El coronavirus y la anorexia se retroalimentan. Por un lado, la pérdida de apetito es uno de los síntomas de la COVID-19; por otro, las personas que padecen anorexia son más susceptibles ante el virus.
Las personas con anorexia nerviosa creen tener exceso de peso aunque estén profundamente delgadas. Esta patología “supone el rechazo de la comida por parte del enfermo y el miedo obsesivo a engordar, que puede conducirle a un estado de inanición”.
“La anorexia puede llevar a una situación de gran deterioro y debilidad ocasionada por un ingesta insuficiente de nutrientes esenciales”, detallan los especialistas de la Sociedad Española de Medicina Interna.
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De igual modo, Loreto Montero, psicóloga general sanitaria y especialista en trastornos de la conducta alimentaria, aclara que dichos trastornos “son enfermedades mentales que cursan con complicaciones fisiológicas”.
En cuanto a la anorexia nerviosa, la experta del Instituto Psicológico Cláritas explica que, generalmente, “viene acompañada de un estado de malnutrición que provoca, entre otras cosas, alteraciones en los neurotransmisores, enfermedades cardíacas y del aparato digestivo”.
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Se afecta al sistema inmune
“Además, la malnutrición acarrea una desregulación de las hormonas y péptidos gastrointestinales, que altera la sensación de saciedad y el apetito de los pacientes y actúa como mantenedora de la enfermedad”, precisa.
Montero subraya que las consecuencias biológicas de la enfermedad pueden ir desde el enlentecimiento del desarrollo óseo, es decir, del crecimiento, hasta la alteración ocasional de la actividad ventricular, lo que puede dar lugar a graves problemas cardíacos.
“Dentro de este cuadro de desnutrición también se ve afectado el sistema inmune. De hecho, se ha observado atrofia de los órganos inmunocompetentes y alteraciones de las células inmunitarias, que se aprecian sobre todo en los linfocitos y otras células responsables de combatir las infecciones”, indica.
“De esta forma, la anorexia incrementa la susceptibilidad a infecciones de cualquier tipo, incluida la infección por SARS-CoV-2. Debido a todas estas complicaciones médicas derivadas de la anorexia, una vez contraída la infección, ambas tenderán a agravarse mutuamente”, expresa la especialista.
De hecho, la pérdida de apetito es uno de los síntomas de la COVID-19. Pero, a la vez, haber estado enfermo de COVID-19 puede llegar a desembocar en un cuadro de anorexia.
En este sentido, Montero explica que “para alguien que ha enfermado de COVID-19, la recuperación del apetito es uno de los primeros síntomas de salud. Sin embargo, se ha observado que verse expuesto a enfermedades o situaciones vitales que hayan favorecido la pérdida del apetito puede precipitar un cuadro de anorexia nerviosa”.
La psicóloga indica que la pérdida de peso derivada de la infección por SARS-CoV-2 puede ser valorada por la persona afectada como una mejora en su imagen.
“A menudo, el entorno del paciente puede reforzar esta idea y convertirse así en mantenedor y agravante de la pérdida ponderal del sujeto”, manifiesta.
Cualquier enfermedad que altere nuestros hábitos nutricionales “es susceptible de convertirse en el desencadenante de un trastorno alimentario”, agrega.
No obstante, las patologías alimentarias son “multicausales”, por lo que resulta improbable que únicamente la infección origine la anorexia. En este punto, sería necesario realizar una exploración exhaustiva de la psicología del paciente.
Incertidumbre y estrés
La pandemia ha impactado en todas las áreas de nuestra vida y ha aumentado los niveles de incertidumbre y estrés.
“El miedo a contagiarse y a contagiar, la exposición al sufrimiento, el cese de las actividades colectivas, la transformación de la vida académica y la reducción de los espacios de intimidad, son algunos de los problemas adicionales con los que nos hemos visto obligados a lidiar, especialmente la población adolescente”, indica la especialista.
“Estas circunstancias no habrían hecho sino agravar la situación de vulnerabilidad de los individuos propensos a desarrollar cuadros de anorexia nerviosa”, precisa.
En el contexto de una crisis que ha afectado a toda la sociedad, la familia es uno de los factores protectores primordiales.
“Es importante no perder de vista que los conflictos familiares, tal vez agravados por la crisis sanitaria, pueden provocar en los hijos una baja autoestima que usualmente viene acompañada de ansiedad y tristeza. Estas cogniciones y sentimientos también contribuyen a la aparición de sintomatología alimentaria”, expresa.
La pandemia ha propiciado que pasemos más tiempo en casa. Esto, en algunos casos, ha supuesto que la familia detecte actitudes respecto a la alimentación que, probablemente, en otras circunstancias hubieran pasado desapercibidas.
“El confinamiento facilitó la supervisión del adolescente y el control sobre sus hábitos alimentarios. Además, al incrementar el tiempo de convivencia, es más probable que mejore la comunicación”, apunta Montero.
En cambio, a otras personas, por ejemplo quienes viven solas, la menor interacción social debida a la pandemia les ha permitido ocultar mejor los trastornos de la conducta alimentaria.
En este sentido, Adriana Esteban, psicóloga especialista en trastornos de la conducta alimentaria del Instituto Centta, indica que “el teletrabajo y las clases virtuales juegan un papel importante en el aislamiento. Por ello, permanecer más tiempo sin contacto directo con otros no se ve como algo extraño o propio de una patología”.
Estas modalidades de estudio o trabajo a distancia “tampoco permiten observar conductas disfuncionales en torno a la comida, pues se han dejado de compartir estos espacios en el colegio, la universidad o el trabajo”, añade esta experta.
En la pandemia, pedir ayuda cuesta menos
Asimismo, la psicóloga precisa que “las restricciones de movilidad y toque de queda han favorecido que las personas con trastornos de la conducta alimentaria puedan reducir el contacto con otros sin sentirse culpables o presionadas para mentir. Ya no necesitan excusas para evitar determinadas situaciones”.
Y ejemplifica: “Se acabaron las cenas con amigos, las fiestas por las noches, las salidas a bares o restaurantes, o los cumpleaños repletos de dulces. Desaparecen así las situaciones temidas para dar rienda suelta a un trastorno que se muestra cada vez más adaptado a las nuevas condiciones de vida”.
“Todo ello reduce la probabilidad del entorno de detectar, identificar y prevenir patrones de alimentación alterados. Como consecuencia, se da un caldo de cultivo apto para la generación de trastornos de la conducta alimentaria. Si antes de la pandemia ya resultaba difícil la detección de un trastorno de este tipo, en la actualidad el proceso se ha convertido en un completo desafío”, subraya Adriana Esteban.
No obstante, la pandemia también ha hecho que pedir ayuda cueste menos que antes.
“Hemos vivido momentos dramáticos que justifican que podamos acudir a un profesional en busca de una mejoría psicológica que se vuelve cada vez más necesaria”, añade.
En el caso de los trastornos de la conducta alimentaria, es muy importante ponerse en manos de profesionales lo antes posible.
“La decisión terapéutica irá, desde el seguimiento médico ante conductas de riesgo, hasta hospitalizaciones en los casos más graves. Siempre que sea posible, se realizará el tratamiento de forma ambulatoria para asegurar la continuidad en el resto de áreas de la vida del paciente”, subraya Loreto Montero.
“Durante mucho tiempo se tenía la creencia de que estos trastornos presentaban una baja remisión, pero esto estaba relacionado con los cortos periodos de seguimiento. Estudios recientes muestran unas tasas de recuperación total en torno al 50 %; un 30 % de los pacientes presenta una mejora parcial y en el 20 % restante la enfermedad se cronifica”, detalla.
La especialista afirma que los tiempos de recuperación también son muy variables pues oscilan entre los 2,5 y los 18 años, si bien las últimas investigaciones apuntan a una remisión elevada entre los 5 y los 8 años de seguimiento.
“Existen diversos factores de buen pronóstico, como son la edad de inicio temprana, la corta sintomatología previa al tratamiento, la buena relación paterno-filial o un nivel socioeconómico elevado. Hay, asimismo, factores de mal pronóstico, entre los que se encuentran la presencia de vómitos, el uso de laxantes, la pérdida de peso previa al tratamiento y el ejercicio compulsivo”, puntualiza.
Montero relata que, en general, los pacientes con anorexia presentan peor pronóstico que aquellos que sufren bulimia, además de una mayor tasa de mortalidad. No obstante, “es frecuente la transición diagnóstica de la anorexia a la bulimia, mientras que el proceso inverso es muy poco habitual”, expone.
Pese a todo, la psicóloga subraya que cada vez se tiene más conocimiento sobre la génesis de la enfermedad alimentaria; cada vez más agentes sociales asumen su papel preventivo y, en general, cada vez es mayor la coordinación interdisciplinaria para combatir la propagación de estas enfermedades.
“Es difícil, pero la recuperación es posible”, concluye.
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