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Parán

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La luz del celular hacía más grande la noche a mi alrededor, dimensionaba mi presencia en medio de tanta negrura. La rigidez del silencio hacía más notorio el paso de las hormigas por mis pies. En medio de Parán, logré ver el contorno de montañas que rodeaban el poblado. El teléfono vibró. Una voz infantil repitió “bueno” en un par de ocasiones. Soy el doctor Ponce, vine a Parán… “bueno, bueno”. La interferencia cortó de golpe la comunicación. Marqué al número, pero esta vez no hubo ni un sonido. Mientras la luz del móvil se diluía, noté cómo las hormigas se esparcían a gran velocidad. No quise moverme ni un centímetro para no alterar ese orden, lo que seguro era la construcción de un imperio bajo la tierra. Dos focos daban un aspecto menos desolado a esta tierra, donde un puñado de casas era todo Parán.

Me sorprendió no escuchar un solo ladrido, ni un solo paso, ni siquiera el vuelo distraído de un ave. Toda esa calma resultaba abominable. Andrade habló maravillas de este pueblo, sin embargo, a mí me parecía que algo había detrás de su risa fingida. Volví a marcar el número sin tener resultado. De pronto, me percaté que desde mi llegada no me había movido del lugar donde me hallaba, como si con hacerlo alterara la quietud del instante: decidí quedarme de pie observando cómo nada ocurría.

Posterior a su llegada, Andrade me contó sobre la herencia de ceguera que padecen los hombres de Parán provocada por una retinitis pigmentosa. Al menos 60 varones están ciegos. Por las anchurosas calles andaban seres inciertos, hombres hechos de recuerdos, algunos, otros de imaginación. Ni siquiera huellas de pisadas sobre la tierra. Acaso este pueblo había desaparecido en su propia ceguera, tal vez nadie habitaba Parán ahora, posiblemente un éxodo a una tierra más alegre impulsó a los pobladores a salir. Ni un vestigio de civilización, entonces ¿me habré confundido de lugar? A pesar de la incertidumbre, algo me hacía sentir que no estaba errado, aquí es Parán, aquí viven los ciegos, aquí es donde debo quedarme. La noche parecía inamovible, también.

Miré el reloj, había transcurrido más que tres horas desde mi llegada, pero el andar de las hormigas, el silencio trepidante, la atmósfera hipnótica de un pueblo aletargado daban la impresión de un tiempo inmemorial. Acaso de un punto ciego en el espacio. Yo no sé. El ruido creciente de mi teléfono me devolvió a un punto de llegada. Esta vez sí hubo respuesta: Doctor Ponce, lo estamos esperando en Parán. La voz monocorde decía esto como una letanía, un guión aprendido. Sí, sí, repetí para asegurarme que mi voz era mía y no de alguien más.

De pronto se dibujaron siluetas de hombres, mujeres y niños. Venían a mi encuentro, ellos con bastones marcando una línea sobre la tierra. En instantes ya estaban frente a mí. Un hombre joven me tendió la mano: soy Sinué, dijo. Tardé en entender, levanté la mano y lo saludé con fuerza. Qué bueno que llegó, hacía tiempo que se había ido, creímos que no volvería a Parán. No respondí porque una preocupación mayor me crispó los nervios: habían desaparecido todas las casas y el brillo de los focos del pueblo. Ahora sólo escuchaba voces. Una mano me tomó por el brazo y me jaló delicadamente. Seguí, eso lo sabía, la línea que los bastones de los ciegos habían trazado. Ahora sabía que aún no llegaba a Parán, apenas comenzaba el camino hacia el pueblo.

HASHTAG. Lo de Javier Duarte es una afrenta. Su rostro, lleno de cinismo, provoca la ira generalizada. Todo apunta a que su destino sea similar al de la maestra Gordillo: una apuesta al olvido y a la resignación. Aunque se declaró culpable, este dictamen parece más un premio que un castigo. Mientras tanto, su esposa seguirá en Londres, tranquila con su inocencia, disfrutando de todo aquello que sí se merece, porque se lo merece, que no nos quepa la menor duda. Estamos en una tierra de ciegos donde el tuerto es rey.

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Source: Excelsior