El escritor, quién lo diría, está sentado sobre una fortuna nada desdeñable. Posee un patrimonio considerable, que, en su juventud, cuando soñaba con ser un artista austero pero libre, no imaginó que sería capaz de amasar.
Una parte de esa riqueza, digamos la tercera parte, proviene de su trabajo en la televisión, oficio que fatiga con moderado éxito hace más de tres décadas. La mayor parte de su fortuna la heredó de su madre, quien, aun con vida, repartió entre sus hijos la mitad del imperio minero que, junto con sus dos hermanas, heredó, a su turno, de su familia, descendiente del Reino Unido. El resto lo ha ganado colocando hace años un dinero en acciones de Amazon, que ahora valen siete veces más, pero que, según sus analistas financieros, podrían estar sobrevaloradas y desplomarse en cualquier momento: ¿vende el escritor sus acciones de Amazon, con una ganancia superlativa, siete veces más de lo que invirtió en ellas, o espera a que sigan subiendo, habida cuenta de que los agoreros que profetizaron una caída brusca en la Bolsa, cuando asumió el presidente charlatán, por lo visto se equivocaron?
Recordando el consejo que le dio un tío riquísimo que ya falleció, con el que solía almorzar una vez por semana, beber abundante vino blanco y reírse de la familia, el escritor ha diversificado su patrimonio, ha sido cuidadoso en sus inversiones y ha apuntado no tanto a multiplicar a toda prisa su riqueza, sino a preservarla, a no perderla. Su hermana ha dilapidado millones en la Bolsa, por ignorar ese sabio consejo, por dejar que la codicia la enceguezca. Su hermano se ha endeudado masivamente por querer ser mucho más rico de lo que ya era, y luego ha terminado siendo, en la práctica, un empleado de los bancos a los que debe tanto dinero. El escritor, que ya había perdido dinero en las Bolsas de Lima y Buenos Aires, ha preferido no comprar acciones, salvo las de Amazon, en las que vio un gran potencial, y ha comprado bonos conservadores, redimibles en cinco años, con tasas de interés que en promedio suman seis por ciento al año, y ha adquirido suites de hoteles que, cuando no las ocupa él o su familia, le generan un rendimiento mensual que comparte con el hotel que las administra, y ha dejado una parte de su riqueza en dinero en efectivo, en numerosas cuentas bancarias (“el efectivo es el rey”), y ha preferido no asociarse con nadie, porque es paranoico y desconfiado y presume que sus socios potenciales acabarán siendo, cuando el viento sople en contra, enemigos rencorosos y litigantes, y por eso ha dicho que no a diversas ofertas de inversión: un restaurante, una línea de pastillas para el pelo, un aceite de marihuana para la piel, una película basada en uno de sus libros (esta última es la que más lo ha tentado).
Si la Bolsa sufriera el súbito colapso y la subsiguiente caída que algunos de sus analistas financieros de confianza le pronostican que ocurrirá más o menos pronto, después de un período tan prolongado de expansión y una asombrosa racha alcista que comenzó en marzo de 2009 y aún no se interrumpe, el escritor perdería el dinero que ha ganado en las acciones de Amazon, o una parte de él en caso de que las acciones no desciendan al valor en que las compró hace años (las acciones de Amazon valen hoy el doble de lo que valían hace un año, y el triple de lo que valían hace dos años), pero estaría protegido en sus inversiones inmobiliarias en hoteles de lujo, en los bonos a cinco años que son lo bastante sólidos para no entrar en una crisis de insolvencia o “default”, en sus cuentas en efectivo, y en las casas que posee en tres ciudades: Miami, su centro de operaciones, la ciudad que eligió para vivir hace más de veinte años; Lima, la ciudad donde nació, y en la que viven su madre y sus hermanos; y Madrid, la ciudad que lo hizo un escritor.
Recientemente, el escritor, con cincuenta y tres años a cuestas, padre de tres hijas, casado dos veces, autor de quince novelas, dos de ellas llevadas al cine, se encontraba caminando, un día de calor sofocante, por un parque natural de bosques y riachuelos, en Carolina del Norte, acompañado de su esposa, cuando, extenuado, sintió un vahído y se desmayó, golpeándose la cabeza. Recobró la conciencia en el hospital, al que lo condujeron su esposa y los socorristas de primeros auxilios. Los médicos le dijeron que el desmayo se debió a una crisis de deshidratación y una baja en los niveles de azúcar, derivadas de que llevaba días sometido a una severa dieta. Al salir del hospital, el escritor, asustado, pensando en que pudo haber muerto en aquellos bosques de belleza sobrecogedora, cayó en la cuenta de que no había redactado un testamento, y se propuso hacerlo tan pronto como regresase a su casa.
El escritor está casado hace siete años y ama a su esposa. Ambos son padres de una niña. Además, el escritor es padre de dos hijas adultas, una de veinticinco años, la otra de veintitrés, que viven en la ciudad de Nueva York, ya graduadas de universidades de prestigio, y son fruto de un primer matrimonio, que duró apenas cuatro años. Con bastante frecuencia, el escritor se ha preguntado si debería comprarles a sus hijas mayores apartamentos en Nueva York, o un apartamento para las dos, o uno lo bastante grande para que ellas vivan juntas y él pueda dormir allí con su esposa y su hija menor, cuando vayan a visitarlas. Pero, siempre que se ha planteado esa posibilidad, la ha descartado, porque la relación con sus hijas mayores es irregular o errática, por así decirlo, y si bien tiene algunos momentos raramente felices, también conoce puntos bajos, correos sin respuesta, prolongados períodos de silencio, ofertas de viajes que ellas declinan, viajes que ellas hacen siempre con su madre y el novio de su madre, pero nunca con él. Cuando el escritor se desmayó y cayó sobre el sendero pedregoso del parque natural que estaba recorriendo, ellas, sus hijas mayores, se encontraban en la isla de Mykonos, con su madre, y él prefirió no contarles nada. Cuando trata de recordar la última vez que viajaron los tres, él y sus dos hijas mayores, la memoria se torna quebradiza y se difumina, y él cree recordar que fueron juntos a recibir un año nuevo en Buenos Aires, hace diez años: nunca más ellas quisieron viajar con su padre, y las probabilidades de que eso vuelva a ocurrir son ínfimas, aunque le duela al escritor, que a veces cree merecer mejor suerte, pero las cosas son como son, y no como uno quisiera que fuesen.
A la hora de escribir su testamento, a solas en el despacho de su abogada, consciente de la insoportable fugacidad de la condición humana, recordando que su padre y su abuelo paterno, también descendientes de ingleses, murieron a los setenta años o poco más, el escritor se llena de preguntas sin fácil respuesta. ¿Debe dejarle todo, absolutamente todo, a su esposa, que bien lo merece, porque ella lo salvó de una terrible crisis depresiva, de una adicción a los sicotrópicos, y le regaló una nueva vida sosegada, predecible y feliz, y le dio una hija maravillosa, que no cesa de procurarle grandes alegrías? ¿Debe legar la mitad de su fortuna a su esposa y su hija menor, y la otra mitad a sus dos hijas mayores, a pesar de que estas últimas lo castiguen a menudo con su indolencia, su abulia y su silencio, y lo busquen solo por las razones comprensibles del dinero? ¿Debe reservar el sesenta por ciento para su esposa y su hija menor, y el cuarenta restante para sus hijas mayores? Teniendo en cuenta que ya ha pagado la educación bastante onerosa de sus hijas mayores, y aún no ha financiado la secundaria ni la universidad de su hija menor, ¿sería justo que sus tres hijas heredasen partes iguales, o es justo que la menor herede algo más, para que con ello pueda solventar su educación?
Si le dejara todo a su esposa, piensa el escritor, les haría un agravio a sus hijas mayores, y ellas no merecen esa humillación. Algo, pues, tiene que dejarles, es lo justo, lo razonable, lo delicado. Pero, en aras de la armonía familiar, debe ser cuidadoso, porque si le deja a su hija menor una tajada de la torta bastante más amplia que la reservada a sus hijas mayores, entonces ocurrirá que estas últimas probablemente guardarán rencor a su hermana menor, y el cariño ya dudoso que sienten ahora mismo por ella, a quien ven una vez al año como mucho, se verá menoscabado todavía más. ¿Cómo no desairar a las mayores, dejándole algo más a la menor? ¿Merece su esposa una dotación equivalente a la de sus hijas mayores? ¿Sale del embrollo fácilmente, partiendo el pastel en cuatro partes iguales?
Finalmente, el escritor dispone lo siguiente: las casas en Miami, Lima y Madrid serán para su esposa y su hija menor, porque le gustaría que siguieran viviendo en ellas, donde han sido tan felices; y todo el resto (las acciones, los bonos, las suites, el efectivo) se dividirá en dos mitades: una para su esposa y su hija menor, la otra para sus hijas mayores. En cuanto a los derechos y regalías de su obra literaria (si no es pomposo llamar así a sus quince novelas, y a las que, con suerte, están por publicarse), serán para su hija menor, porque sus hijas mayores, cada vez que él ha querido enviarles una de sus novelas recién publicadas, han respondido con el silencio y la indiferencia, como diciéndole: no nos interesa leerte, gracias, pero, por favor, déjanos en paz.
De pronto, el escritor se sorprende escribiendo un acápite que lo ilumina como un rayo de luz, antes de concluir su testamento: tres de sus sobrinos recibirán un dinero en efectivo, un monto idéntico, y uno de sus hermanos, solo uno, él sabe bien quién es, recibirá un monto que duplica lo que recibirá su hijo.
Por último, la bellísima Virgen esculpida en piedras preciosas que le regaló su madre, una pieza de arte que, aparte de su valor sentimental, costó una pequeña fortuna, irá, cómo no, de vuelta a su santa madre, quien, a diferencia del escritor, seguramente llegará a los cien años, tan pía y tan contenta, tan devota y tan tranquila a la hora de morirse.
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Source: Infobae