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Animal en cautiverio

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Animal en cautiverio
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Mientras mis amigos y yo esperábamos al cumpleañero en una cantina del Centro, veía con tristeza como nos habíamos marchitado. Ahora que logramos alcanzar solvencia económica, no podíamos disfrutar de las adicciones que nos divirtieron y después condenaron a tener una frágil salud. Ya ni siquiera podíamos elegir batallas, fuimos obligados a abandonar la arena. Es decir, los humores de los excesos habían erosionado nuestro cuerpo y nos habían alejado de los vicios hasta la ñoña santidad.

 

El ambiente era mortuorio. Mis amigos bostezaban y pulían sus lentes para ver la hora en sus celulares, con la esperanza de una notificación que los salvara de este pabellón clínico. No pude tolerar la escena de cómo tomaban antiácido tan solo de ver el menú. Llamé al mesero y ordené con mis labios cerca de sus oídos mientras le untaba la mano con un billete. Me levanté de la mesa y hablé con voz en cuello para superar la música de fondo y vencer su sordera:

 

“Amigos, escuchen el sonido de mi voz. –Comencé mi diatriba–. Esta noche seré un ministro del diablo, seré su vocero para su beneplácito y, sobre todo, para nuestro beneficio. Esta noche tendremos una excursión al infierno y venceremos la pasividad que nos está matando. Mientras llega el cumpleañero, le sacaremos jugo a la noche y seremos guiados por el canto de las sirenas de la maldad hacia una experiencia vivificadora. Hoy nos tomaremos la licencia de ser jóvenes otra vez. Tendremos un segundo aire de maldad, un recreo maligno el cual nos dará una bocanada de vitalidad. –Notaba como entornaban sus ojos y afirmaban con la cabeza–. Olvidemos nuestros compromisos adquiridos con la edad y volvamos a ser unos irresponsables borrachos de arrabal. No pediremos permiso a nadie, sino perdón a nosotros mismos, para lograr absolvernos con la libertad que nos hemos negado. Mírense nada más, somos los espectros de nuestra cobardía. Domamos el vicio, pero encarcelamos a nuestra alma amordazando a nuestro espíritu decadente. Llegó el momento de desencadenar y de nuevo dar rienda suelta a esa bestia que habita dentro de nosotros y sometimos a cautiverio. Lo domesticamos hasta el fastidioso tedio diario. Es momento de que siga sus instintos y nos guie al pecado para llegar al indulto del éxtasis.

 

“Sabíamos que llegaría estos momentos, estos momentos donde pisamos más un hospital que un congal. Donde ya no amamos la noche, le tememos, porque sabemos que en el silencio de la convalecencia nocturna se logra escuchar, en nuestros adentros, la cuestión que evitamos con nimiedades todo el tiempo, por miedo a la respuesta, ¿valió o no valió la pena haber vivido ese día sin sobresaltos, sumidos en un aburrimiento letal? Donde deseamos abrir los ojos hasta despertarnos con la seguridad de que habrá algo diferente, algo que justifiqué pararnos de la cama. Donde queremos que el tiempo corra más rápido hasta que haya algo emocionante, algo que nos libere de este entierro en vida, pero sabemos que la emoción no está en el futuro, sino en el pasado. Sin embargo, hoy le daremos marcha atrás al reloj. Todavía podemos meter reversa, afrontaremos nuestros achaques y resacas terminales para beber con ese desapego a la vida que nos caracterizó. No somos cartuchos quemados, ni pólvora mojada, ni cohetes cebados, somos volcanes que salen de su reposo. Reanudaremos nuestros vicios para recuperar nuestra juventud, nuestra vida. Para iniciar el aquelarre ordené unos ajenjos. Serán el elixir, el nepente para sanar nuestro sinuoso kilometraje recorrido”.

 

El mesero llegó a la mesa con la charola llena de caballitos de la bebida opalina. Me interrumpió justo a tiempo, ya que no sabía cómo proseguir. Una vez que recibimos el catalizador de aventuras, alcé con miedo la bebida, sabía que esa pequeña dosis me garantizaba indigestión y acidez por una semana. Aún así lo empuñé con fuerza y para cerrar el discurso atajé con la nota más alta de mi garganta nuestro grito de guerra juvenil: “¡Hasta la inconciencia siempre! ¡Salud!” Todos bebimos con sed suicida el tónico milagroso, excepto Carlos, un yonqui sesentero nacido en los ochentas. Se encontraba en una fuga autista mirando hacia la nada. Una gota me resbaló por la comisura del labio, la limpié con la manga de mi camisa, fruncí el ceño y grite: “Vámonos”.

 

Como si mis palabras junto con el ajenjo hubieran incendiado su cerebro y rebotado en su corazón, para bombear sangre rejuvenecida, salimos con paso firme, a pesar de nuestras reumas, orgullosos de pertenecer a la sociedad de alcohólicos retirados, pero con ganas de tener una recaída, con la emoción de un exconvicto por reincidir en el crimen que lo deleitaba. Alguien compró un cigarro suelto en un puesto de periódicos que pasó de mano en mano sin ceremonias. Todos al darle una ligera calada tosimos como desahuciados. Entramos a un bar de República de Cuba, escenario de nuestros desfiguros universitarios.

 

 

Vertí en sus oídos el veneno de la tentación; de inmediato ordenamos una cubeta y antes de destapar la primera cerveza todos se hallaban representando su papel adolescente. Un par de chicas escuchaban atentas la perorata de Crisanto, donde antiguas ninfas caían desmayadas. Su cortejo se vino abajo cuando, sin querer, escupió un diente flojo, en vez de la continua saliva en añejas discusiones políticas. Las chicas se espantaron y corrieron al baño a tratar de extirpar la imagen de su mente, mientras Crisanto recogió el diente del suelo y presumió: “¡Por fin salió!”

 

Valeriano antiguo guerrero etílico de semblante imperturbable se tambaleaba. Trataba de encontrar un lugar donde sujetarse para no irse de bruces. Al parecer su hígado había perdido la guerra al quebrantarse tras innumerables batallas. No sólo el hígado se había deteriorado, al encontrar sostén en Ruso, un elfo azteca, se logró vislumbrar un hilillo de orina que corría por su pantalón, desde su bragueta abierta hasta la mitad de su muslo.

 

Lalo, el quechua perdido, se preparaba, con su cuerpo de guerrero águila, para la danza del slam. Con las primeras notas, como si fuera el sonido de un caracol que anuncia la batalla contra la tribu enemiga, el tlatoani de Cuajimalpa estiro sus tirantes con los pulgares y rebotaron en sus tetillas deshilachadas. Un niño con una dulce embestida lo derribó fuera del círculo del baile. Reynalda con su eterna vocación de ambulancia, corrió a su auxilió con sus ubres vacunas que la gravedad mandaba al ombligo y el rebote al mentón.

 

Al terminar la canción, Barolio, virtuoso músico de cuatro cuerdas, pidió un palomazo al grupo del bar. Pocos minutos después fue echado del escenario por músicos y aficionados a punta de insultos, porque sus dedos lentos y raquíticos no lograron seguir el ritmo de una balada. Mi pequeña Diana, la cual rescaté de un basurero escolar, cuando unos chacales mochos la asediaban, casi me provoca mi segundo infarto al ver como se desmayaba en medio del público. Estuvo a punto de entrar a la última puerta del averno. Reynalda la ayudó a inhalar sales de amoniaco, que el mesero le facilitó. Se nos quería adelantar al último piso del inframundo. Resucitó con una dilatada sonrisa para lucir su dentadura nueva.

 

Mientras tanto, yo, contagiado por el ímpetu de mis amigos, en un trance eufórico, me quité la playera que se llevó consigo mi peluquín, el cual trataba de esconder mi penosa calvicie. Al hincarme por él, mis rodillas se negaron a izar mi cuerpo; el ajenjo disparó el ácido úrico y ahora fui yo quien fue asistido por Reynalda.

 

Volvimos a la cantina, desmoralizados, vomitados de las fauces del averno antes de que Barbosa y Marchas, dos sanguíneo bucaneros de asfalto con temperamento de olla exprés, iniciarán una pelea, porque, a palabras de ellos, unos tipos se le quedaron viendo feo.

 

La palomilla estaba herida. Nadie decía nada. Se renovó el ambiente fúnebre. En la cara se les notaba la vergüenza de quien acaba de traicionarse a sí mismo y se fueron despidiendo uno a uno con la promesa de volver a vernos pronto, aunque tuviéramos la certeza de que no nos contactaríamos ni por teléfono en un largo tiempo.

 

Al final sólo quedó Carlos, el cual nunca se despegó de su asiento, ya que no puso atención a mi sermón y ni siquiera había notado nuestra ausencia. Ahora se encontraba ensimismado con una cuchara. Por sus principios de alzhéimer había olvidado el motivo de la reunión

 

–¿Y a quien esperamos, M? –Preguntó con voz lenta de drogadicto consumido. Y con el desconsuelo de cada año respondí:

–Al Pelos, pero ya mejor vámonos. Nos volvió a fallar; ya no vino otra vez.

–¿Y cuántos años cumplía?

–Igual que nosotros, es de nuestra generación: 33 años.

 

  1. Mont Julio del 2018, Mérida, Yucatan

 

M.Mont