El recién inaugurado puente aeroportuario en San Diego bien podría servir como alegoría para las relaciones bilaterales México-Estados Unidos.

El paso peatonal va casi, literalmente, de un estacionamiento en el lado estadunidense al aeropuerto de Tijuana. Los pasajeros deben pasar aduana y migración enmedio del pasillo. Nada distinto de lo que ocurre a lo largo de la frontera.

Excepto que resuelve un problema real.

Durante años, han habido llamados por la construcción de un aeropuerto común para Tijuana y San Diego, o San Diego y Tijuana si así se quiere, a partir del considerando que el actual puerto aéreo de San Diego ya resulta inadecuado y no tiene hacia dónde crecer. El aeropuerto de Tijuana, en la mesa de Otay, puede en cambio ser ampliado y de hecho ya recibe y es base de algunos vuelos intercontinentales con la región del pacífico.

El puente fue a final de cuentas una solución para sortear las objeciones, sobre todo, del lado estadunidense, donde la preocupación porque las pistas de aterrizaje sirvieran como paso a migrantes indocumentados,  o narcotraficantes o quién sabe qué más, dificultó la idea de una terminal aérea de uso común.

Y aunque no ideal, fue una respuesta útil, hasta elegante si se quiere.

La realidad es que esa es la historia diaria de la relación bilateral, sobre todo, en la frontera. El constante encuentro de respuestas a problemas reales por encima o alrededor de las objeciones de políticos, o personas que no entienden —ni les interesa— comprender el especial vínculo entre los dos países.

Sería muy fácil aludir los miles de millones de dólares en comercio bilateral; la inversión mutua, los intereses geopolíticos, la colindancia. En esta era en la que Donald Trump despierta el fantasma del aislacionismo, pueden no ser tan importantes.

Pero la realidad es que todo eso palidece ante el peso de la integración social entre los dos países, significada, sobre todo, por los alrededor de 30 millones de mexicanos y méxico-estadunidenses en Estados Unidos; los alrededor de un millón de estadunidenses que residen en México abiertamente y quizá otros dos o tres millones que pasan la mayor parte del año aquí, o de las familias directas e indirectas de esos grupos en ambos lados de la frontera.

Podemos olvidar los vínculos económicos. Difícil ignorar los sociales, familiares y culturales. Son como la necesidad del aeropuerto común en Tijuana-San Diego: una realidad que demanda soluciones imaginativas para un problema común.