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Sobre el camino

Por. – Benjamín Bojórquez Olea.

Las monedas prestadas de los empresarios sinaloenses en el mercado de la lealtad…

Despertar cada mañana con la incertidumbre de lo que vendrá es un privilegio que nos recuerda que la vida es un regalo. Pero ese mismo don se diluye cuando la confusión ideológica se mezcla con la hipocresía y la lealtad se convierte en una máscara de ocasión. La política en México, y en Sinaloa particularmente, ha hecho de este juego una costumbre: causas nobles convertidas en escenario, dolores colectivos usados como publicidad, líderes improvisados que emergen con la promesa de redención, pero con el cálculo frío de quien mide cada paso por el beneficio personal.

El caso de empresarios sinaloenses, convertidos en figuras públicas de ocasión, es una radiografía de este fenómeno. Sus discursos de ciudadanos desinteresados chocan con la evidencia de haber transitado ya por candidaturas y aspiraciones políticas. No es pecado tener ambiciones, lo reprobable es ocultarlas bajo la máscara de la pureza ciudadana mientras se señala a otros por aquello que uno mismo practica. Esa incongruencia lastima más que la derrota, porque erosiona lo poco que queda de confianza en lo público.

La historia está llena de traiciones disfrazadas de lealtad. Judas estuvo al lado de Jesús, vio milagros y escuchó palabras eternas, y aún así lo vendió por unas cuantas monedas. ¿Cómo sorprendería entonces que en la arena política contemporánea, alguien que abraza una causa ciudadana, la utilice después como trampolín para sí mismo? La lealtad, nos guste o no, parece durar hasta donde duran los reflectores y los aplausos. Cuando se apaga la influencia, el héroe de mil cabezas se convierte en un espectro sin gloria ni memoria.

Lo peligroso es que esta dinámica convierte la emoción social en moneda de cambio. El dolor, la rabia, la esperanza de la gente son instrumentalizados como ingredientes de una receta de liderazgo instantáneo. Se cocina un relato de salvador del pueblo, se sazona con indignación y se sirve al público como si fuera verdad absoluta. Pero detrás de esa narrativa se esconde un objetivo personal: poder, popularidad, negocios.

La vida pública debería ser un espacio de servicio, no de mercadotecnia. Y sin embargo, la tentación de usar la causa social como estrategia de posicionamiento es tan fuerte, que pocos resisten. Lo verdaderamente trágico no es la ambición en sí, sino la ingenuidad de una sociedad que, por cansancio o necesidad de creer, vuelve a entregar su confianza a quien ya ha demostrado que la traiciona.

Quizás lo más honesto sería aceptar que todos —políticos, ciudadanos, líderes improvisados— cargamos intereses. Que la pureza absoluta no existe. Pero lo que sí se exige es congruencia: no venderse como héroe ciudadano cuando se juega en la cancha de la política. Porque en tiempos donde la lealtad auténtica se ha vuelto un lujo, la incongruencia no solo duele, también hiere la esperanza colectiva.

GOTITAS DE AGUA:

La tinta, como la memoria, nunca es inocua porque mancha y revela, porque preserva lo que muchos quisieran borrar. Los líderes que cabalgan sobre monturas ajenas olvidan que todo disfraz se desgasta y que el pueblo, aunque tarde, siempre descorre el telón de la farsa. La avaricia y la guerra son espejismos que prometen gloria, pero terminan dejando ruinas, pues ningún botín es eterno cuando se edifica sobre la mentira. Henry Avery, el célebre pirata inglés, lo mostró al mundo: ocultó su tesoro bajo trampas indagatorias y laberintos sin sentido, como si la riqueza pudiera perpetuar su sombra. Pero el oro escondido no salvó su nombre del olvido, ni su memoria de la sospecha. Así ocurre con quienes hoy juegan a conquistadores de conciencias: creen que pueden resguardar su ambición detrás de discursos nobles, sin entender que la verdad siempre se abre paso como la luz en la grieta. Porque lo que se esconde por interés, un día, inevitablemente, se revela como traición. “Si cierran la puerta, apaguen la luz”. “Nos vemos mañana”…

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El caso de empresarios sinaloenses, convertidos en figuras públicas de ocasión, es una radiografía de este fenómeno. Sus discursos de ciudadanos desinteresados chocan con la evidencia de haber transitado ya por candidaturas y aspiraciones políticas. No es pecado tener ambiciones, lo reprobable es ocultarlas bajo la máscara de la pureza ciudadana mientras se señala a otros por aquello que uno mismo practica. Esa incongruencia lastima más que la derrota, porque erosiona lo poco que queda de confianza en lo público.

La historia está llena de traiciones disfrazadas de lealtad. Judas estuvo al lado de Jesús, vio milagros y escuchó palabras eternas, y aún así lo vendió por unas cuantas monedas. ¿Cómo sorprendería entonces que en la arena política contemporánea, alguien que abraza una causa ciudadana, la utilice después como trampolín para sí mismo? La lealtad, nos guste o no, parece durar hasta donde duran los reflectores y los aplausos. Cuando se apaga la influencia, el héroe de mil cabezas se convierte en un espectro sin gloria ni memoria.

Lo peligroso es que esta dinámica convierte la emoción social en moneda de cambio. El dolor, la rabia, la esperanza de la gente son instrumentalizados como ingredientes de una receta de liderazgo instantáneo. Se cocina un relato de salvador del pueblo, se sazona con indignación y se sirve al público como si fuera verdad absoluta. Pero detrás de esa narrativa se esconde un objetivo personal: poder, popularidad, negocios.

La vida pública debería ser un espacio de servicio, no de mercadotecnia. Y sin embargo, la tentación de usar la causa social como estrategia de posicionamiento es tan fuerte, que pocos resisten. Lo verdaderamente trágico no es la ambición en sí, sino la ingenuidad de una sociedad que, por cansancio o necesidad de creer, vuelve a entregar su confianza a quien ya ha demostrado que la traiciona.

Quizás lo más honesto sería aceptar que todos —políticos, ciudadanos, líderes improvisados— cargamos intereses. Que la pureza absoluta no existe. Pero lo que sí se exige es congruencia: no venderse como héroe ciudadano cuando se juega en la cancha de la política. Porque en tiempos donde la lealtad auténtica se ha vuelto un lujo, la incongruencia no solo duele, también hiere la esperanza colectiva.

GOTITAS DE AGUA:

La tinta, como la memoria, nunca es inocua porque mancha y revela, porque preserva lo que muchos quisieran borrar. Los líderes que cabalgan sobre monturas ajenas olvidan que todo disfraz se desgasta y que el pueblo, aunque tarde, siempre descorre el telón de la farsa. La avaricia y la guerra son espejismos que prometen gloria, pero terminan dejando ruinas, pues ningún botín es eterno cuando se edifica sobre la mentira. Henry Avery, el célebre pirata inglés, lo mostró al mundo: ocultó su tesoro bajo trampas indagatorias y laberintos sin sentido, como si la riqueza pudiera perpetuar su sombra. Pero el oro escondido no salvó su nombre del olvido, ni su memoria de la sospecha. Así ocurre con quienes hoy juegan a conquistadores de conciencias: creen que pueden resguardar su ambición detrás de discursos nobles, sin entender que la verdad siempre se abre paso como la luz en la grieta. Porque lo que se esconde por interés, un día, inevitablemente, se revela como traición. “Si cierran la puerta, apaguen la luz”. “Nos vemos mañana”…

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