Comienza la mañana en Tokiwadaira, un popular danchi, (una categoría para los complejos habitacionales) de Japón. Ito, una anciana de 91 años se levanta, como cada día, a las 5:40 de la mañana. Se pone de pie pacientemente, corre pestillos, cortinas, ventanas, y sale a pasear por el complejo de 171 edificios idénticos donde vive. En las paredes, los administradores han repartido un anuncio que se repite. Es una alerta para los ancianos que, como Ito, viven solos. Dicen que las probabilidades de morir por un golpe de calor son bastante altas. Cada año muchos mueren sin que nadie sospeche nada. Días después, el olor transmite la noticia.
La primera vez que una noticia de esas características corrió por todos los diarios y noticieros de Japón, fue cuando un hombre de 69 años que vivía muy cerca de Ito, fue encontrado muerto en el piso de su solitario apartamento. Llevaba 3 años muerto. Los insectos se habían comido su piel. No tenía familiares ni amigos que lo visitaran. Su único contacto con el mundo eran sus relaciones comerciales, pero sus gastos se pagaban automáticamente mediante un sistema bancario en línea. Sus ahorros se acabaron en el 2000, y la policía llegó a revisar su apartamento. Lo único que había en el suelo de la cocina, era un esqueleto.
Hasta hace 60 años, Tokiwadaira parecía demasiado alejado de un destino como ese. La guerra que desmoronó a los japoneses apenas había acabado hace 15 años, y un complejo habitacional parecía traer la vida moderna, y el espacio suficiente para albergar a todos los que habían nacido después del boom de la natalidad de la posguerra.
Ito llegó con su esposo en diciembre de 1960. Se mudaron el mismo día que el complejo se inauguró. 171 edificios, cerca de 4.800 apartamentos, piscinas, patios de juegos para los cientos de niños, salones comunes, y eventos organizados para todas las familias. Desde su apartamento, en el tercer piso, la pareja podía ver el monte Fuji.
Ahora, los habitantes de gran parte de los danchi envejecen a una velocidad preocupante. Ya no son las familias jóvenes con el sueño de repoblar Japón después de que la bomba lo hubiese carcomido todo. Al menos en Tokiwadaira, la mitad de los residentes tienen más de 65 años. Para el año 2004, quince personas murieron en la silenciosa soledad de sus apartamentos; hoy, la administración y los residentes encargados del complejo, han logrado reducirlas a diez.
Ito vio morir de cáncer a su esposo y a su hija. La enfermedad se los llevó en tres meses. Ella sintió el miedo de morir sola, y decidió acercarse al apartamento de una vecina de enfrente. Allá le pidió un favor, pero primero debía contarle su rutina. La persiana que podía verse desde ese apartamento, era la de su alcoba. Ito le prometió que la cerraría cada día cerca de las seis de la tarde; en la mañana, la persiana volvería a correrse a las 5:40. Si después de esa hora, seguía cerrada, es porque ella estaba muerta.
El origen de problema
Desde los años ’60, Japón tomó un rumbo insospechado. La reconstrucción después de la guerra parecía traerles de nuevo la prosperidad y la esperanza, pero el duro enfoque en el crecimiento económico quebró las dinámicas familiares e interpersonales. El esposo de Ito, por ejemplo, viajaba desde el danchi en el metro lleno de gente hasta Tokio. Los nacimientos comenzaron a disminuir, y el aislamiento extremo de algunas personas se disparó. Tanto así que, a fines del siglo pasado, incluso comenzaron a inaugurarse servicios de limpieza para vaciar apartamentos cuyos residentes eran encontrados muertos y solos.
Según Takumi Nakawaza al New York Times, un anciano de 83 años que ha sido el director del consejo de residentes de Tokiwadaira por 30 años, casi se lo tienen merecido:
“La manera en que morimos es un reflejo de cómo vivimos”.
Pero Tokiwadaira no es el origen de todo. De hecho, muchos de esos ancianos son sobrevivientes.
Según un mito popular que se expandió en Japón a fines del siglo XX, en los ’70 el ministerio de Salud comenzaba a recopilar algunos datos que parecían no cuadrar. Muchas personas estaban, literalmente, muriendo de agotamiento en sus trabajos. Los datos resultaron ser ciertos. En 1987, reconocieron una condición a la que bautizaron como karoshi, y se traduce, literalmente, como “muerte por exceso de trabajo”. Según el estado japonés, si certifican una muerte debido al karoshi (probando que la persona trabajó más de 100 horas extra en el mes anterior a la muerte, u 80 en dos o más meses consecutivos entre los últimos seis), la familia del fallecido debe recibir una compensación que bordea los 20.000 dólares de parte del gobierno, y una de cerca de 1.6 millones por parte de la compañía para la que trabajaba.
En un principio, parecía un mal caprichoso que afectaba a algunos oficinistas trabajólicos. Se hablaba de un par de cientos de casos cada año. A pesar de que, para la época, la cifra era preocupante, la gente decidió ignorarlo. Pero para el 2015, ya era demasiado tarde. Habían cerca de 10.000 víctimas al año, el mismo número que los muertos por accidentes de tránsito.
El problema de los japoneses
Si se habla de un caso popular de karoshi, se suele poner el ejemplo de Kenji Hamada, un exitoso empleado de una compañía de seguridad en Tokio. Un día cualquiera, se desplomó sobre su escritorio. Sus colegas pensaron que dormía. Después de todo, trabajaba 15 horas diarias, y le tomaba otras 4 moverse de su casa hasta el trabajo cada día.
En realidad, Hamada había muerto de un ataque cardíaco fulminante. Tenía 42 años.
Regresamos con Ito para darnos cuenta que el problema del karoshi también se remonta al Japón de posguerra. En esa época, los japoneses eran los que tenían las jornadas de trabajo más largas y exhaustivas del mundo. ¿La razón? La compensación parecía ser más que económica: el trabajo ofrecía una especia de redención. Un hombre japonés debía ser feliz en él. Dedicarle su vida.
Las empresas comenzaron a financiar sindicatos, grupos culturales, comprar casas para sus empleados, financiaron transporte, instalaciones para diversión, clínicas, guarderías, escuelas, e implementaron una serie de sistemas de bonos. La lógica indicaba que, muy pronto, la vida comenzaría a girar en torno al trabajo.
El crecimiento económico se disparó. Los sueldos y el agobio llegaron al límite. Se formó una burbuja económica en todo el país, y cerca de siete millones de personas trabajaban 60 horas a la semana. Según las cifras oficiales del estudio hecho en 1987, cerca del 50% de los empleados que tuviesen una posición de jefatura en grandes compañías, pensaban que morirían de tanto trabajar.
La burbuja económica terminó por explotar y el agobio de la cesantía solo lo empeoró todo. Fue durante esos años que al karoshi se le dio la categoría de epidemia, y las muertes de una generación alcanzaron niveles de los que el país no ha podido recuperarse.
La migración de la muerte
Cuando se piensa en Latinoamérica, generalmente se piensa en lugares menos desarrollados económicamente, pero con un índice de vida mucho más equilibrado en cuanto a los tiempos de trabajo, y la oportunidad que se les da a las personas de preocuparse de sus propias vidas. Probablemente, para oriente seamos una remota tierra tropical, pero en realidad, no es así (y esto no es solo por los paisajes).
Si el karoshi selecciona a sus víctimas según sus horas de trabajo, México y Chile corren un enorme riesgo. Según los países afiliados a la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), un ciudadano promedio debería trabajar 1.766 horas al año. Esto garantiza un estilo de vida que aporta posibilidades para la familia, las actividades recreativas, y el ocio. Sin embargo, en Chile se trabajan 1987,5 horas anuales. Es el quinto país en el que más se trabaja en el mundo. En cuanto a México, cada año una persona reúne casi 2.250 horas. Y sí, es el país en el que más se trabaja en todo el mundo. La misma categoría que cargaba en su espalda el Japón de posguerra durante la epidemia del karoshi.
Es necesario que cuidemos nuestros tiempos de trabajo. Es cierto que el sustento es importante, pero nuestra salud debe estar primero. Todo sea por no tratar, como la vecina de Ito, con las ansias de la persiana moviéndose, indicando que aún hay otro día entre los escombros de una vida que dedicamos a trabajar.
Source: UPSOCL