Por Ignacio Anaya
Existe un común denominador en los procesos electorales de México: los partidos y sus candidatos están dispuestos a ganar a cualquier costo. No creen ni se ocupan de las reglas democráticas. Van por el poder en los ayuntamientos, en las diputaciones pero, sobre todo, en las gubernaturas.
La evolución de las campañas en los estados de México, Coahuila, Veracruz y Nayarit, donde se renovarán diferentes cargos públicos este domingo 4 de junio, revelan obsesiones más que metas; ambiciones más que deseos de servir.
No le importa al que busca el sufragio convencer a partir de su propia imagen. Para nada. Su estrategia se centra en debilitar al adversario. Busca oportunidades en la laxitud del contrincante y no en su propia fortaleza. Tenemos frente a nosotros una verdadera guerra. Los equipos detrás de los candidatos han hecho de cada oficina y casa de campaña un bunker para planear ofensivas y coordinar defensas.
El tono de los discursos electorales es revelador de esta lógica: mensajes ofensivos, “golpes bajos”, manipulación de información, siembra de grabaciones y sobre todo desprestigio del adversario. La distinción se establece a partir de una premisa inaceptable: a ver quién le embarra más suciedad a su oponente.
Lo peor de todo es que estas luchas abiertas por el poder se realizan bajo patrocinio del Estado. No solo porque las campañas están financiadas con recursos públicos etiquetados para contribuir a construir nuestra incipiente democracia. En este garlito de la guerra sucia, pareciera que poco le ocupa al Instituto Nacional Electoral la dinámica de esta lucha descarnada por el poder, pero no es así. Los principios que constituyen el marco jurídico de las contiendas, hasta cierto punto, lo atan de manos, le imponen un margen de operación que no se puede rebasar por más que quiera.
Y es que los partidos desatienden lineamientos específicos en materia de campañas contemplados dentro de la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales. Por ejemplo el artículo 242, donde se advierte que la propaganda electoral (conjunto de escritos, publicaciones, imágenes, grabaciones, proyecciones y expresiones) tiene el propósito de “presentar ante la ciudadanía las candidaturas registradas”, que “deberán propiciar la exposición, desarrollo y discusión ante el electorado de los programas y acciones fijados por los partidos políticos en sus documentos básicos, particularmente en la plataforma electoral” registrada.
El señalamiento es claro. Se deben emplear los recursos dispuestos por el INE para presentar y discutir los programas de gobierno. El debate público del martes 25 de abril en el Estado de México no cumplió este propósito a pesar del formato. Cada candidato y candidata aprovechó para denostar a los demás.
Otro ejemplo de violación a la ley electoral lo constituye el artículo 244, que insta a los partidos y sus candidatos a respetar “los derechos de terceros, en particular los de otros partidos y candidatos”. De nueva cuenta esta disposición se pasa de largo. Se ha divulgado información que afecta a familiares de candidatos o de dirigentes partidistas ajenos a las contiendas.
También es ignorado el artículo 246 donde se consigna: “La propaganda que en el curso de una campaña difundan por medios gráficos los partidos políticos, las coaliciones y los candidatos, no tendrán más límite, en los términos del artículo 7o. de la Constitución, que el respeto a la vida privada de candidatos, autoridades, terceros y a las instituciones y valores democráticos”. A su vez el artículo 247 ordena que en la propaganda política o electoral los partidos y sus candidatos “deberán abstenerse de expresiones que calumnien a las personas”.
Aquí también se violenta la norma electoral. Los candidatos en sus mensajes o debates insultan: llaman mentiroso al adversario, lo descalifican y le vinculan con la corrupción o la delincuencia. El asunto es que lo hacen con recursos públicos.
Cada una de las 4 entidades federativas que el próximo mes renovarán mediante sufragio un total de 3 gubernaturas, 68 diputaciones locales y 257 ayuntamientos, han generado historias que sustentan este afán de derrotar al adversario con infinidad de recursos destinados a dañar su imagen. Se trata de una narrativa que inició en las elecciones federales de 1988 cuando el priismo comprendió que había perdido su hegemonía histórica y las oposiciones entendieron que deberían participar del mismo juego para desplazarlo del poder.
¿Y cuál es ese juego? El que vimos en las elecciones de 2016, el que estamos observando este año y el que con toda seguridad va a agudizarse en 2018.
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Post y Contenido Original de : Excelsior
Campañas sucias… se hicieron costumbre
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