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viernes, septiembre 20, 2024

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La calle R…

–Y dime, ¿sigues en ése trabajo nefasto?

–¿De reclutador?, sí. ¿Y tú?

–¡¿En serio?! ¡Ay, Luis! Te dije que los Recursos Humanos a duras penas te iban a dar de comer. El dinero está en las ventas, por eso sigo ahí. ¡Ya me ascendieron a gerente!

Platico con Rubén, un amigo de la juventud, en una cafetería de la calle Gante, del Centro Histórico. Nos reencontramos después de un largo tiempo sin saber de nosotros. El clima es inmejorable; la noche es tibia, el cielo está despejado, la luna brilla con intensidad y a lo lejos, con atención, se logra escuchar la suave música del organillero.

Conocí a Rubén en el nivel medio superior, en una vocacional, cerca del Metro Balderas. En la primera clase, de manera fortuita, formamos un equipo de trabajo. A partir de ahí, semejante a un gusano, se parasitó en mi cuerpo. Se aprovechó del intelecto y dedicación con la que estudiaba, para acreditar las materias. Jamás logré desprenderme de él. Nuestra amistad fue enfermiza y visceral. Regularmente me enfadaba, pero en ocasiones se ganaba mi admiración. Tenía un gran encanto con las mujeres y sabía ganarse el respeto de los hombres. Se conducía con gracia y educación para que se cumplieran, de manera sutil, todos sus deseos. De igual forma, Rubén, es de los tipos que utilizan la táctica de rebajar a los demás con insultos deliberados, para ensalzarse. Cuando estábamos con más compañeros se aferraba a minimizar y burlarse de mi persona. No así cuando estábamos solos; me contaba secretos y los pormenores de su vida. Su sombra cubría todos los aspectos de mi existencia. En todo interfería, me reprochaba cualquier decisión y siempre cumplía las apetencias de su voluntad. De alguna manera no podía negarle nada. A veces, me desesperaba y lo contradecía, pero él insistía hasta doblegarme.

El mesero se acerca para anotar la cena. Ordeno. Rubén me crítica:

–¡Cómo vas a pedir eso! ¡Por amor de Dios! Qué mal gusto. A parte está cargado de grasa.

Cambio de opinión a algo más ligero.

–¿Y de beber, caballero? –Pregunta el mesero.

Ordeno de nuevo y Rubén, antes de que acabe, me reprime:

–¡Noo! No. Eso es de niñas. Tráigale una cerveza, por favor.

El mesero gira a mi posición. Asiento con la cabeza y la mirada baja.

Su arrogancia había crecido. Me parece que siempre había estado ahí, latente. En la juventud tenía ocasionales brotes petulantes, pero ahora con su temprano éxito, su egolatría estaba a tope. Con sus ínfulas de superioridad, Rubén, despoja el guiso de la comida y la torna insípida. Llevaba poco tiempo con él, pero ya me estaba arrepintiendo de haber asistido. Un sabor amargo cubre mi paladar, no por la cerveza, sino por haber pasado los mejores años de mi vida con un arribista, un embustero, un manipulador despreciable. Una vez egresados del bachillerato me persiguió a la universidad. De nuevo cargué con él como una sanguijuela.

Un niño de la calle mendiga afuera del establecimiento. Rubén corta de tajo sus palabras y su semblante cambia.

–¿Aún sientes miedo? –Indago sorprendido–, pero si ha pasado mucho tiempo.

Coloca los dos codos sobre la mesa, se contrae, sus músculos se hinchan debajo de la camisa y con gravedad expresa:

–Lo que pasó aquel día fue serio, Luis. Pude haber muerto y nadie se hubiera enterado. La verdad es que no lo he superado. Pesadillas recurrentes, a partir de esa atroz experiencia, me despiertan por la madrugada. Saber que estamos a unas cuantas cuadras de donde ocurrió, me carga de nervios.

Las tardes de viernes nos íbamos de farra al Centro, por la cercanía, economía y diversidad. Rubén y varios amigos celebrábamos, en la calle República de Cuba, no recuerdo el bar, el fin de semestre. Fumábamos y bebíamos copiosamente. A Rubén se le notaba más animado de lo normal; bailaba con semblante descompuesto, cantaba con voz entrecortada y su mirada se desorbitaba. De repente desapareció. Su partida sin advertencia no disminuyó la diversión. Lo vimos tomar sin reparo y pensamos que había sentido mal y había resuelto regresar a casa. El lunes siguiente estaba abatido, pálido, con la mirada distante y cojeaba al caminar. Al preguntarle si se encontraba bien respondió:

“No, no estoy bien, Luis. Juré no contarlo. Seguro me tacharían de loco, pero, tal vez, si lo confieso encuentre algún alivio. Tú eres mi amigo, por favor no me juzgues. No te pido que me creas, tan solo escúchame. El viernes me sentía muy mal. Tomé mucho en poco tiempo.

El disturbio en el bar me sofocó. Sentía que el tumulto de gente dejaba poco aire respirable y un vértigo hacía subir la cerveza hasta mi garganta. El sabor de la comida digerida junto con la bebida me ocasionó nauseas. Fui al baño.

Estaba ocupado, agarré la mochila, salí del bar y vomité en la esquina de la calle. Tuve un fuerte mareo, como si se me hubiera bajado la presión. ‘Tengo que irme de aquí’, resolví. Únicamente tenía que llegar al Eje para tomar el camión que me deja en la puerta de mi casa. Pero en ese momento, saber cuál era la dirección correcta, se me hizo una tarea imposible. No sé qué rumbo tomé.

Después de un rato las calles estaban desiertas y mal iluminadas. El bullicio de los bares se había disipado por completo. Mis pasos hacían eco. Los edificios eran grandes, anticuados, con la fachada carcomida. Parecían emitir sonidos guturales, como si me estuvieran alertando. Empecé a sentir miedo.

Tenía la noción de ser vigilado; me parecía ver personas escondidas en la penumbra. Mi respiración parecía agitarse y mis venas retumbaban por los fuertes latidos de mi corazón. De pronto escuché un silbido. Me detuve. Un centenar de figuras irregulares emergieron de las tinieblas. Caminaban con una enloquecedora lentitud.

Sin embargo, no lograba mover mi cuerpo para escapar. Un terror súbito congeló mis articulaciones. No era gente normal, ¿sabes? Cuando se acercaron las vi con detalle: se notaba en su cara el hambre, la tragedia, la ansiedad y una especie de locura. Eran espectrales, con la tez cacariza y cicatrizada, semblante sucio, costras de mugre, con la ropa raída y las tallas más grandes, con zapatos rotos e impares, chimuelos y los pocos dientes que tenían estaban llenos de sarro; sus ojos amarillos con vetas rojizas estaban totalmente desenfocados.

Eran tullidos; se movían torpemente con las coyunturas descompuestas, como títeres. Cuando se acercaron llegó su peste. ¡Ése maldito olor a coladera abierta, Luis! ¡No lo puedo olvidar! Cuando atravieso los barrios más bajos de la ciudad lo recuerdo y se me abre un boquete de asco y temor en el estómago. Un aire irrespirable a orines, drogas baratas, sudor contenido, aliento a comida descompuesta.

Seguramente son los supervivientes de nuestra crueldad; los abortos fallidos, los bastardos que sobrevivieron al abandono en el bote de basura, los cojos, los ciegos, los enanos, los que nacieron con algún síndrome, retraso mental, demencia, o los ancianos lisiados, gente desamparada, exiliada de la sociedad.

“Me rodearon. Sentí un empujón y caí al suelo. De un jalón rompieron los tirantes de la mochila. Un sinfín de manos callosas desprendieron mis ropas y me despojaron de todas mis posesiones de valor. Me inmovilizaron sujetando mis brazos y piernas. Intenté resistirme, pero estaba muy débil y aturdido. Se comunicaban por medio de sonidos raros, como chillidos. Pensé que devorarían mi cuerpo entero.

Cuando dejé de luchar, un nuevo chiflido sonó, al mismo tiempo me soltaron, huyeron y se escondieron entre las sombras, como viles ratas, Luis. Me habían dejado sin zapatos, casi desnudo. Como pude corrí a una avenida, paré un taxi y me llevó a casa. Tal vez no me creas, pero, te lo juro, Luis, fue real y eso es lo que más me turba. Ahora, sereno, sé que la calle es R… Prometí no pasar por ahí de nuevo”.

Al terminar su relato parecía que iba a llorar. Tenía años de conocerlo, pero jamás había visto esa expresión en él. Y no la he vuelto a ver.

–Entro tarde, salgo a la hora que quiera, pero me pagan como si trabajara horas extras, ¡ja, ja, ja! –Rubén se reía sarcásticamente mostrando los restos de la cena en la boca, al ufanarse de su trabajo.

Un par de chicas, a unas cuantas mesas de la nuestra, miraban a Rubén con disimulo y reían.

–Veo que aún no pierdes el encanto, Tigre. –Señalo con la mirada a las chicas.

Rubén cambia de posición. Las ve de frente, les sonríe y ellas se sonrojan.

–Son unas coquetas. Te apuesto a que si nos decidimos esta misma noche nos acostamos con ellas. ¿Vamos?

–No Rubén, gracias. Yo no soy así. Bien lo sabes.

Da un leve golpe a la mesa y con soberbia reclama:

–Ay, Luis, no cambias. La timidez te sigue dominando. Nunca aprendiste a relacionarte con las personas. Por eso estás atrapado en un empleo sin futuro. Yo sé que no tengo tu inteligencia, ni disposición, pero poseo lo más importante: seguridad. Nada me intimida, sé conducirme con los demás y estoy contento con lo que tengo…

Su comentario me irrita y dejo de prestarle atención. Apuro la comida para largarme lo más pronto posible de la cafetería. Termino y solicito la cuenta al mesero.

–Ya me voy Rubén, lo siento. Tengo un compromiso y trabajo mañana.

–¡Ja! ¿En serio? No sé qué me sorprende más; que tengas un compromiso, que trabajes los sábados o que después de tantos años recurras a la mentira para deshacerte de mí.

Al ser descubierto la sangre corre a mi cabeza y ruboriza mi rostro. El mesero trae la nota. Saco mi billetera. Rubén se adelanta y avienta sobre la mesa un billete. En tono vivaracho bromea:

–Aquí no fían, Luis. –El mesero sonríe y Rubén agrega–: ¿No quieres un aventón en mi carro nuevo? Lo estacioné a un par de cuadras.

¡Carro nuevo!, presumido. Me niego:

–No, de verdad, gracias. Eres muy amable.

–Bueno… Pues… suerte. Espero verte pronto.

Me estrecha la mano con firmeza e intenta abrazarme. Doy media vuelta para evitarlo.

Qué imbécil soy. Cómo pude exponerme a tal humillación. Ningún compromiso me aguarda, pero no quiero estar con él. Tal vez por lo pretensioso, o por hacer notar lo patética que es mi vida. Serías un vago, como a la los que les tienes tanto miedo, si no fuera por mí. Vuelto cólera, atragantado en insultos internos, veo como su figura se pierde entre la gente de la calle Madero. No quiero estar solo en casa.

Puedo regatearle a una prostituta en Pino Suárez, quizá en la Plancha haya algún evento, o puedo seguir bebiendo en cualquier bar. Distraído, comienzo a caminar con la mirada en el suelo. Lo ayudé, pero siempre fue mejor que yo. Un señor me regaña por tirar mercancía de un puesto ambulante, afuera del Metro Allende. Sigo adelante.

En todos estos años, en todo este tiempo simuló ser mi amigo, para aprovecharse de mí. Paso de largo el Metro. Me usó como catapulta. En la calle República de Cuba gran cantidad de chicos esperan entrar a los bares. Fui un estúpido por dejarme someter. Choco contra personas.

Reclaman. No me importa. Siempre tuvo un gran poder sobre mí. Una señora, en un carro sucio y mal iluminado me ofrece comida para llevar. No volteo a verla. Nunca tuve el valor de replicarle nada ¡nada! La gente va desapareciendo. Si pudiera de alguna forma se lo demostraría y… Un detalle me hace salir de mis cavilaciones: las reverberaciones de la ciudad se apagaron por completo.

Mis pasos me llevaron a una parte del Centro que no conocía. Alzo la vista y en la esquina un letrero anuncia el nombre de la calle: R… ¡Es donde Rubén tuvo su percance! Echo un vistazo. Es sombría y un hedor fétido se respira en el ambiente. Voy a demostrarle quien es el tímido. En un impulso incontenible por ser más atrevido que Rubén cruzó la calle. ¡Tendrás más éxito que yo, un mejor empleo que yo y mejor porte que yo, sin embargo, está noche seré más valeroso que tú! Escucho un leve ruido. Los edificios crujen. Percibo voces bajas, como susurros. No creo que sea verdad. Seguro fue una alucinación a causa del alcohol.

Pienso para darme valor. Siento que alguien me ve a mis espaldas. Me vuelvo rápido. No hay nadie. Tal vez sea la gente que mendiga afuera del Metro. De cualquier forma ellos son inofensivos. Un faro con luz intermitente ilumina y apaga figuras irregulares. Mis pasos resuenan en toda la calle. Un escalofrió recorre toda mi columna.

A pesar de la cálida noche una gota de sudor resbala por mi frente. Un miedo inaudito se apodera de mi cuerpo. Escucho un silbido. Un montón de pasos, como un ejército, se aproximan a mí y… simplemente cierro los ojos…

 

M.Mont

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