Las coincidencias entre dos autores tan distintos pueden darse, a veces, a través de las ventajas de una improbable amistad, o a través del diálogo tácito de sus obras, o, en el caso de James Salter y Willa Cather, a través del encuentro más bien azaroso de sus ideas sobre la literatura.
En este caso, el hecho de que hayan aparecido en simultáneo El arte de la ficción, en el que Salter reúne algunas de sus reflexiones sobre qué significa escribir, y también El arte de la ficción, en el que se reúnen todos los ensayos literarios de Cather, debería hablarnos entonces de algo más que de las malas casualidades a la hora de elegir un título. ¿Tal vez la recreación involuntaria pero inevitable de una conversación demorada a través del tiempo?
Nacida en Virginia, Estados Unidos, en 1873, Cather murió en 1947, luego de haber ganado el premio Pulitzer por su novela Uno de los nuestros (1922) y tras una vida dedicada por completo a la escritura, primero desde la educación y el periodismo, y luego a través de su destacado trabajo con la ficción. Mientras Cather pasaba sus últimos años en Nueva York, Salter, que había nacido en esa misma ciudad pero en 1925, completaba su formación como oficial de la Fuerza Aérea. En 1947, de hecho, fue asignado a la base estadounidense en Hawái, y en 1952 partió como voluntario hacia la Guerra de Corea, donde tripularía un avión caza en más de 100 misiones de combate. Su segunda vida como escritor, con la que ganaría premios como el PEN/Faulkner en 1989 y el PEN/Malamud en 2012, iba a comenzar mucho después de su historia con las armas, aunque a finales de los años 30, por azar, había sido compañero en la Horace Mann School de Jack Kerouac.
Es en El arte de la ficción que le pertenece a Salter, fallecido en 2015, donde, casi como si fuera necesario terminar de pulir las casualidades editoriales del encuentro con Cather, viaja a visitar su tumba: “La tumba de Willa Cather es preciosa. Está en New Hampshire, en un lugar llamado Jaffrey Center, donde ella solía veranear. En la lápida hay una línea de Mi Ántonia: ‘Eso es la felicidad, diluirse dentro de algo completo y grandioso'”. Hechas ya las respectivas presentaciones, entonces, si existe algo “completo y grandioso” capaz de mantener unidos a estos dos escritores, eso es la literatura. Y lo logra a tal punto que El arte de la ficción puede ser leído exactamente como lo que es: un libro escrito tanto por Salter como por Cather.
Una de las primeras materias en común es la pregunta sobre la libertad en el arte. Y como casi en todas las demás, ni Salter ni Cather están dispuestos a aburrirnos con juicios neutrales ni palabras blandas. ¿Qué significa ser libre en el arte? “Me refiero a la libertad de no dejarse atar por cualquier idea aceptada de moralidad ni por ningún catecismo. No debe haber ninguna prohibición en lo que está permitido imaginar o pensar”, dice Salter. ¿Novelas que solo nos repiten que los malos son malos y que los buenos son buenos? ¿Descripciones donde los malos casi siempre son feos y las víctimas casi siempre son bellas? Tal vez es momento de refinar nuestras sospechas como lectores.
Si el libro es “realmente bueno”, señala Salter, “el escritor también ha de serlo”. Pero cuidado: ese sentimiento “puede ser de admiración o fascinación, y a veces incluso de cierta idolatría”, pero de ninguna manera debería limitarse a esa bondad que se confunde con la defensa de las causas correctas y con los buenos modales en la mesa. Un escritor bueno es un escritor libre a la hora de escribir. ¿Y eso qué significa? Que un escritor bueno es el que se toma en serio su trabajo. A través de una cita de Isaak Bábel, Salter encuentra la que le parece la definición más certera para dilucidar de una vez por todas estas confusiones: “No hay hierro capaz de atravesar el corazón humano con la fuerza de un punto colocado en el lugar preciso”.
Cather reformula el mismo principio pero con otras palabras. En un artículo publicado en 1920 dice: “El arte, me parece a mí, debe simplificar. En eso consiste casi todo el proceso artístico más elevado: descubrir de qué convenciones formales y detalles uno puede prescindir”. Y en un artículo publicado en 1949 agrega: “Todo artista sabe bien que no existe tal cosa como ‘la libertad en el arte’. Lo primero que hace el artista al comenzar su obra es establecer sus límites y restricciones: elije cierta composición, ciertas claves, cierta relación entre sus criaturas o entre sus objetos. Nunca es libre, y cuando más espléndida sea su imaginación y más intenso sea su sentimiento, más se alejará de las verdades y de las emociones generales”.
¿Escritores que aseguran dejarse llevar por la fuerza incontrolable de la inspiración? ¿Historias donde lo único que se reafirma son nuestros juicios sobre el mundo? Cather diría que esos no son artistas, “sino mercenarios como un subastador, y por eso el resultado será siempre vulgar y pretencioso”.
Son muchos los nombres que Salter y Cather hacen surgir a medida que piensan y discuten el complejo arte de la ficción. Katherine Mansfield, Thomas Mann, William Defoe, Vladimir Nabokov, Saul Bellow y Philip Roth, además de algunas menciones fugaces a Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez, completan un cuadro de al menos dos siglos.
Sin embargo, hay un nombre que vuelve a unirlos como si el diálogo fuera directo: el francés Gustave Flaubert. Para Salter, Flaubert es el ejemplo del método y del análisis de las expectativas. “Sopesaba cada frase. Seleccionaba, rechazaba, volvía a escoger las palabras una por una. Ensayaba sus frases y párrafos en voz alta en lo que denominaba su gueloir, el lugar donde declamaba, para juzgar su cadencia y su fluidez. Todo dependía del estilo. El estilo en la escritura era de primordial importancia”.
Para Cather, en cambio, el encuentro con Flaubert es más visceral: en 1930 conoce a una anciana, Caroline Franklin-Grout, nada menos que la sobrina con la que el célebre escritor había vivido buena parte de su vida. “Supongo que su favorita es… ¿Madame Bovary?”, le pregunta Madame Franklin-Grout en cuanto empiezan a discutir sus libros. “Y, sin embargo, mi tío recibió de su editor solo quinientos francos por ella. Por supuesto, no escribía por dinero. Aun así, le hubiese complacido…”. La anécdota termina con un giro casi literario: antes de morir, la sobrina de Flaubert le envía por correo una carta de su tío dirigida a George Sand en 1866. Sin embargo, cuenta Cather al recibir el sobre, “la carta adjunta había desaparecido”.
Otro asunto crucial es la pregunta acerca de qué es una novela. Y, otra vez, la sinergia entre Salter y Cather es sorprendente. “Los escritores siempre han tomado lo que necesitaban de la realidad y a veces más de lo que necesitaban”, escribe Salter, para quien otro buen ejemplo es Louis-Ferdinand Céline, quien creía que a la hora de convertir la vida en arte siempre había que pagar por lo que uno escribe. “Hay que pagar. Una historia inventada carece de valor. La única historia que cuenta es aquella por la que debes pagar. Cuando has pagado, entonces tienes derecho a transformarla”, nos dice Céline a través de Salter.
Cather, con elegancia, insiste en lo mismo: “Una novela, me parece a mí, es solo una obra de imaginación en la que un escritor intenta presentar las experiencias y emociones de un grupo de personas a la luz de las propias. Eso es lo que en verdad el escritor hace, sin importar su método”. Sin embargo, tomando como ejemplo a León Tolstói, añade otra advertencia: “Las novelas largas, así como los cuentos cortos, surgían de pequeños dramas familiares, de intolerancias y preferencias personales… Motivaciones que resultan imperceptibles para el lector superficial, e incomprensibles para el escritor de novelas comerciales”. Desde ya, basta reemplazar “comerciales” por “oportunistas” o “a la moda” para entender, más allá de las barreras del tiempo y de los prejuicios de la época, sobre qué nos habla Cather.
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Source: Infobae