El nombre de John Ford evoca en el mejor de los casos, cuando se supera al olvido, al western -un género desaparecido-, a John Wayne desenfundando un arma en un duelo, a la Caballería llegando en el momento justo y a matanzas de indios.
Todo suena a un cine antiguo, superado, convencional y simple. Como muchos de los lugares comunes instalados en el imaginario colectivo, estos se demuestran falsos a medida que uno se remite a los hechos; en este caso, basta con recorrer la larga carrera del director para comprobarlo.
No solo las cosas se mostrarán más complejas en algunos mitos puntuales (el malentendido con respecto a los indios en sus películas es uno de los más extendidos y menos ciertos) sino en algo más profundo y radical: John Ford no sólo fue uno de los directores más notables del cine clásico sino que su mirada sobre el dolor individual causado por los procesos históricos que configuraron la modernidad es tan profunda como actual.
Ford participó de la historia del cine clásico desde sus comienzos (participó en 1915 como extra de El nacimiento de una nación, de D. W: Griffith), hasta su final, bien entrada la década del sesenta. La historia del western se puede contar casi exclusivamente con sus películas. Pero no solamente eso: también la historia de la creación de los Estados Unidos -desde la colonización y la guerra de la Independencia hasta la exaltación del espíritu de frontera y su paulatina clausura-, puede leerse en su filmografía. Y más aún: Ford no solo contó la historia de su país al mismo tiempo que desarrollaba la herramienta con que lo hacía, el western, sino que, además dio cuenta de cómo los mitos fundadores no siempre se construyen sobre la realidad de los hechos.
En los aparentemente estrechos márgenes del género realizó una pintura de su país cada vez más sombría, cada vez más asfixiante, mientras su héroe, interpretado por John Wayne, se quedaba más y más solo.
Por supuesto que Ford no solo filmó westerns. De hecho, la consideración de sus contemporáneos la alcanzó fuera de ese género, como lo demuestran los Oscars obtenidos por El informante (1935), Viñas de ira (1940), Qué verde era mi valle (1941) y El hombre quieto (1952). Nunca fue galardonado por una película ambientada en el Lejano Oeste. Pero esa dicotomía (popularidad dentro del género, prestigio fuera de él) resulta engañosa.
Ya que tanto respetando y creando las reglas del género como filmando dramas con un contenido social más explícito, Ford mantuvo siempre un alto nivel de expresión personal. Todas sus películas manifiestan una sentida congoja por la disolución de los vínculos grupales y la tensión que provoca en el individuo que los intereses comunitarios solo puedan realizarse a expensas de los suyos.
Es un director popular pero que traza un paisaje reconocible película a película, con un estilo propio, de una sobriedad marcada, creciente a través de los años. A pesar de todo, él se veía a sí mismo como un trabajador del cine, especializado en un género, nada especialmente artístico o romántico. La más célebre de sus películas, La diligencia, es su primer western sonoro. Es de 1939, un año en el que filmó otras dos películas, Young Mr. Lincoln y Drums Along the Mohawk. En ambos casos, el contexto histórico aparece con un patriotismo exaltado, vigoroso.
Pero es en La diligencia donde la historia entra en una forma más abstracta, simbolizada por una pequeña comunidad, la que forman los viajeros de una diligencia, superando escollos hasta encontrar su destino. Es la presentación, además, del personaje interpretado por John Wayne, un vaquero solitario, ubicado al costado de la ley pero alejado de los bandidos, tan incapaz de integrarse a la sociedad como la sociedad lo es de avanzar sin sus servicios.
Ringo Kid, tal el nombre del personaje de Wayne en esta película, representa la figura del “malo-bueno”, uno de los hallazgos más felices del género. Su pureza primitiva lo aparta tanto de la figura asocial y destructora del villano como de las hipocresías de la nueva sociedad que se está estableciendo en el lejano Oeste. Ringo no sube a la diligencia desde su punto de partida: tiene cuentas pendientes con la ley y el objetivo de su viaje es inconfesable: la venganza contra los asesinos de su hermano.
Aparece a un costado del camino polvoriento, como saliendo de la nada, una imagen que se repetirá en la filmografía de Ford. En ella, y particularmente en La diligencia, los círculos más bajos de la sociedad son los más puros, lo que un personaje llama “las víctimas de una sucia enfermedad, el prejuicio social”: la prostituta, el médico borracho en busca de redención y especialmente, el vaquero descarriado que ha quedado fuera del redil, el “malo-bueno”. La áspera melancolía de esos personajes, entre un mundo sin ley y otro que la está construyendo, será una de las marcas identificatorias del cine de John Ford.
El final de La diligencia hará volver a Ringo a esa misma nada desértica del lejano Oeste pero en un estado superior: habiendo permitido a la pequeña comunidad de la diligencia llegar a destino, con su venganza personal cumplida y, fundamentalmente, con la compañía de la ex prostituta. Ya no a caballo, sino en un coche en donde viajan los dos juntos, con todo por delante, como dos pioneros listos para construir la sociedad nueva.
El de película es un final optimista, luminoso, esperanzador. El desierto hacia donde se dirigen, ese Monument Valley que sería escenario de sus mejores películas, no es el paisaje de la desolación sino el de la promesa.
Las películas de Ford de 1939 hablan de unos Estados Unidos en los que la idea del sueño americano es posible. Son las películas de un norteamericano de primera generación, descendiente de irlandeses, cuyos padres habían emigrado de una pobreza sin futuro y que se encuentra dominando todos los secretos de una profesión que no existía cuando él había nacido.
Esa “conquista del Oeste” de la familia Feeney (su verdadero apellido), que a fines de la década del 30 era motivo de exaltación, se convertirá en un sentimiento doble, que se irá reflejando en sus películas: la paradójica amargura que generan los sueños cuando se concretan y la profunda melancolía de un pasado mítico, armónico, en una tierra lejana que el avance incontenible del progreso dejó atrás. Si Qué verde era mi valle era una expresión explícita de esta dicotomía, sus westerns se convertirán en el vehículo más simbólico y profundo para mostrar su dolor.
Dos de las obras maestras posteriores de Ford expresan con precisión ese sentimiento. Más corazón que odio, de 1956, y El hombre que mató a Liberty Valance, de 1962, tendrán a John Wayne en el mismo papel de “bueno-malo” pero con un nivel de complejidad que excede largamente el esquema bosquejado en La diligencia.
En Más corazón que odio, el personaje de Wayne, Ethan Edwards, vaga por el desierto en busca de su sobrina, secuestrada por los indios que asesinaron a su hermano, la mujer de su hermano y al resto de sus hijos. Ethan es el personaje más tortuoso que jamás haya compuesto John Wayne: violento, racista, con un odio en el pecho tan profundo que bordea la enfermedad. Es una de las demostraciones del arte incomparable de Ford y de la pocas veces reconocida versatilidad de Wayne el hecho de revelar con sutileza que el motivo de todo el comportamiento neurótico y agresivo de Edwards es el amor por su cuñada: una historia no contada salvo por algunas miradas cruzadas que denotan su resentimiento por haber perdido su amor a manos de su hermano.
Cuando Edwards, luego de varios años de peregrinaje encuentra finalmente a su sobrina (una muy joven Natalie Wood), decidido a matarla por haberse convertido en otra comanche, con todas las implicancias sexuales del caso, finalmente la toma en sus brazos y, con una ternura insospechada en el personaje, le dice una de las frases más memorables de la saga fordiana: “Vamos a casa, Debbie”. Jean-Luc Godard no pudo menos que quedar perplejo ante sus propios sentimientos: “Misterio y fascinación del cine americano… ¿Cómo puedo odiar tanto a John Wayne cuando apoya a Barry Goldwater y al mismo tiempo, amarlo tiernamente cuando toma entre sus brazos a Natalie Wood en el final de Más corazón que odio?”.
El “vamos a casa” es uno de los finales felices más tristes de la historia de Hollywood. Ya que ese hogar al que Ethan Edwards restituye la paz y el equilibrio al dejar sana y salva a su sobrina, no lo puede contener, no hay lugar para él. Ford filma desde adentro de la casa, con el marco de la puerta sirviendo como un recuadro negro dentro del cuadro general. Debbie y los demás personajes van entrando de a uno en la casa. Son quienes forman la nueva sociedad, la que se va construyendo en el desierto. Wayne queda solo. Ignorado por el resto, da media vuelta y se va caminando hacia la nada. La puerta se cierra y la pantalla se queda a oscuras, como la vida de Ethan Edwards, a quien uno imagina vagando por el desierto como un paria, sin posibilidades de integrarse.
Como Ringo Kid en La diligencia, su aporte fue indispensable para la constitución de la sociedad pero a diferencia de aquel, ya no tiene más oportunidades de integrarse. El desprecio que mostraba Ford por las “fuerzas vivas” en 1939, se hace sólido: ahora entiende que esa hipocresía es constitutiva y que no vale la pena darle una oportunidad a su “malo-bueno”. El imperio de la ley necesita que alguien se ensucie las manos, pero el que lo hace, inmediatamente queda afuera de sus límites.
*La plataforma Qubit tiene un gran catálogo de clásicos, entre los cuales se encuentran 10 films dirigidos por John Ford: El delator (1935), La diligencia (1939), Viñas de ira (1940), Qué verde era mi valle (1941), Fuimos los sacrificados (1945), Pasión de los fuertes (1946), Río Grande (1950), El hombre quieto (1952), Un tiro en la noche (1962) y Aventureros del Pacífico (1963)
En Netflix está disponible el extraordinario documental Five Came Back, que cuenta la misión de John Ford y otros cuatro directores clásicos norteamericanos en la Segunda Guerra Mundial. También los documentales que Ford filmó durante la contienda.
SIGA LEYENDO
William Wyler y la II Guerra Mundial, de la propaganda a la crítica
Source: Infobae