Cuando el tradicional malestar francés se vuelve insoportable para sus delicados estómagos, aparece la histórica y tan repetida frase de “Francia está harta“. Desde hace tres semanas, las calles de varias ciudades de provincias y hasta el corazón de París están viviendo una nueva revuelta de esa Francia harta. Esta vez, estalló por un aumento en el precio de los combustibles. Miles de personas se pusieron los “gilets jaunes”, los chalecos amarillos obligatorios que deben llevar en sus autos, y salieron a gritar contra el presidente Emmanuel Macron. Este fin de semana, cuando unos 5.000 manifestantes llegaron hasta el Arco del Triunfo, los extremos del péndulo político aprovecharon la situación y sus “groupuscule” comenzaron a incendiar y romper. Otra vez las barricadas, el fuego, las pintadas, la violencia, les flics (policías), los manifs (manifestantes), los services d’ordre (el cuerpo de infantería de la policía)…El mayo del 68.
“París es una fiesta que nos sigue”, dijo Ernest Hemingway y se puso a escribir el libro sobre la vida en esa ciudad “en los felices 20”, que nos marcó a muchos y nos hizo amar el periodismo, los ideales de la Revolución Francesa y, por supuesto, a la ciudad luz. “Paris era una fiesta” se publicó en 1964, cuando “Papa” ya había muerto. Cuatro años más tarde se convertiría en un símbolo para muchos chicos que querían volver a encontrarse con ese espíritu del Montparnasse junto a la editora Gertrude Stein, el poeta Ezra Pound o el escritor James Joyce. Una generación que ya había olvidado la guerra y que se había criado arropada por el Estado del Bienestar de Europa exigía cambios a esa sociedad aún gobernada por el general Charles de Gaulle, el héroe de la II Guerra que ellos no habían escuchado en sus históricos mensajes de la resistencia contra la invasión nazi y que veían ya como un anacronismo. Esa sociedad demasiado estructurada, anquilosada, nos los contenía. Querían cambios y rápidos. Estaban a la búsqueda de una causa y la encontraron los estudiantes de la universidad de Nanterre a los que se les impedía entrar en los dormitorios de sus compañeras. Decían que no los dejaban ser libres sexualmente. “Une histoire de cul!”, decían los gaullistas en forma despectiva. Sí, fue el sexo, como muchas otras veces en la Historia, lo que desencadenó la revuelta más importante que vivió Francia desde la Revolución de 1789 y la Comuna de 1871. Los “soixante-huitards” querían la libertad a toda costa y la consiguieron luchando en las calles empedradas de ese mayo de hace 50 años.
Ahora, en 2018, es una historia de obscena concentración de riqueza. Es el gran mal de la globalización y del siglo XXI en todo el mundo. Y siempre está Francia para marcar las nuevas tendencias ideológicas y de acción política al resto del planeta. Después de la movilización de más de 106.000 personas en todo el país el sábado 24 de noviembre, los “chalecos amarillos” volvieron a convocar a través de las redes sociales a los partidarios del movimiento a reunirse el 1 de diciembre. El Ministerio del Interior francés había registrado a la mediatarde de este sábado, 75.000 manifestantes en París, Gironda, Brest, Toulouse, Montpellier, Lille o Marsella. Entre los que se habían convocado en la capital gala se colaron unos cuantos miles de “casseurs” (revoltosos) de los grupos anarquistas y neonazis. Una vez más juntos. Siempre tan cercanos.
Ni el discurso del presidente Macron del 27 de noviembre, ni la reunión de representantes del movimiento con el ministro de la Transición Ecológica y Solidaria, François de Rugy, ni otra ofrecida con el jefe de gobierno, Edouard Philippe, disuadieron a los “chalecos amarillos” a detener esta tercera gran protesta. Pero el movimiento que había nacido para manifestarse contra el impuesto “ecológico” que aumentó el precio del combustible, ya era una suma de grupos heterogéneos que expresaban una sensación de injusticia social y una desconfianza en los políticos, mucho más allá de su causa inicial. El mismo sentimiento que está explotando por todos y en una gran diversidad. Los engloba su carácter populista. Y ya sabemos que ese sentimiento puede derivar en elecciones que ganan personajes como Trump o Bolsonaro o en arrebatos como el Brexit.
El sábado, la “bronca” se expresó con los disturbios más violentos que sacudieron a Francia en al menos una década. Los “gilets jaunes” y los infiltrados “casseurs” incendiaron automóviles, rompieron ventanas, saquearon tiendas y pintaron el Arco del Triunfo con graffitis al estilo 68. Macron denunció la violencia desde Buenos Aires donde participa de la cumbre del G-20. Y lanzó una de esas frases presidenciales típicas: “los responsables de estos actos enfrentarán las consecuencias”. También anunció una reunión de emergencia con su gabinete para este domingo. La policía informó que ayer al menos 110 personas, entre ellas 20 policías, resultaron heridas en las protestas y otras 224 fueron arrestadas. Desde que comenzó el levantamiento hace tres semanas ya hubo dos muertos y más de 600 heridos.
Lo escribió un columnista del France Soir: “la bronca con Macron encontró una causa”. Los gilets jaunes expresan un desencanto muy amplio con el ocupante del Palacio del Elíseo. Apenas 18 meses después de su elección, los índices de aprobación de Macron se desplomaron al 26%, un mínimo histórico para un jefe de estado francés. Una encuesta realizada la semana pasada mostró que más del 70 por ciento de la población apoya las protestas del chaleco amarillo. El ochenta por ciento estuvo de acuerdo con la afirmación de que Macron es el “presidente de los ricos”. Su movimiento, En Marche, es superado hoy en las encuestas por el partido de extrema derecha National Rally de Marine Le Pen, una nueva versión edulcorada del racista Front National de su padre.
La sorprendente victoria de Macron en mayo de 2017 rompió el molde de la política francesa. En Marche destruyó a socialistas y toda la centro-derecha. Con 39 años, se convirtió en el presidente más joven de la historia. Se había casado con su profesora, 25 años mayor que él, y no tienen hijos propios. Francia era su familia, dijo. Apuesto, articulado y seguro, el ex ministro del anterior gobierno socialista era visto como una bocanada de aire fresco ante la contaminada política tradicional. Pronto se convirtió también en una referencia internacional, primero en la Unión Europea alinéandose junto a la canciller alemana Angela Merkel, y después a nivel internacional oponiéndose a las medidas proteccionistas y populistas de Donald Trump.
Hubo un breve período de luna de miel. Si bien era un progresista liberal en asuntos sociales, fue astuto y despiadado al enfrentar a los poderosos sindicatos en sus primeros y exitosos esfuerzos para reformar la economía francesa y las leyes laborales. Estaba haciendo lo que ningún otro político se había atrevido a emprender antes. Pero en poco tiempo su carisma y sus reformas chocaron con ese tradicional escepticismo francés. Lo bautizaron “Jupiter”, el más grande de los dioses romanos. En los cafés comenzaban a repetir que se le había subido el éxito a la cabeza.
Y empezaron los “escándalos”. Gastaba en lujos personales cuando le estaba pidiendo a la gente que se ajustara el cinturón. Treinta mil dólares en maquillajes en tres meses. También una piscina costosísima para la casa de descanso presidencial en la Riviera o banquetes “a la Macrons” de gastos extraordinarios. Aparecieron datos que no habían surgido en la campaña como el cobro de tres millones dólares para asesorar en un negocio a la multinacional Nestlé mientras trabajaba para el banco de inversiones Rothschild. Las medidas de austeridad afectaron particularmente a la clase media trabajadora mientras Macron proponía reducir un impuesto a la riqueza y la tasa máxima del impuesto a las ganancias de capital. Incluso, en una entrevista televisiva se negó a usar el término “evasión de impuestos”. En cambio, insistió en la vaga frase “optimización fiscal”.
En junio el propio Macron retwitteó un video de él mismo casi gritando de exasperación al personal del Elysee. “Durante demasiado tiempo, Francia gastó un montón de dinero en beneficios sociales”, aparecía diciendo en las imágenes. Benoit Hamon, el derrotado candidato presidencial socialista, le respondió: “Cuando uno mira cómo habla de las personas menos acomodadas (…) El macronismo es una forma de racismo social”. Ese mismo mes, otro video de Macron reprendiendo públicamente a un estudiante por no referirse a él como “señor” o “señor presidente” se volvió viral. Recordó un incidente similar durante la campaña presidencial cuando un trabajador en huelga lo acusó de ser un “hombre demasiado bien vestido”. Macron replicó: “La mejor manera de pagar un traje es conseguir un trabajo”. La imagen de un “arrogante que no le importa para nada lo que piensen de él” se había cimentando.
Les Bleus le dieron un respiro durante el Mundial de Rusia. Apareció en todos los medios con los puños hacia el cielo, triunfal. El fútbol rescata políticos en todos lados y Macron no podía ser la excepción. Pero a los pocos días, estalló el “caso Benella”. Su subjefe de personal y asesor de seguridad, Alexandre Benalla, había sido suspendido en secreto por atacar físicamente a manifestantes anti-Macron en un mitin del Primero de Mayo. Los parlamentarios de la oposición presionaron hasta que Benella fue despedido, pero la opinión pública empezó a entender que Macron estaba haciendo las mismas cosas que él criticaba de los viejos políticos. Uno de sus aliados en el congreso renunció al partido y dijo que se sentía como si estuviera “en el Titanic”. Otros dos ministros lo siguieron, el del Interior, Gérard Collomb, y el de Medio Ambiente, Nicolas Hulot, quien renunció en vivo en la televisión sin previo aviso.
La última gota fue la protesta de miles de mensajes en Facebook por el impuesto a la gasolina. Se quemaron estaciones de peaje, los ánimos se dispararon y las dos muertes ocurrieron cuando los conductores entraron en pánico o intentaron escapar del caos de la barricada. Hasta que el fuego llegó al Arco del Triunfo y comenzó a amenazar seriamente al Palacio del Eliseo y su ocupante.
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Source: Infobae