A medida que pasen los días tras la muerte de Fidel Castro se deberán encarar las alternativas que se les presentan tanto a Cuba como a sus vecinos. El primer capítulo se cerrará con el almacenaje de los principales acontecimientos que hicieron posible primero la instalación del régimen cubano, y luego la impresionante supervivencia del castrismo y su continuación actual.
La historia reconocerá que la personalidad (probablemente irrepetible) del líder fundador fue el pilar insustituible. Luego será aleccionador repasar los errores de los adversarios y el apoyo notable de la Unión Soviética en sus primeras fases. Pero todo eso pertenece simplemente a la historia, que se recomienda no repetir.
Una revisión de los dos últimos siglos de América Latina nos enseña que no hay un ejemplo similar de construcción de un mito nacional de identificación de un líder con una nación y su control posterior de la total personalidad del país.
Castro tuvo un éxito impresionante en captar la difícil simbiosis del liderazgo político e intelectual, como contraparte de la cobertura norteamericana de la evolución de la nueva nación cubana, condicionada por la Enmienda Platt. Castro explotó al máximo la reacción (especialmente de Bahía Cochinos) de Washington culpando a Estados Unidos de todas las carencias pasadas y presentes de Cuba.
El embargo y sus variantes se agregaron a la alianza de La Habana con la extinta Unión Soviética para reforzar el férreo régimen marxista leninista.
Desintegrado el régimen moscovita, la resistencia del castrismo ante la carencia de una evolución pragmática de la actitud norteamericana contribuyó al refuerzo de las relaciones de Cuba con sus vecinos de América Latina.
El surgimiento de gobiernos populistas liderados por la Venezuela de Hugo Chávez (1999-2013) hizo posible una nueva alianza que dio nuevas alternativas a la administración transitoria de Raúl, mientras Fidel presidía en la distancia.
Se afirmaba en los centros de análisis que la evolución notable del régimen cubano no sería posible bajo la sombra de Fidel, condicionando la conducta de su sucesor y hermano, Raúl Castro, y los sectores con modestos planes de reforma.
No obstante, el régimen raulista lo ha estado intentando con éxitos verdaderamente reconocibles de reconocimiento internacional. La Habana había llegado a convencer a sus vecinos que no era una amenaza, que podía contribuir a la estabilidad al sur de Cayo Hueso y que la implicación en incitar a movimientos peligrosos eran cosa del pasado.
Así se llegó al final de la segunda administración estadounidense de Barack Obama, al que le faltaba un anuncio verdaderamente espectacular que corrigiera las predicciones negativas del pasado.
Se decía entonces que la inercia del mantenimiento del embargo se debía al convencimiento de que ningún presidente norteamericano quería pasar a la historia para ser el primero que había transigido ante los Castro a cambio de ninguna recompensa sustancial. Raúl, por su parte, reforzaba este argumento al afirmar que no se sentaría a negociar sin que se eliminara el embargo.
Ambos líderes sorprendieron a la opinión pública. Cuba se sentaba a negociar, aceptaba la reanudación de plenas relaciones diplomáticas y abría la puerta del país al turismo y a las condicionadas inversiones. Obama comenzaba una agenda de erosión impresionante de las condiciones del embargo, con notable riesgo de ser acusado de actuar sin concesiones notables de La Habana.
Los vecinos de Cuba en América, ya en camino de una evolución en algunos países hacia una moderación alejada del populismo tras la desaparición de Chávez, se aprestaban en acoger la colaboración de Cuba en delicados procesos de estabilidad como el caso emblemático de la mediación en el proceso de paz de Colombia.
Ya desde los tiempos de George W. Bush (2001-2009), el gobierno norteamericano había dado muestras de pragmatismo al preferir la alternativa de la estabilidad ante la incertidumbre de la acelerada democratización.
Se trataba de evitar una repetición del éxodo del Mariel. Se primaba la colaboración de Cuba en la seguridad de Guantánamo y la protección de las líneas de transporte marítimo. Si el precio era la inercia en la continuidad del régimen cubano, por cierto tiempo, el cargo era asequible.
En ese contexto, Washington y La Habana parecía que habían abandonado un guión incómodo que se repetía frecuentemente cuando parecía que había una posibilidad de cierto acuerdo en estabilidad.
Raúl no optaría por episodios trágicos como el derribo de las avionetas de Hermanos al Rescate ni dar rienda suelta al éxodo de balseros. Estados Unidos cesaba de provocar con exigencias inasequibles para La Habana.
Este ambiente de cierta calma ha sido heredado por Raúl en los momentos coincidentes de la muerte de su hermano y el triunfo electoral de Donald Trump.
El próximo presidente norteamericano tiene un dilema. Si opta por acosar a Raúl con exigencias drásticas que borren importantes concesiones de Obama corre el riesgo de una respuesta nacionalista que haga peligrar la estabilidad de la zona. Si elige mantenerse prudente traicionará sus promesas electorales. En cualquier caso, Raúl puede aparecer como ganador.
Trump puede entonces adaptar el método de su intención de rescatar ciertos aspectos de la agenda de Obama en los programas de salud. Pero la inconsistencia de sus planes y su cumplimiento dejan una impresionante incógnita en el aire. De momento habrá que esperar a la formación de su propio gabinete en materia exterior y quizá todo deba esperar también a que el régimen cubano ofrezca una notable evolución con la salida del propio Raúl en 2018.
Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami. [email protected]) –
Esta es una columna de Joaquín Roy, catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.
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Post y Contenido Original de : El Ciudadano
http://www.elciudadano.cl/2016/11/27/341230/cuba-tras-la-muerte-de-fidel-castro/
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