El ruido de la máquina de café impone las pausas, silencios. La entrevista es en el bar del primer piso de la Biblioteca Nacional, donde Leopoldo Brizuela trabaja rescatando obras de autores nacionales. Pero no vamos a hablar de eso sino de su nueva novela, Ensenada. Una memoria (Alfaguara).
Hay otros ruidos adentro del libro, los de los truenos que se confunden con las bombas, los de la tormenta, los del pueblo que quiere ser escuchado. El del personaje de Gogo que hace callar a los demás porque quiere “oír Ensenada”.
Es un texto narrado por múltiples voces, donde el punto de vista principal es el de una nena, Poliya (así, con “y”), que le cuenta a un narrador en primera persona el éxodo de una familia, los Grimau. Todo en la ciudad de Ensenada, cerca de la Plata, durante cuatro días de septiembre de 1955, cuando la Marina amenaza con bombardear la refinería YPF si Perón no renuncia a la presidencia. Es, también, un texto autobiográfico apenas camuflado, que habla de la infancia del propio autor, marcada por el peronismo. “Todos somos transformados por el peronismo”, dice Brizuela (La Plata, 1963). Habla de su generación, pero…
En una entrevista previa, Brizuela se ha quejado, y lo repite. Dice: “Ya no se habla del texto. La forma, el lenguaje, y qué significa, porque una novela no solo significa por lo que cuenta sino por la forma. Y eso se perdió. Finalmente es lo que trabajamos los escritores, la técnica. Cosas básicas, como qué implica que en mi novela el punto de vista sea el de una nena. O la estructura, los finales, de esas cosas no se habla. Son circunstancias ajenas al texto en sí mismo las que parecen interesar. Y los propios escritores están demasiado preocupados por lo que hay afuera”. Hay algunos, incluso, “carcomidos” por esa preocupación. Y lo dice un escritor multipremiado (Premio Clarín de Novela 1999 por Inglaterra. Una fábula. Premio Alfaguara de Novela 2012 por Una misma noche, entre otros).
Ok. Entonces, hablemos de técnica.
–La novela empieza con un signo: abre un paréntesis. Eso es muy original. Y por otro lado, abunda en paréntesis.
-Sí, sobre todo cuando cambia de tiempos, para que el lector se oriente. Hay una línea bastante uniforme en esos cuatro días, de viernes a lunes, y cuando va para atrás o para adelante, se abre un paréntesis.
–Sería un indicador temporal.
-Sí, una ayuda para el lector. Que empiece con un paréntesis no, pero que los incluya está en Faulkner, Mientras yo agonizo. Dentro de lo difícil que fue escribir esta novela, siempre trato de facilitar la lectura.
–En algunos de esos paréntesis aparece una primera persona, “me”. Y la que le cuenta al narrador lo que pasa es Poliya, la nena.
-Sí. Yo quería que fuera Poliya en esa época. Traté de que el lenguaje fuera lo más próximo a esa chica. Que no hubiera palabras que ella no pudiera haber utilizado. Cada tanto entra una voz mucho más adulta y más lírica, más nostalgiosa, que explica algunas cosas y que sobre todo cambia el registro. A Poliya yo la construí como una mirada. Es la que mira y le transmite al lector lo que está pasando, pero siempre es malinterpretado: ella no entiende absolutamente nada porque es una nena. La novela en una segunda lectura tiene como protagonista a la Tía Beba, que está desesperada porque su novio o el amante (a quien la nena bautizó el Patano) está arriba de un barco y lo pueden bombardear. Hay cierta herencia del género fantástico porque lo que ve Poliya no es la realidad. Es como en Otra vuelta de tuerca de Henry James, donde dudás si la niñera vio fantasmas o está loca, y esta novela, en el fondo, es una metáfora sobre la imposibilidad de ver.
–Ensenada es una novela de cruce de voces.
-Muy dialogada.
–Muy Puig.
-No. No leo mucho a Puig. Lo que pasa es que hay muchas circunstancias en común: él era de La Plata. En un momento se querían ir a Villegas y yo tenía un tío en Villegas, era jefe de estación. Anarquista. Yo conocí al hermano de Puig, nació en el mismo hospital de Berisso en el que va a nacer mi prima, en la novela. Nacimos prácticamente en la misma sociedad. Y después, está la herencia de Niní Marshall. Puig parece que la imitaba perfectamente. Pero aunque suene pedante, a mí me molesta en Puig el uso del kitsch, muchos lectores lo leen y se distancian, se ríen del kitsch de Puig. Me chocó mucho eso en Cae la noche tropical. Me da mucho pudor decir esto porque es tan venerado que… Pero para eso está Elvira Orphée. También a veces me rebela el lugar común. Vos decís Villegas o una ciudad de La Plata y todos dicen Puig. No, todos pertenecemos a la misma sociedad.
–Voviendo a la novela, la tía Beba es una mujer de treinta y pico que se enamora de un marino peronista y es “condenada” por su familia.
-Ahí lo que aparece es la endogamia, o como dice Aníbal Jarcosvsky, “el terror argentino a la exogamia”, algo muy común en todas las comunidades inmigrantes. Sobre todo, cuando llegaban de Europa, se entiende, pero además, la incapacidad de ver América. Por eso en algún momento, la Tía Beba le dice a Poliya: “Vos pensá que nunca llegamos a América, hacé de cuenta que estamos de viaje”. Es la vieja idea que me persigue, del Poema conjetural de Jorge Luis Borges: “Al fin me encuentro con mi destino sudamericano”.
–Una lectura desde Europa de los que no terminan de desembarcar en América.
-Yo creo que ese es el gran conflicto. La famosa grieta viene de la época de la Conquista.
–En Ensenada ya está la grieta.
-Y era mucho peor. Porque además te tenías que quedar en el pueblo, no es como acá, que te peleás con alguien y después no lo ves nunca más. Al otro día lo tenías enfrente. Y Berisso no tenía casi población del interior, no es el cabecita negra. Es gente de la inmigración, pero mafiosa. Mi vieja (hija de un catalán anarquista) nunca tuvo una visión americana. Civilización y barbarie estaban ahí. Ahora estoy viendo el tema de la conquista. Pero no en ficción.
–¿Algo que estás escribiendo?
-Sí, la historia de mi papá. Mi papá era hijo natural. No aparece su padre en su partida de nacimiento. Aparece mi abuela como madre soltera. La Rioja, 1916. Hace más de cien años. Yo tenía no más de 5 años (mirá las cosas que sabe un chico, ¿no?). Estábamos en Mar del Plata, en una casita que teníamos. Estaba la cama matrimonial y yo en una especie de cuna que habían agrandado, y le pregunto cómo se llamaba tu papá. Como una pregunta casual, pero yo estaba convencido de que le preguntaba algo fundamental. Mi viejo estaba leyendo, un libro o el diario, no me acuerdo, se dio vuelta en la cama y me dijo: “Yo qué sé”.
–Así empieza tu próximo libro…
-Nunca más en toda su vida le pregunté nada de eso. Como chico me debo haber dado cuenta de que no había sido reconocido por su padre y que era pesado preguntarle eso. Y a los cien años, ya muerto, de casualidad, en un libro que le compré a Elvira Orphée sobre la quema de brujas en Tucumán, leo que el inquisidor se llamaba Bernardino de Brizuela. Yo digo: de acá debe venir el apellido. Le escribo a la autora y me dice: “Sí, son todos parientes. Porque el inquisidor era un gallego que se casó con una Doria, de ahí vienen los ricos, pero su verdadera mujer es una india de la que descienden todos los pobres”. Y buscando, termino encontrándome en el Patio Bullrich con un medio hermano de mi papá. Mi abuela Pancha era la sirvienta en su casa. El patrón era el padre. Y tuvieron tres hijos. Ahí te remontás al derecho de pernada, y a las locuras de mi viejo, a las locuras mías. Y ahí estoy. La madre de Pancha era india chilena. Muy pobre. Pensar que a mi papá lo crió una india, en una época en que mataban a todos los indios. Son tantas historias que no sé cómo lo voy a armar. Ya tengo 700 páginas.
–Primero publicaste Inglaterra. Una fábula. Después, Lisboa. Un melodrama. Ahora Ensenada. Una memoria. Tres nombres propios de lugares. Tres géneros. ¿Es una serie, una saga, una trilogía?
-No fue pensado como trilogía. Son lugares de un camino. Momentos. Hay muchas cosas en común porque hay muchos personajes, siempre la protagonista es una mujer enigmática y personajes que están en los arrabales de los grandes acontecimientos. Uno es el genocidio indígena, otro es el Holocausto. Y aunque no participan, siempre están modificados por eso que está pasando lejos. Pero también tiene que ver con momentos míos y con haber podido encontrar esa fuente dentro de mí, de la lengua.
-La serie está en los títulos, en la edición. Y te vas acercando geográficamente.
-Sí, me parecía divertido: de Inglaterra a Ensenada.
–Aunque la mitad de “Inglaterra” ocurre en la Patagonia. Cuando publicaste esa novela, circulaba una especie de mito, una frase: “Nunca estuve en la Patagonia”.
-Nunca había estado, es verdad. Depués, sí.
–Escribir sobre un lugar con realismo sin haber estado es lo contrario de lo que ocurre en Ensenada, donde, como señala Pía Bouzas en una reseña, no hay ningún realismo, y sin embargo tiene que ver con tu autobiografía.
-Sí, yo la trabajé como cuatro años. Una de las cosas era modular el lenguaje, que me divertía mucho. Y era muy emocionante porque es como si uno tuviera el chip de los lenguajes, y también de las diferentes lenguas que hablaban las familias. El tío que nació en 1908 no habla igual que Poliya, que nació en el 45. O que la tía Beba, que era más culta. Bastaba que inventara una situación para que supiera qué había dicho cada uno y para que escuchara cómo hablaban. A veces, como todavía tenía un estilo literario, muchas veces tenía que modelarlo. Pequeñas cosas del lenguaje coloquial. Tenía que cortar y cortar porque se me aparecían historias y sensaciones todo el tiempo, algo que en las otras novelas no me pasó. También está la idea de la propia escritura como viaje. Son como puertos. Todas tienen su “Cuaderno de bitácora” al final y es como si fuera un viaje a la propia lengua, a poder expresar algo, no porque en los otros libros eso no estuviera sino porque son distintos momentos. Y además porque no en todos los momentos históricos podés decir las mismas cosas.
–En ese sentido, Ensenada se emparenta más con Una misma noche, desde el punto de vista histórico: la Argentina de las dictaduras.
-También en la reflexión o el trabajo sobre lo que te contaron. En Una misma noche, el propósito mío era, después de haber consumido durante tres décadas films sobre la Dictadura, el Nunca Más, los juicios, que mataban a los amigos, las Madres, dije: a ver qué me acuerdo yo. Trabajé estrictamente sobre lo que me acuerdo de esa época, con las palabras que me sabía de esa época, con lo que me contaban. Y acá también. Acá son todas cosas que me contaba mi vieja, casi todas son verdaderas, aunque estén puestas en otros personajes. De todas esas historias, más allá del deslumbramiento del éxodo, que parece bíblico, bajo la lluvia, lo que me contó mi primo hace muy poco fue que mi vieja, aún amenazada por las bombas rojas, se puso el escudito de la Unión Democrática, los mismos que iban a bombardear. Se subieron todos a unos camiones de Defensa Civil. Y mi primo se acuerda del horror de mi tío, el hermano de mi mamá, que le decía: “Sacate eso”. Y nada. Ella se iba a morir bajo las bombas rojas orgullosa. Son las dimensiones del odio, y de la incapacidad de comprender. A partir de eso que no entendés, sale la novela, porque escribís para poder entender.
–Esa comprensión parece estar atada a la manera de apropiarte de las voces ajenas. En Ensenada, la propia voz no está. El narrador escucha, es un oído. Nunca habla.
-En Una misma noche también me lo señalaron. Son novelas de testigos, no de víctimas. Y de gente que en general escucha. Porque hay escenas de gente que escucha torturas.
–La tormenta tiene un valor simbólico tremendo. Más allá de las bombas y los truenos y de este éxodo familiar, con respecto a lo que pasó en la historia real de la Argentina en ese momento.
-Sí. Pero además me pasé cuatro años mirando la lluvia, y observando los diferentes tipos de tormentas. Hice caminando ese camino de 9 kilómetros a ver cuánto tardaba. Me divierte mucho eso. Hago muchas cosas más que escribir una novela cuando escribo una novela. Cosas para divertirme yo. Lo que verdaderamente pasa con los personajes que Poliya no entiende. Poliya es el punto de vista que mira de afuera, como la cámara de Hemingway, y solo ve las puntas del iceberg de los demás. Hay una idea que me encanta de Natalia Ginzburg, que es ver la familia como un organismo. Lo que me interesaba era la incapacidad de Poliya de mirar porque se superponen las cosas que le contaron, pero también por cierta negación. Y en ese sentido no se diferencia mucho de los adultos. Esa incapacidad de ver al otro, en este caso al peronismo o a otra clase social, o al interior.
–¿Por qué Poliya?
-En todas las fotos de María Elena Walsh cuando era chica (le decían Polilla), está siempre con mameluco. En la novela Poliya tiene uno de YPF. Una nena a la que no le gustaban las muñecas. Una nena con pelo cortito a quien le gustaba treparse y leer, diferente a las demás nenas, sobre todo en esa época.
–¿Y el Patano, un personaje que introduce cierta idea de lo siniestro?
-Era el linyera. Pero lo googleás y no aparece. Es un nombre rarísimo, pero cuando mi viejo empezó a salir con mi mamá, vivían todos en una casa, decían: ahí viene el Patano, como si fuera el viejo de la bolsa, y los metían a todos para adentro. Y le quedó el Patano. Mi viejo se burlaba y llamaba a mi prima y decía: habla el Patano. Eso es también cómo iban metiendo todo lo malo en el peronismo, todo lo otro. La mitología de lo que para una familia europea era malo. Me llamaba la atención. Mi vieja era grande, tenía 30 años, ¿por qué no podía decir que salía con un tipo? ¿por qué no podía mostrar que la venían a buscar? Por los chicos, a los chicos no podían mostrarle. El silencio sobre lo sexual era absoluto.
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Source: Infobae