Recorrimos el centro de la ciudad en busca de la comida más infame.
Cualquiera que viva o haya visitado alguna vez Barcelona, sabe que la ciudad es capaz de lo mejor y de lo peor a nivel culinario. Normalmente no cuesta mucho encontrar un buen lugar para comer por el centro, pero con el auge del turismo (¿os dais cuenta de que siempre que hablamos de Barcelona acaba saliendo este tema?), han surgido un montón de lugares asquerosos para alimentar a las masas ávidas de Gaudí, grasa, absurdos clichés españoles y birra barata.
A estos nuevos restaurantes para guiris, normalmente mediocres y escandalosamente caros, hay que añadir un buen número de locales más antiguos que viendo que la pasta se colaba en sus bolsillos sin mover un dedo, se han ido dejando llevar y con esto la calidad de su oferta ha ido cayendo a plomo.
Cuando decimos que un restaurante es malo, podemos estar hablando de dos cosas diferentes. La primera es el sabor de la comida, que hasta cierto punto es subjetivo y en el que cuentan muchas cosas como texturas, frescura, autenticidad… Y luego está la vertiente más terrorífica y en algunos casos, peligrosa. Me refiero a los problemas sanitarios, a que realmente nuestro plato lleve ingredientes que no se ven a simple vista como gérmenes microscópicos, gripe del cocinero o, directamente, caca (de persona o animal, ¿a quién le importa?).
Porque, una cosa, ¿alguna vez habéis oído que Sanidad haya cerrado un restaurante por sus condiciones higiénicas? Apuesto a que no. Es complicado entrevistar a un inspector de Sanidad, pero hace un par de años, a raíz del estreno del programa “Pesadilla en la cocina”, una inspectora de sanidad accedió a hablar anónimamente con el periódico online La Información. En la entrevista relataba que las inspecciones de Sanidad rara vez llevan al cierre de un local, normalmente se imponen multas (que en muchos casos tienen muy poca eficacia para mejorar la situación). También contó que hay lugares que no se inspeccionan en años. Además las sanciones ni siquiera son públicas en España como sí ocurre en algunos países de nuestro entorno como por ejemplo en Reino Unido, donde todos los establecimientos tienen asignada una “nota” de higiene.
El otro día, estaba comentando estos temas con algunas personas de la redacción y enseguida empezaron a salir historias tenebrosas de algunos lugares conocidos por ser una especie de ruleta rusa de la manduca, como por ejemplo el llamado “Triángulo de la diarrea”, formado por tres bares situados justo al lado de una de las salas de conciertos más famosas de la ciudad y en los que comerse una de sus salchichas fluorescentes puede causar alucinaciones digestivas pocas horas después.
Herma, uno de nuestros compañeros en la oficina, resultó ser un auténtico antigourmet, y me dijo que me podía conducir a lugares en los que nunca había puesto un pie un inspector de sanidad, los camareros parecen miembros del reparto de la noche de los muertos vivientes (por diversas razones) y la comida te mira desde la barra como los niños de un orfanato que están deseando encontrar unos nuevos papás.
Así que con mucha curiosidad y una ligera voluntad de denuncia, le tomé la palabra y decidimos quedar el viernes pasado para dar una vuelta por el centro y visitar algunos de estos sitios. Como las posibilidades eran casi infinitas y nuestro aguante y presupuesto bastante limitado, decidimos que iríamos a tres restaurantes: el primero tenía que ser étnico o de comida internacional, después iríamos a uno más típico, idealmente una bodega, y por último a uno para guiris.
El primero de los tres nos lo encontramos en la calle de la Cera, en pleno barrio del Raval. Tenía aires de comedor social y seguramente lo hubiéramos encontrado todo mucho más apetecible y amigable si hubiéramos ido borrachos. Por desgracia eran como las ocho y media de la tarde y no habíamos probado una gota de alcohol. La clientela estaba formada por estudiantes de bajo presupuesto, tipos solos con pintas de vagabundo, familias inmigrantes y turistas despistados por encima de los 50 años. Había muchas moscas que volaban lentamente y un calor húmedo que lo impregnaba todo.
Lo primero que nos llamó la atención era la gran variedad de platos que teníamos delante de los ojos, parecía que toda la oferta del garito estuviera allí colocada, bandejas amontonadas unas encima de las otras, al alcance de los clientes y de las perezosas moscas.
Había pasta, pizza, enormes bandejas de carne, pollos, empanadas, caracoles, verduras fritas y una enorme fuente de huevos fritos flotando sobre salsa de tomate que después nos enteramos de que era arroz a la cubana.
A nuestro servicio teníamos a dos camareros, una chica latina muy simpática pero que no se enteraba de mucho y después un tipo procedente de un país del Este de Europa que en seguida pareció desconfiar de nosotros y nos presionó para que eligiéramos algo de lo que teníamos a la vista sin hacerle ir a buscar un menú. Al final llegó el menú y la verdad es que Herma, en un gesto que le haría merecedor de la medalla al valor, pidió cabeza de cordero al horno (3,50€). Pero seguramente por suerte para él, se les había acabado o era un farol del cocinero, así que bajó un poco la apuesta y se decantó por los caracoles. Yo pedí espaguetis con tomate y una empanada de verduras.
Inmediatamente nos pusieron un enorme trozo de pan que inexplicablemente sabía mucho a huevo y las dos cervezas que habíamos pedido, que al echarlas en los vasos hicieron muchísima espuma. “Es porque están calientes”, dijo Herma. Acertó.
Mientras esperábamos nos dedicamos a admirar la decoración del local, cuyas paredes estaban forradas de cuadros que parecían todos obra del mismo pintor. La temática de las pinturas era bastante incomprensible, pero me atreví a decir que tenían un punto de Marc Chagall. Me pregunto qué opinaría el vagabundo que teníamos al lado.
La entrada a los baños tampoco era mejor. Parecía la entrada a las cocinas de un manicomio.
Y al fin llegó la comida. Los dos nos estábamos muriendo de hambre y quizá no era la mejor forma de afrontar este descenso a los infiernos gastronómicos, porque además los dos somos los típicos tíos que se lo comen todo, pero mis dudas se disiparon cuando apareció el plato de espaguetis y la empanada que claramente me estaba sacando la lengua como una especie de mejillón. Herma dijo que se parecía a un cocodrilo.
Por dentro, la empanada no era mucho mejor. Abrirla se pareció bastante a una disección. La verdura de dentro no sabía absolutamente a nada y tenía una textura gelatinosa, pero quizá lo más inquietante es que me resultó muy difícil reconocer de qué vegetales estaba formada, ya que se habían fundido en una informe masa multicolor.
A Herma no le fue mucho mejor que a mí con sus caracoles, aunque al principio parecía que sí.
Llegaron recién salidos del microondas más o menos a la temperatura de la superficie del sol y Herma se quemó la lengua. Eso quizá le hizo decir al principio que no estaban mal del todo, a pesar de que sobre la salsa de tomate y pimientos que los acompañaba flotaba una gruesa capa de aceite. “Claramente son de ayer o de antes”, dijo, “pero eso hace que estén más ricos”. Después se tragó las tripas de uno que estaban llenas de algo terroso (seguramente mierda del pobre bicho), se limpió la barbilla llena de aceite y allí acabó su degustación.
Mis espaguetis parecían haber sido cocidos tres veces y tenían muchísima pimienta. Eran como una especie de puré de pasta que me dejó un calor muy extraño en la boca que me duraría muchas horas. Fue muy desagradable.
Así terminó nuestra nuestra primera cena. Pagamos, la verdad es que muy poco, y nos largamos de allí.
Nuestra siguiente parada fue en una bodega muy pequeña situada en el mismo barrio en una calle a la que no sabría volver. Un lugar en el que al entrar se perdía automáticamente la cobertura de móvil, supongo que porque era incompatible con el futuro e incluso con el presente. Nos rodeaban enormes toneles, recuerdos taurinos y taciturnos clientes que nos miraban con cara de desconfianza quizá por no haber nacido ya bajo la dictadura de Franco.
Pedimos unas anchoas, algo de queso y pan con tomate, vino y cerveza. Todo hubiera mejor si no hubiéramos visto nunca de donde habían sacado las anchoas.
Ni hubiéramos ido al baño. Otro viaje en el tiempo.
La anchoas eran muy raras según mi compañero. “Parecen como el relleno de las aceitunas, se deshacen”. Pero por otro lado, como buena bodega, el vino estaba muy bien y la verdad es que en general disfrutamos del sitio. Se estaba cómodo, no olía demasiado mal y tenían un radiocasette en el que sonaban hits de los 80 y los 90. Es cierto que el pan con tomate que nos sacaron no tenía apenas tomate y estaba bañado en aceite de girasol, pero en fin. No creo que nunca jamás vuelva a entrar allí, pero a pesar de todo el sitio cumplía lo que prometía.
Y por fin llegamos al restaurante para guiris. Seguro que os habréis dado cuenta de que hasta ahora no he dicho el nombre de ningún local. No es el objetivo de este artículo abrir o cerrar restaurantes sino alertar de los peligros que nos acechan en la oscura noche barcelonesa. Como he dicho antes, alguno de estos sitios nos podrían haber parecido una bendición si hubiéramos ido borrachos y solo tuviéramos 3 euros en el bolsillo. Pero en el caso del restaurante Amatxu, situado en plenas Ramblas, me he visto obligado a hacer una excepción.
No somos los primeros en hablar de esta trampa para turistas y desde luego, Amatxu se gana a pulso el título que muchos le dan de “el peor restaurante de Barcelona” e incluso de España. En Tripadvisor tiene 347 valoraciones, de las que 301 lo califican de “Muy malo”, 28 de “Malo”, 17 de “Normal” y una pobre persona de “Muy bueno”. La verdad, no podemos estar más de acuerdo con estas críticas.
En teoría Amatxu es un restaurante vasco, tiene el nombre, la estética y en su barra hay algunos pinchos. Pero ya desde el principio te rompe los esquemas. Nada más entrar, nos sorprendió que sonaba flamenco a toda castaña, los Gipsy Kings o algo todavía peor. Herma, que es vasco, saludó al camarero con un “Kaixo!” que fue recibido con la misma cara que si le hubiera hablado en chino mandarín. El tío, que por el acento me pareció colombiano, parecía estar muy enfadado o quizá a punto de echarse a llorar.
La verdad es que tenía un trabajo bastante jodido. Explicarle al guiri que teníamos al lado que por una jarra de sangría y un par de tapas tenía que pagar más de 14 euros no debe de ser muy sencillo.
Pedimos txacolí, pero no hubo suerte, de hecho, el chico ni siquiera sabía de qué le estábamos hablando y nos indicó que si queríamos vino tenía que ser “uno de estos”, mientras señalaba a unas estanterías llenas de botellas de vino que cualquiera puede comprar en un supermercado con muy poco surtido de vinos. Pedimos un blanco que estaba un poco calentorro y demasiado dulce para comer.
Mientras los camareros discutían entre ellos superfuerte por algo que no nos quedó muy claro, comenzamos a mirar las tapas. Enseguida decidí que ninguna de esas cosas iba a acceder a mi sistema digestivo, pero Herma y Rubén (otro compañero que se nos unió en la parte final de nuestro periplo), se morían de ganas de exponer su cuerpo a esos alimentos. ¿Quién comprende a los mártires?
Durante un momento barajamos la posibilidad de pedir el Mix de tapas “Amatxu”, pero el hecho de que cobraran 99 euros por 16 tapas nos echó para atrás. No me vi capaz de defender unos gastos tan elevados para la redacción de este artículo.
Hicimos unas cuantas fotos de la comida de Amatxu, pero sin duda mi favorita es esta.
El título de la foto podría ser “La ensaladilla que siempre estuvo allí”. Estaba iluminada por la tenue luz de las farolas de la calle, lo que le daba a todo un aire todavía más dramático.
Rubén se comió un pincho. Todavía no me ha explicado qué tal estaba. Creo que no quiere hablar del tema.
La verdad es que después de salir de Amatxu, nos invadió una extraña sensación como de tristeza. A los tres, es curioso. No puedo hablar por los demás, pero creo que en mi caso el origen estaba claramente en mis intestinos.
Hablamos al día siguiente y lo cierto es que ninguno de los tres nos pusimos enfermos ni nada de eso, aunque quizá no os hubiera gustado entrar en el baño justo después de uno de nosotros. La sensación rara en la boca que me habían producido los espaguetis me duró casi hasta el domingo por la tarde, para entonces ya me había acostumbrado a ella.
Ahora que ya han pasado unos días, me da por pensar varias cosas. No sé, en realidad quizá la comida tampoco estaba tan mala, o al menos estaba igual de mala de lo que suele estar en la mayoría de los restaurantes que frecuentamos la gente normal con una vida social activa y que tiene más de 20 y menos de 40. Quizá nos pareció que la comida era mala porque realmente estábamos buscándole los problemas, cosa que no hacemos cuando son las 2 de la mañana y necesitamos meternos algo sólido en el cuerpo para evitar una brutal resaca al día siguiente.
Fuimos a tres sitios en los que no dan buena comida, está claro, pero como estos hay seguramente cientos que hoy mismo están abiertos y donde muchos cenarán esta noche sin hacer ni un solo comentario al camarero sobre lo seca que está la carne o lo blandas que están las verduras de su ensalada. Como decía al principio, parece que cada vez hay más restaurantes que dan basura para comer en Barcelona y le echamos la culpa a la masificación y al turismo, pero creo que en realidad este problema podría solucionarse al menos en parte si fuéramos un poco más exigentes con lo que comemos.
Publicada originalmente por VICE.com
Source: Infobae