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Jaime Bayly: "En el cielo, sin estar muerto"

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Jaime Bayly: "En el cielo, sin estar muerto"
Jaime Bayly.
Jaime Bayly.

Hace once años, en octubre de 2007, más exactamente el domingo 7 de octubre de 2007, siempre el 7 mi número de suerte, conocí a Silvia, el gran amor de mi vida.

Ocurrió en los estudios de un programa de televisión que hacía en Lima, “El Francotirador”, que se emitía los domingos a las diez de la noche, en vivo, por el canal 2, un programa que supo durar cinco largos años y ser bastante exitoso, cinco años en los que viajé a Lima todos los fines de semana, todos, para hacer ese programa.

Silvia no tenía muchas ganas de venir al estudio. Su novio, Tony, motociclista, pinchadiscos, corredor de olas, estaba animado, quería conocerme y, cómo es la vida, la convenció. Renuente, Silvia se resignó a acompañarlo. Ella había leído una novela mía, “Los últimos días de La Prensa”, que había sido de su abuela Carlota, y que, a la muerte de su abuela, llegó a sus manos. Leyó la novela y le gustó. Pero, en realidad, no tenía ganas de conocerme, y ni siquiera veía mi programa los domingos en Lima.

Silvia estudiaba sicología en la universidad de Lima. Se aburría. Era una lectora voraz. Soñaba con ser escritora. Tony también estudiaba en esa universidad. Su pasión era la música. Lo contrataban para poner música en fiestas de moda. Llevaban juntos cuatro años. Se habían conocido corriendo olas en las playas del club Regatas. Silvia no se sentía tan enamorada como al comienzo. No había tenido otros novios. Había perdido la inocencia con Tony. Pero ahora se preguntaba si no estaba estirando demasiado el chicle cuando ya no tenía azúcar. Pensaba en terminar con Tony, le había descubierto infidelidades, estaba cansada de él, no encontraba la manera de terminar amistosamente aquella relación.

Yo tenía un novio argentino, Luis, que vivía en San Isidro, Buenos Aires. Habíamos sido amantes desde mediados de 2002. Me conoció haciéndome una entrevista en el bar del hotel Plaza, en el centro de Buenos Aires. Yo tenía treinta y siete años y venía de un divorcio con dos hijas. Luis tenía veinticuatro años y no había tenido novio, ni siquiera clandestinamente, pues no había salido del clóset. Fui feliz con él. Viajaba todos los meses a visitarlo en Buenos Aires. No le gustaba Miami, tampoco Lima. Deploraba el calor de Miami. A mí me encantaba ir a Buenos Aires, siempre amé esa ciudad. Éramos felices, o yo lo era bastante. Pero a menudo yo le decía que era bisexual, que me seguían gustando las mujeres, que podía enamorarme de una mujer. Luis no me creía, se reía de mí, decía que yo era tan gay como él, pero no me atrevía a aceptarlo del todo porque venía de una familia religiosa. Mi madre, del Opus Dei, no quiso conocerlo, a pesar de que se lo sugerí más de una vez.

Esos años felices con Luis me había permitido tener dos novias argentinas, a escondidas de él: Andrea, la escritora, la librera, que se hizo un tatuaje con mi nombre, y Paola, la ninfómana, que me dejaba exprimido como un limón. También me enamoré de María, amiga de Luis, una de las mujeres más bellas y hechiceras que he conocido, que solo condescendió a besarme en Madrid, pero no me dejó desnudarla. Siempre pienso en ella. Era una mujer elegante, refinada, de una belleza sobrecogedora. Muero por volver a verla.

Aquella noche en el estudio en Lima, domingo 7 de octubre de 2007, yo saliendo del plató, vi a Silvia sentada entre el público y mi mirada quedó pegada a ella, adherida a ella, nuestras miradas se anudaron, entrelazaron y cargaron de promesas, a pesar de que tanta gente me miraba y su novio estaba allí, a su lado, con el brazo enyesado, porque se había caído de la moto, una vez más. Me acerqué a ella sin dudarlo, le pregunté su nombre, le dije que me encantaría volver a verlos. Ella sintió, lo supo bien, que me había embrujado, hipnotizado. Ella sintió, lo vio en mis ojos, que me había rendido a su belleza todavía floreciente, una chica de apenas dieciocho años, que cumpliría diecinueve un mes después, el 8 de noviembre. Yo podía ser su padre, ella tenía dieciocho años y yo cuarenta y dos.

Silvia entendió mi mirada, la leyó correctamente. Por eso, una semana después, vino de nuevo al estudio, pero ya sola, sin su novio. Y luego vino al hotel Country, donde yo pasaba los fines de semana. Y entonces nos enamoramos. Yo llegaba a Lima los sábados de madrugada y pasaba el fin de semana encerrado en el hotel con ella y eran horas lentas, translúcidas, eternas, un paseo entre las nubes, y nuestros cuerpos se hablaban sin palabras, suspendidos de un arcoíris que nos llevaba al nirvana. Mi cuerpo amó el suyo, cada rincón, cada hendidura, cada pliegue, cada valle, como no había amado cuerpo alguno. Estaba escrito que debíamos amarnos.

No oculté mi repentino enamoramiento por Silvia. Una semana después de conocerla, el lunes 15 de octubre de 2007, publiqué en el diario Correo de Lima una columna inspirada en ella, “Lucía en el malecón”, porque Silvia me pidió que la llamase Lucía en mis escritos semanales. Allí contaba su vida, sus tribulaciones, los conflictos con sus padres, porque ella quería dejar la universidad y ellos le rogaban que no lo hiciera. Allí escribí: “Le digo que es una chica muy linda, muy suave, muy deliciosamente loca y perturbada, que hay algo en ella, en su manera de escribir, de caminar, de mirar pasmada el caos, que me hace quererla de un modo que pensé que ya no existía en mis entrañas”. Cuando escribí eso, aún no habíamos hecho el amor. Pero ya estaba enamorado hasta los huesos de ella.

Jaime y Silvia.
Jaime y Silvia.

No fue fácil amarnos porque nuestros novios quedaron despechados y salieron a decir cosas horribles contra nosotros. No fue fácil porque mi ex esposa me declaró la guerra, especialmente cuando Silvia quedó embarazada. Como consecuencia de esa guerra fría, mis hijas dejaron de verme varios años. No fue fácil porque, al comienzo, los padres de Silvia se opusieron a nuestro romance y le dijeron que debía irse de la casa familiar. Silvia terminó viviendo en un hotel, con el nombre cambiado, porque la prensa la perseguía. No fue fácil porque casi todas sus amigas le dijeron que yo no era confiable, que estaba loco, que la usaría y la dejaría, que la veía como carne fresca y luego desechable. También le decían que yo no la quería de verdad, que estaba usándola para mejorar mi reputación, para hacer viable o presentable mi candidatura presidencial. Pero ella sabía la verdad, que yo la amaba sin remedio.

Algunas cosas nos unieron poderosamente, sellaron nuestra pasión o la hicieron inevitable. Ella se había enamorado de una mujer, había amado locamente a una mujer que no la había correspondido, una mujer que le había roto el corazón. Yo también me había enamorado de un hombre, o de más de un hombre, y uno de ellos me había dejado malherido, lisiado del alma, confundido. Ella soñaba con ser una escritora, escribía cuentos, quería escribir una novela. Yo, a su edad, soñaba asimismo con ser un escritor, y me contentaba con ser columnista de periódicos. Ella fumaba marihuana, tenía amigos que le traían marihuana de la más alta calidad, y a mí me encantaba fumar esa hierba desde siempre, y entonces fumábamos juntos, de madrugada, en su hotel o en el mío, y luego poníamos música, y hacíamos el amor, y el tiempo se suspendía, y acaso éramos inmortales unos pocos indecibles minutos, y luego salíamos a desayunar al alba, a las seis de la mañana, en un café de San Isidro, y yo me sentía tan feliz, tan livianamente feliz, tan inesperadamente feliz, que todo lo demás me importaba poco: el programa de televisión, la carrera literaria, la candidatura presidencial, la vida familiar, todo palidecía y se eclipsaba al lado de ella, todo quedaba subordinado a la creciente pasión por ella, una pasión que me arrastraba como un río de aguas dulces, transparentes.

Hasta que Silvia, yo se lo había pedido tantas veces, dejó de cuidarse y quedó embarazada. Llevábamos tres años siendo amantes, aunque ella todavía salía esporádicamente con su novio y yo veía a mi novio cada vez menos. Es decir que esos tres años fuimos amantes adúlteros, clandestinos, o no tanto, porque yo lo contaba todo, minuciosamente todo, en mis columnas semanales, y tanto Luis como Tony sabían que Silvia y yo nos acostábamos, pero quizás pensaban que era una pasión corta e insana que acabaría pronto, un amor de primavera que se iría con el otoño. No fue así. Cuando Silvia quedó embarazada, tuve la osadía de anunciarlo en el programa de Lima. Fue la guerra del fin del mundo. Me despidieron de la televisión. Peleamos ásperamente con nuestros novios. Mi madre, tan adorable, bendijo nuestra unión y amó a Silvia desde que la conoció. Como ya no tenía programa en Lima los domingos, decidimos irnos a vivir en Miami. Acertamos. Nuestra hija nació en Miami. Hemos sido obscenamente felices los últimos ocho años, desde que nos mudamos a esta ciudad, o desde que Silvia se mudó, porque yo tenía casa acá desde 1995, cuando bajé de Washington, huyendo del frío.

Nunca más vimos a nuestros novios. Pasaron cuatro años de guerra fría para que mis hijas aceptasen mi amor por Silvia y me perdonasen mi vida licenciosa, disoluta. No volví a ver a mi primera esposa, salvo un encuentro casual en un restaurante. Conocí una forma sosegada de felicidad familiar que hasta entonces ignoraba. Descubrí una suma de placeres eróticos que Silvia me fue enseñando con maestría, impudor y complicidad. Desde que nos mudamos a Miami, he sido tan feliz con ella que no he tenido amores ni noviazgos clandestinos. He sido fiel a ella, leal a ella, y no me ha costado ningún trabajo. Cuando ella va a Lima, toma un café cada tanto con la mujer que le rompió el corazón, ahora son amigas. Cuando voy a Buenos Aires, camino por las sombras para no encontrarme con mi ex novio rencoroso. A veces pienso en María, en los besos que nos dimos en Madrid, y Silvia lo sabe, no se lo oculto, ella lo sabe todo sobre mí, aun mis secretos más íntimos, inconfesables. A veces pienso en un modelo que vive en Nueva York, y ella por supuesto también lo sabe, ella me lo presentó. Pero mi cuerpo ya desvaído no me pide otros cuerpos que no sean el de mi esposa, porque con ella soy feliz de una manera desbordada, desmesurada, que se parece demasiado a la perfección, al éxtasis, al nirvana, al cielo que tantas veces me prometió mi madre, solo que ya estoy en el cielo hace once años exactamente, sin haberme muerto todavía, suerte la mía.


Source: Infobae