Hace más de doscientos años que Hume dejaba constancia del yo y de la identidad que tenían sus contemporáneos, esto al convertirse en un supuesto interlocutor que defendiera la posición entonces habitual que, por cierto, no difería mucho del saber popular de ahora. Él decía que es posible que se pueda percibir algo simple y continuo a lo que llama su yo, pero yo sé con certeza que en mí no existe tal principio. Así es que lo que él descubría en sí mismo le llevaba a afirmar que todos los demás seres humanos no son sino un haz o colección de percepciones diferentes, que se suceden entre sí con rapidez inconcebible y están en perpetuo flujo y movimiento. Entonces el tema es que esa disparidad entre lo percibido y lo que los demás le relataban despertó su perplejidad. Aquí es donde se puede comenzar a analizar al ego. El término se puso de moda, en nuestro entorno cultural, a partir de un choque entre las hipótesis freudianas y la sociedad victoriana de la Viena de finales del SXIX.
Este ego, entendido por el psicoanálisis como una región del aparato psíquico que articula las normas e imposiciones externas con los impulsos inconscientes de naturaleza sexual y agresiva, es lo que no es la noción que nos funciona acá. Es decir, para Freud o Allport, el desarrollo del ego se traduce como devenir de la personalidad hacia la madurez; el Incremento de autoconocimiento; el afianzamiento de la identificación sexual y la adaptación social. Sin embargo desde la perspectiva que se busca acá, que más bien está centrada en premisas orientales, su significado tiene poco que ver con esta acepción. Se trata de que la consolidación e incremento del ego, es incompatible con el autoconocimiento y con la evolución de la conciencia, hay que señalarlo como un componente no coadyuvador para la mejora psíquica, en el sentido de que no favorece la evolución interior. Para ello es importante tener una idea clara acerca de este “personaje” que tiene tanta influencia en el devenir de las personas.
Entendemos por ego a la representación de la personalidad que ha sido condicionada legítimamente por apegos, adherencias, dependencias e identificaciones, orientada a la promoción de esos mismos condicionantes, en detrimento de la evolución interior. Así es que para un mejor conocimiento del ego, habría que profundizar en sus componentes más elementales: las identificaciones o apegos. La acepción que más comúnmente adopta la psicología del término identificación, lo asocia a una condición de madurez y desarrollo psíquico. Así, suele entenderse como un proceso mental y psicogenético mediante el cual, el niño va asimilando, consciente e inconscientemente, caracteres constituyentes de los adultos próximos; el joven hace lo propio con sus ídolos personales, por ejemplo. Se trata del proceso estructural y básico del ego. Podría tenerse a la identificación como la unidad funcional mínima en que el ego se puede descomponer.
Algunos autores tienden a hacer equivalentes la identificación y el ego. Por ejemplo, P. D. Ouspensky (1972) llega a afirmar en este sentido que: Si el hombre pudiera liberarse de la identificación, se liberaría de muchas de las manifestaciones inútiles y estúpidas. Hay que tener en cuenta que el conjunto de identificaciones en su vertiente funcional del ego nos definen, en tanto personas, un estado curioso en el cual pasa el hombre más de la mitad de su vida. La raíz del ego hay que buscarla en la capacidad que posee el cerebro de construir modelos neutrales de la realidad. Hablamos de estructuras artificiales que suplantan o sustituyen al original. En el sistema nervioso se trata de patrones de actividad neuronal que copian o representan a determinados aspectos del mundo, de manera que estas copias pueden ser utilizadas como una especie de realidad virtual para realizar ciertas operaciones mentales relativas al objeto original, aunque éste no se encuentre presente. Esta capacidad modeladora del cerebro les permite a los seres vivos ensayar formas de hacer frente a la realidad sin tener que estar sometidos a los riesgos vitales que la verdadera exposición a la realidad conlleva. De esta manera, es concebible que aquellos seres vivos capaces de construir buenos modelos y de utilizarlos bien, vean notablemente incrementadas sus posibilidades de supervivencia, aumentando así su fitness en la selva evolutiva. Sin embargo, entre los múltiples modelos de la realidad que construimos, uno de los más importantes es el que tiene que ver con nosotros, nuestra propia identidad. Es ese mismo modelo al que habría que llamarle ego. Podría decirse que su espina dorsal está formada por la acumulación, a lo largo del tiempo, de información referente a la persona que va generando y depositando en forma de memoria.
Por lo dicho hasta aquí es importante señalar que el ego es un producto de los recuerdos de una memoria organizada al mismo tiempo que esa memoria es muy extensa y ramificada, con zonas accesibles a la conciencia como de otras totalmente inconscientes. Entonces el ego es el pequeño yo, que pone en marcha los mecanismos de protección que cree necesarios para sobrevivir, aprovechando la capacidad de pensar, sentir, razonar, anticipar, decidir, ser consciente. Cuando la mente es gestionada por el ego, todas estas facultades quedan sujetas a sus percepciones limitadoras. Por su propia naturaleza, tiene una visión de la realidad totalmente deformada, debido a que proyecta sobre la realidad la percepción que se fabrica.
En este proceso que llamamos maduración, las creencias que aceptamos inocentemente comienzan a producir reacciones de malestar, de angustia y de sufrimiento. Es a partir de estas emociones negativas cuando el ego del niño pone en marcha mecanismos de defensa. El instinto del niño percibe que, si complace a los padres es premiado mientras que, si los defrauda, se enfadan y lo castigan. Para evitarlo, aprende a complacerlos, aunque sea negando su más genuino sentimiento. Es así como aprendemos a disimular y a mentir, para evitar un enojo o un castigo. Esta parte del niño, que aprende a salirse como sea de las situaciones angustiosas, es el yo deformado, que denominamos ego porque centra las dinámicas de comprensión en sí mismo, sin tener en cuenta los auténticos valores. Así es como vamos cediendo la gestión de nuestras emociones al ego, y los otros se convierten en el objeto de nuestras proyecciones, que son como dardos que hieren al otro antes de que el otro nos hiera. Ya tenemos activado el mecanismo del ego, desde el momento en que el yo es obligado a protegerse de la hostilidad de un entorno más o menos egocéntrico, insano y neurótico. Es por ello que se desconecta del aquí y ahora, vive concentrado en el pasado, anticipa un futuro catastrófico y genera emociones negativas. En definitiva, el ego se habitúa a vivir en la dualidad entre el pasado y el futuro, lo que significa vivir en una falsedad.
La única contrapartida es la naturaleza del ser que propone vivir en la verdad de la no dualidad. Es decir, no podemos pensar que nuestro centro emocional está dividido en dos partes, positiva y negativa. Sólo podemos decir que tenemos emociones agradables y emociones desagradables, y que todas aquéllas que no son negativas, en un momento dado, se pueden tornar emociones negativas a la menor provocación. Esto significa que si nos miramos a nosotros mismos, auténticamente, debemos darnos cuenta de que mientras cultivemos y admiremos en nosotros todas estas venenosas emociones, no podremos esperar ser capaces de desarrollar la unidad, la conciencia o la voluntad. Si fuera posible este desarrollo, todas las emociones negativas entrarían en nuestro nuevo ser y llegarían a ser permanentes en nosotros. Esto significaría que sería imposible para nosotros librarnos de ellas algún día. Felizmente para nosotros, tal cosa no puede suceder. En nuestro estado actual, lo único bueno es que no hay nada permanente. Si algo llegara a ser permanente, significaría la locura. Sólo los lunáticos pueden tener un ego permanente. Se trata entonces de un gigantesco péndulo.
Sin embargo, lo relevante aquí es el trabajo sobre nosotros mismos, debemos preguntarnos cuáles son realmente nuestras funciones y las manifestaciones que hasta cierto punto podemos controlar, y debemos ejercitar ese control, tratando de aumentarlo tanto como nos sea posible. Por ejemplo, tenemos cierto control sobre nuestros movimientos, y en muchas escuelas, particularmente en el Oriente, el trabajo sobre uno mismo comienza adquiriendo tanto control sobre nuestros movimientos como sea posible. Pero esto requiere entrenamiento especial, muchísimo tiempo, y el estudio de ejercicios muy elaborados. Bajo las condiciones de la vida moderna tenemos más control sobre nuestros pensamientos, y en relación con esto existe un método especial que nos permite trabajar en el desarrollo de nuestra conciencia usando el instrumento que mejor obedece a nuestra voluntad; es decir, nuestra mente, o nuestro centro intelectual. Comencemos por ahí.