Aquella clase que impartía Huberto Batis se llamaba Taller de Revista Literaria. Estaba incluida en el plan de estudios de Lengua y Literatura Hispánicas –carrera de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM– como “materia optativa” de los últimos semestres. De hecho, yo la tomé dos años después de haber egresado, debido a la huelga estudiantil de 1999, que fue larga y costosa en términos académicos.
Uno de mis compañeros de aula era Hiroshi Takahashi –hoy director editorial del rotativo El Sol de México– y quien, espero, no me deje mentir en la siguiente anécdota.
En la última clase del taller citado, sólo una compañera tuvo los arrestos, entre todos los condiscípulos, de confrontar a Huberto, ese ogro generoso que no toleraba las impertinencias de sus alumnos. La valiente estudiante (cuyo nombre es Cristina Gaytán y a la postre, dedicada a la política, llegando a ser legisladora federal por el PRD) pidió la palabra y le dijo a Huberto, no despojada de temor, que en ninguna parte del curso nos había enseñado a hacer revista alguna. Y era cierto, pero nadie estaba dispuesto a desdeñar los chismes “formativos” sobre las vacas sagradas de la literatura que Batis solía contar en cualquiera de sus clases.
Sintiéndose increpado, el profesor, que nunca se despegaba de su silla, se calló por un momento. Y ese silencio tensó el ambiente de inmediato. Yo no sabía si aplaudirle a Cristina su arrojo o pedirle al resto de mis compañeros que le diéramos una oportuna silbatina por “atreverse” a importunar al maestro. Por supuesto, nos quedamos impávidos.
Tras escuchar a la compañera y luego de un breve resuello, Batis solamente expresó un desganado “¿Ah, sí?” y le pidió a la propia Cristina, ya engallada por fortuna, que fuera corriendo al salón de maestros por un gis y un borrador.
En lo que eso sucedía, Batis miraba fijamente a la ventana que da a las siempre conspicuas Islas de Ciudad Universitaria. Ni se había inmutado. No se le notaba feliz, pero tampoco incómodo.
En fin, que Cristina volvió con el encargo y Batis se dispuso a levantarse de su asiento. A pesar de que ya era un hombre mayor y era víctima de un padecimiento ocular, logró ponerse al frente del pizarrón para borrar por completo las palabras que estaban escritas en él.
Terminado el procedimiento magisterial más clásico de todos, tomó un gis y escribió al centro del pizarrón la palabra Excélsior, a la que luego dibujó una cuadrícula que la enrejaba. Y entonces comenzó una cátedra que daba cuenta de la historia del periodismo contemporáneo de México, a partir de 1976, cuando se suscitó, orquestado por el gobierno de Luis Echeverría, el llamado “golpe a Excélsior”, que sacó del timón del llamado Periódico de la Vida Nacional al célebre periodista mexicano Julio Scherer.
Después de escribir aquella palabra de nueve letras y encerrarla en un rectángulo de gis, Batis prosiguió su labor frente al pizarrón desplegando flechitas que, primero, conducían a dos grandes proyectos desprendidos de esa raíz llamada Excélsior. Por una parte, el proyecto Proceso, encabezado por el propio Scherer y que apostaba a partir de entonces por un periodismo semanal, que buscaba bucear más profundo en los temas nacionales. Por otra parte, el proyecto que fundó y dirigió Manuel Becerra Acosta, y al que llamó unomásuno y se trató de uno de los diarios más propositivos y frescos de la segunda mitad del siglo XX. Luego de mencionar esos dos pilares informativos (el semanario y el diario), brotaron los nombres de aquellos periodistas que trataron de refundar un oficio que debía lidiar con el lopezportillismo, esa cueva petrolera de Alí Babá que saqueó al país a pesar de que prometió defenderlo perrunamente.
De hecho, uno de esos nombres era el del propio Batis, que fungió como subdirector editorial de unomásuno en sus primeros años de circulación y después se quedó con la dirección del célebre suplemento cultural Sábado, en el que el fundador –junto con Carlos Valdés– de la revista cultural Los cuadernos del viento en 1960 dio las mejores muestras de su ya famosa erotomanía.
Desde luego, yo iba registrando cada palabra y cada detalle de aquel mapa de navegación que pintaba con gis el maestro Batis y mostraba con claridad la ruta del periodismo mexicano hasta entonces.
Luego, con el pasar de los años y por distintas circunstancias, tuve el privilegio de trabajar bajo el mando de algunos de esos periodistas que se han vuelto referencia moderna de un oficio que sigue dándome de comer.
Así que sí, una sola clase de Huberto Batis valió por todo el curso. Y quizá, al menos para mí, por prácticamente toda la carrera universitaria. Una sola clase de Huberto Batis, ese memorioso lenguaraz que nunca se sujetó a la corrección política y cuya actitud frente a sus alumnos (formales e informales) era el perfecto antídoto en contra de la ignorancia, la altanería y el engreimiento de muchos. Y esa actitud que causaba temor, siempre lo he pensado, era a final de cuentas un sistema a través del cual el maestro Batis picaba la cresta a sus estudiantes para saber de lo que eran capaces. Las opciones eran dos: retirarse antes de saltar al ruedo de una redacción o crecerse al castigo y sobrevivir en dos profesiones (la literatura o el periodismo cultural) que dan muchas satisfacciones, pero la misma proporción de sinsabores.
Por supuesto, aquella clase de la que doy fe no fue un augurio ni un aviso astral de mi futuro laboral, pero lo cierto es que seis años después tuve la oportunidad de sumarme a la filas de un Excélsior rescatado y renovado para fortuna de los lectores mexicanos. Y aquí sigo, agradecido con la vida por haber sido alumno de Batis, que murió el miércoles pasado a los 84 años. Aquí permanezco todavía, en la trinchera cultural de un periódico que se enfila a cumplir, en marzo próximo, 102 años de existencia.
Aquí sigo, y, sí, aún conservo aquella libreta y aquellos apuntes.
Source: Excelsior