“Aunque tengo dificultades para hablar y quizá no entiendas mi pronunciación, de todas formas me gustaría hablar contigo”.
“Mi grupo favorito son los Toten Hosen. Tocan la guitarra y el bajo muy bien y a toda caña”.
Habitación 31, unidad pediátrica 3 de la Clínica Universitaria Hamburg-Eppendorf: una guirnalda de pájaros de papel cuelga del dintel de la puerta; toda la habitación está empapelada en tonos ocres. Tumbado en la cama está Johannes Müller. Está inmóvil, con los ojos abiertos y el pelo desaliñado. Su madre, Elke, una mujer enjuta, estira una mano hacia él e intenta hacer que se incorpore, pero Johannes se resiste, le toma la mano a su madre y se la pone sobre el pecho. Fuera, los pájaros revolotean entre las ramas de los árboles y las diminutas gotas del rocío sobre la hierba reflejan la luz del sol, emitiendo destellos. Es primavera. Sin embargo, Johannes no es consciente de nada de esto. Sufre ceroidolipofuscinosis neuronal (o CLN), una enfermedad neuronal muy rara que a veces también se denomina demencia infantil. Johannes tiene solo 20 años, pero su cerebro lleva 16 sufriendo un deterioro progresivo. Ha perdido la visión, a duras penas puede hablar y poco a poco está olvidando el mundo que lo rodea.
Poco queda del Johannes de antes, el niño que se sabía el abecedario antes de entrar en la guardería, el que aprendía vocabulario en inglés con pasmosa facilidad y hacía tantas preguntas a su madre que esta acababa por comerse la cena fría intentando responderlas. En poco tiempo, Johannes era capaz de decir “hola” y “adiós” en turco y latín.
“La persona más importante de mi vida es mi madre, Elke Müller. Lo ideal sería poder estar siempre a su lado, pero desgraciadamente no es posible. Mi madre trabaja como asistenta técnica en la Universidad de Gießen”.
Cuando solo contaba con 4 años de edad, Johannes empezó a sufrir un importante deterioro de la vista. Tropezaba con los marcos de las puertas, sostenía los libros al revés y por tarde se sentaba cada vez más cerca del televisor para ver El hombrecillo de arena. Las gafas no le ayudaban a mejorar y los médicos ya no sabían qué hacer. Tiempo después, Johannes sufrió un episodio de epilepsia mientras su madre le leía un cuento. Los especialistas concluyeron que se trataba de convulsiones inducidas por la fiebre, pese a que Johannes en ningún momento había tenido fiebre. ¿Por qué sufría el pequeño esos episodios de epilepsia? ¿Por qué se estaba quedando ciego? Buscando respuestas a estas incógnitas, Elke dio con un artículo sobre la CLN, que señalaba que solo uno de cada 300.000 niños se ven afectados por la enfermedad y que en Alemania había registrados 150 casos de CLN. El artículo también informaba de que por ahora no se ha podido encontrar una cura.
Con la esperanza de que esto cambie, Elke y Johannes acuden al centro de investigación de la Clínica Universitaria Hamburg-Eppendorf, donde los expertos estudian la enfermedad del joven a fin de encontrar formas de curarla.
Johannes no reacciona cuando una enfermera entra en la habitación. La mujer le habla e intenta animarlo para que se incorpore, pero la única voz que Johannes escucha es la de su madre. “Si te unes a nosotros ahora, te doy un abrazo”, le tienta Elke. Johannes ríe brevemente, revolviéndose los rizos castaños con los dedos y nos da la espalda. “No”.
Elke sabía que reaccionaría así. Cada vez que Johannes se cierra en banda, se produce el mismo ritual: Elke amenaza con darle un beso, luego lo tienta diciendo que lo llevará a dar una vuelta en el metro o le pregunta por el lugar de trabajo de su compañera de instituto, Julia. Hay recuerdos que Johannes todavía no ha perdido del todo. Elke los recopila todos en un libro, para ella, para los cuidadores y para el propio Johannes.
“Los cambios eran muy evidentes, sobre todo durante la pubertad, cuando todo es distinto, en cualquier caso. Me di cuenta de que, a causa de la epilepsia provocada por la CLN, no era capaz de concentrarme como antes, que de repente no podía hacer cosas que antes me resultaban muy sencillas, que ya no podía hablar ni caminar; me di cuenta de que cada vez olvidaba más información. A veces me enfurecía y me ponía agresivo por la frustración que sentía”.
Hoy, Elke no logra ganarse a su hijo ni con viajes en el metro ni con la mención de Julia. Johannes no reacciona a ninguno de los recuerdos y se niega a incorporarse, apartando las manos de su madre y pataleando para rechazar a la enfermera, sin parar de chillar y emitir sonidos incomprensibles. Madre y enfermera se sienten impotentes. Johannes es un joven corpulento de cerca de 90 kilos de peso. Con la grúa para pacientes logran sentarlo en una silla de ruedas, sobre la que el joven deja caer todo su peso sin tensión alguna, los brazos inertes sobre el regazo. El asiento de la silla está recubierto por un protector para la incontinencia. Dos correas en las piernas y otra roja a la altura de la cintura evitan que Johannes se caiga de la silla, como ha ocurrido en varias ocasiones recientemente.
Por lo general, a Johannes le gustan las visitas al hospital. “Vamos a ver a los científicos”, suele decir, pero hoy es distinto. Hace medio año sufrió dos episodios de epilepsia seguidos, y desde entonces ha empezado a perder memoria más rápidamente. Ahora a duras penas puede comunicarse, ni con palabras ni con gestos. A veces a su madre le cuesta días entender lo que quiere. Sus piernas ya no pueden sostenerlo, y tarde o temprano acabará perdiendo las funciones motoras y, por último, los órganos. Se encuentra en un estado degenerativo similar al de Benjamin Button, con la salvedad de que Johannes nunca llegará a ser adulto. Nadie sabe a ciencia cierta hasta qué punto Johannes percibe su entorno. La esperanza de vida de las personas con CLN oscila entre los 20 y los 25 años.
“Me parece genial llegar a ser muy mayor. Mi tía favorita, Goth, vivió hasta los 88, y mi vecina, la ‘abuela Lore’, tiene 101 años”.
Elke y Johannes viven en la primera planta de un edificio de apartamentos en Homberg, cerca de Gießen. Elke está esperando los permisos necesarios de las autoridades locales para habilitar un acceso a la vivienda con silla de ruedas. Al hablar de este tema, Elke se acelera y alza la voz, dejando patente su frustración. La consideración de la enfermedad de Johannes como rara ralentiza considerablemente la concesión de ayudas sociales y obliga a Elke a ejercer presión constante para agilizar el proceso.
El día a día de Elke es duro: debe alimentar a su hijo y ayudarlo a ir al lavabo, y duerme con él en un sofá en su habitación. Se levanta cada día a las 5 de la madrugada, momento de calma que aprovecha para dedicárselo a ella misma. Generalmente se va a la cocina y escucha la radio mientras se toma una taza de té verde.
A las 6 vuelve al cuarto de Johannes para despertarlo. Necesita dos horas para lavarlo, vestirlo y sentarlo en la silla de ruedas. El compañero de Elke vive en el piso de arriba, pero no la ayuda porque dice no ser capaz de soportar la enfermedad de su hijo.
A las 8 acude un vehículo a recoger a Johannes para llevarlo a un taller para personas con discapacidad en Marburg, donde, si está de buenas, Johannes puede pasar el rato enroscando tuercas en grandes tornillos. Mientras tanto, Elke conduce hasta el trabajo, en Gießen, y escucha a Mozart durante el trayecto.
“Aunque tengo dificultades para hablar y quizá no entiendas mi pronunciación, de todas formas me gustaría hablar contigo (…). Por desgracia, ahora no está tan claro el tema del que estoy intentando hablar; de hecho, a veces ni yo mismo lo sé”.
Elke empuja la silla de su hijo por el camino pedregoso hacia el Centro del Corazón de Hamburgo, donde los especialistas quieren examinar a Johannes. Elke empuja más rápido y consigue arrancar una risotada a Johannes. Quizá la sensación de velocidad le recuerde a los viajes en metro. O tal vez esté pensando en Julia. Elke también se une a las risas. Ha aprendido a apreciar esos pequeños momentos. “Probablemente nuestro vínculo es mucho más intenso que si no estuviera enfermo”, señala.
Aunque los médicos todavía no han llegado a ninguna conclusión tras examinar los resultados, Elke cree que, después del escáner con ultrasonidos, el corazón de Johannes late más lentamente de lo normal. Eso explicaría su mal humor que hubiera dormido tanto esta mañana.
El día de antes, Elke puso un CD de Toten Hosen. En cuanto empezó a sonar la música, Johannes se incorporó, levantó las manos y empezó a frotarse los dedos unos con otros mientras inclinaba la cabeza hacia atrás. Esa es su forma de expresar que está feliz.
Cuando era más joven, Johannes siempre quería poner la música en el coche a todo volumen para molestar a los que pasaran por su lado. Quizá un signo de rebeldía propia de la pubertad. Desde entonces, Johannes ha olvidado muchas cosas, como los pájaros posados en las ramas o el rocío de la mañana; sin embargo todavía recuerda a los Toten Hosen, y escucha con mucha atención cuando cantan eso de: “Conduciendo por la carretera hacia el mañana, por el retrovisor ves alejarse los años que has dejado atrás”. En momentos como ese, Johannes también puede mirar en el espejo retrovisor y, por un breve instante, Elke puedo olvidarse de todo.
Publicado originalmente en VICE.com
Source: Infobae