padres, tus hermanos, tus tíos extravagantes, no escribes sobre grandes personajes históricos, ya fallecidos? ¿Por qué no haces como Vargas Llosa, y dejas de escribir sobre tu padre, y das tregua a tus parientes, y escribes sobre un dictador, una rebelión en el imperio brasilero, una feminista, un pintor? ¿Eres incapaz de hacer literatura desapegada de tu propia vida? ¿Tan pobre es tu imaginación que no te atreves a maliciar una ficción completamente extranjera a tu biografía? ¿No podrías escribir una novela sobre la vida de los otros, especialmente de personas famosas que no conociste y ya murieron? ¿Tienes que insistir en saquear o vampirizar las historias de tu familia, tus amigos, tus amantes? Todas mis novelas son visceralmente personales, impúdicamente confesionales, mórbidamente suicidas, salvo dos, que, desde luego, tampoco le gustaron a mi madre: “La mujer de mi hermano”, que bien puede ser mi peor novela, o la más cursi, porque los personajes, de tan fabulados, me salieron un poco de cartón, y “El cojo y el loco”, un librito delirante y guerrillero, procaz y pistolero, que no roza tan siquiera mi propia vida, y que, por suerte, me sigue gustando.
No puedes decirle a un pintor: no pintes nunca un autorretrato, no pintes a los grandes amores de tu vida. No puedes decirle a un cineasta: no hagas una película sobre tu infancia, o sobre tu primer amor. No puedes decirle a un músico: no compongas una canción inspirada en tus sentimientos, en tus peripecias vitales, en tus pasiones contrariadas. No puedes decirle a un poeta: todos tus versos deben ignorar tu vida, ser ajenos a ella. No puedes decirle a un artista: te prohíbo que hagas arte a partir de tu vida, y de las vidas de quienes te han acompañado. No puedes decirle a un creador: todo lo que conoces, lo que has vivido, lo que ha quedado grabado en tu memoria y tu corazón, no podrá ser usado como combustible para encender el fuego eterno del arte. Cualquiera que diga eso ignora la naturaleza misma del arte.
Llevo años escribiendo una novela, titulada “La sagrada familia”, que recrea, con las licencias y los desafueros de la ficción, la historia de mi familia, de mis abuelos y mis padres, mis hermanos y mis primos, mis tíos y mis sobrinos. Es un libro voluminoso, desmesurado, de casi mil páginas, que no acaba nunca, porque los conflictos de la familia no tienen cuándo terminar. No soy yo quien escribe el novelón de marras, sino mi propia familia, quien me la dicta sin saberlo, mientras cumplo apenas el papel de mecanógrafo, dejando por escrito lo que me van contando, los chismes y las intrigas, las conspiraciones y las felonías, las trampas y las estafas, las riñas y las insidias: cómo podría no contar las historias deliciosas de mi familia, la saga de mi bendita familia de locos y fanáticos, si toda esa trama delirante supera con creces lo que yo pudiera imaginar jamás.
Ahora bien, mi madre, sin haberla leído, y no queriendo leerla, informada tan solo por rumores no exentos de ponzoña, me ha rogado que no la publique. ¿Qué debo hacer? ¿Debo acatar la censura de mi madre? ¿Debo ser compasivo y no publicar el novelón mientras ella esté con vida? ¿Debo dar instrucciones para que la novela se publique después de mi muerte? ¿Me debo a mi madre o a mis lectores? Si no publico la novela para quedar bien con mi madre, ¿me condenaré a ser un escritor frustrado, le guardaré rencor a ella? ¿No sería mejor publicar la novela y que mi madre no la lea? Si la publico estando ambos con vida, ¿no se van a enfadar conmigo todos mis hermanos, y eso no terminará afectando la relación de mi hija con sus primos tan queridos? ¿A quién debe hacerle caso un escritor: a su instinto creativo, al consejo de su madre, a la palabra de su pareja, a su editor, a sus lectores? ¿El arte lo justifica todo, incluso pelearte con tu madre, y dejar de verla, y provocar que ella se avergüence de ti?
Una cosa es segura: si me piden que no escriba inspirándome en mi vida, y en las vidas de quienes me rodean, están pidiéndome que no escriba. Y si me piden que no escriba, están pidiéndome que deje de vivir. Porque yo no puedo vivir sin escribir, no concibo ya la vida sin escribir. Escribir es como respirar: si dejo de hacerlo, me muero.
Si quiere leer otras columnas de Jaime Bayly: http://www.elfrancotirador.com/
Source: Infobae