Como complemento a lo expresado aquí la semana pasada, con respecto a la forma grotesca en la que muchas instituciones literalmente, regalan la calificación a sus alumnos; encontramos otra situación que atañe directamente a la supuesta objetividad con la que se deben hacer las cosas: la evaluación docente.
Es innegable que los procesos de evaluación a docentes son necesarios, porque se trata de mecanismos que deben ofrecer, bien desarrollados, referentes puntuales para que los profesores sepan si aquello que han implementado y desarrollado en el aula (presencial o virtual), ha logrado cubrir con las expectativas de los involucrados en la función educativa.
Que un educador realice bien su trabajo es del interés de las instituciones educativas, de los alumnos y del propio mentor; por lo mismo, estos procesos deben hacer una revisión de por lo menos tres factores que son visibles: el cumplimiento administrativo, la calidad académica y la percepción de los alumnos, pero esto conlleva un alto grado de madurez de quienes deben evaluar, para hacer los análisis pertinentes y responder con base en hechos y no en supuestos.
Lo administrativo resulta sencillo, pues simplemente se buscará que los docentes empaten sus acciones con un cronograma de actividades predeterminado por la institución, en el que se dan lineamientos puntuales para el desarrollo y cumplimiento de toda esa tramitología inevitable en los espacios de comunicación del conocimiento: planeaciones, entrega de actas de calificación, asistencia, retroalimentación puntual de tareas, por citar algunos criterios.
La calidad académica emana de los resultados globales que los grupos a su cargo obtienen; es triste ver cómo sigue habiendo colegas que presumen que tienen un porcentaje de reprobación altísimo, cuando en realidad se trata de un área de oportunidad que tendrían que atender para elevar sus indicadores (éticamente, por supuesto).
El conflicto viene cuando de la opinión de los estudiantes se trata, porque en mi experiencia, un número importante de ellos califica con el estómago, y ve en estos cuestionamientos una gran oportunidad de venganza en contra de quienes suponen les afectaron en el proceso.
Un alumno que no es capaz de entender que el mero hecho de entregar un trabajo no garantiza un diez en automático, se molestará y dirá que el profesor es injusto; un estudiante que recibe una sugerencia de mejora de algún entregable, que suponía perfecto, dirá que el maestro no cumple con las ponderaciones establecidas, una persona cuyo ego no le permite darse cuenta que el conocimiento se obtiene del diálogo y la interacción armónica, dirá que su profesor no sabe.
Evaluación sin análisis integral es un riesgo; de ahí la necesidad de que estas situaciones sean consideradas por quienes toman las decisiones dentro de las escuelas y universidades, para saber detectar cuando se trata de comentarios emanados de la realidad, o simplemente de la mala fe.
Esto no significa que haya casos que ameriten sanciones, pero las cosas deben ser puestas en su justa dimensión para, con ello, evitar injusticias.
Como docentes dedicados, apliquemos aquella máxima de Albert Einstein: Las personas débiles se vengan, las fuertes perdonan y las inteligentes ignoran.