Se sabía –y justificadamente según él– con complejo de superioridad. Y no era para menos: su figura agigantada en esa pantalla de cine lo hacía sentirse enorme, grandioso y agreguemos que la película era un éxito y alimenta las cosas mundanas que envanecen a cualquiera, sobre todo cuando a los ojos de los concurrentes a esa sala en penumbra eres el detective sagaz, haces gala de agilidad física y mental y como divisa personal tiene el honor y el bien, además de ser amante sin par.
La trama magistralmente manejada, lo presentaba sorteando mil peligros, triunfando al fin y besando en el happy end a la guapa y leal chica que con su belleza coloreó el film.
Pero cuidado, ¿no alguien dijo cierta vez que lo consuetudinario llega a aburrir? ¿Y otro más, y que lo mucho dulce tiene empalaga? Pues así fue como un día nuestro héroe deicidio cambiar su actitud.
Así, mientras los cinéfilos devoraban palomitas de maíz y refrescos de cola, él, en lugar de rechazar el dinero que para cohecharlo le presentaron los gángster, tranquilo y sonriendo cínicamente lo aceptó, de reojo miró a la multitud… nada, el que comía, comía, y que veía, miraba todo sin alterársele un músculo del rostro.