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lunes, marzo 31, 2025

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En contexto

La pantalla hipnótica

Por Rodrigo Romo Lorenzo

 

 

La generación de nuestros padres nos arrastraba para alejarnos de la pantalla de televisión. Desde luego, estar cerca de un tubo de rayos catódicos era la versión ligera de tomarse una radiografía de los ojos durante ocho horas. Estábamos así de cerca porque la pantalla era mesmérica, a pesar de ser técnicamente un medio de comunicación tibio o frío, porque solamente permitía la interacción pasiva. Esa situación se agudizó cuando las computadoras entraron en la escena. Entonces la pantalla aumentó su poder de atracción de manera exponencial, como si nos hubiéramos asomado al pozo gravitacional de un hoyo negro. No había forma de separarnos de la trampa deliciosa del teclado o control y el universo virtual que evolucionaba ante nuestros ojos fascinados. Como todo buen problema astronómico, nuestra percepción del tiempo se distorsionaba hasta desaparecer por completo. El único vestigio que daba testimonio de la aventura eran los ojos rojos al día siguiente por la mañana y las ojeras del desvelo.

Los medios de comunicación, famosamente, experimentaron un desarrollo explosivo en las últimas décadas del siglo pasado y las que van del presente. Y esa velocidad ha impedido que las diferentes herramientas metodológicas que tenemos para entender sus impactos se hayan adaptado de la misma manera. El avance es demasiado rápido y su aceleración aumenta. Y ocurrió algo que no había estado en el discurso. Por primera vez para mi generación, nos encontramos con una tecnología que no conocíamos de manera íntima. Experimentamos de primera mano la transformación del mundo análogo al digital y estuvimos allí, tres mil años electrónicos atrás, cuando se inventó el Internet. Pero las redes sociales nos alcanzaron un poco más tarde, presumiblemente cuando teníamos madurez en la mirada. No nos dimos cuenta a la primera del peligro que representaban. Recuerdo el momento cuando alguien me quiso explicar por primera vez qué era Facebook y mi primer pensamiento fue en color sepia: ¿a quién le interesa estar publicando intimidades de la existencia propia para el consumo del mundo? ¿Alguien ve estas cosas?

No podía imaginar siquiera que estaba asistiendo al cataclismo tecnológico que separa a mi generación de la de nuestros hijos. Me encogí de hombros y decidí que era algo en lo que no quería participar.

Las advertencias sobre el peligro de las redes sociales no tardaron en aparecer pero fueron completamente incapaces de frenar el despegue de una nave cibernética con rumbo a miríadas de otros mundos. Una verdadera separación de continentes entre especies. Y vimos a nuestros hijos conectarse a las computadoras o a los dispositivos exactamente como lo hicimos nosotros treinta años antes, pero en vez de ocuparse con videojuegos se integraron por completo al campo de distorsión de las realidades.

El día de hoy, en el servicio de streaming que comienza con “N”, hay una miniserie que está acaparando los titulares. Se llama “Adolescencia” y es un ejercicio que salió de la preocupación de Stephen Graham, uno de los grandes actores de estos tiempos, por el problema que percibió a propósito de la “Manosphere”, el rincón oscuro de la red que —simplifico— se dedica al culto de la misoginia y la masculinidad tóxica. El resultado es una narrativa espectacular que espero se lleve todos los premios posibles de esa industria.

“Adolescencia”, sin spoilear la trama, gira alrededor de un crimen de género y el efecto de las redes sociales en nuestros adolescentes, su increíble dificultad para comunicarse con sus padres, la ausencia de entendimiento mutuo hasta el punto de necesitar traductores, la disociación entre mente y persona y otros monstruos que las actuaciones, absolutamente soberbias, de todo el casting, en particular del adolescente titular de la miniserie, nos muestran con magistralidad en un torrente de cuestionamientos casi imposible de digerir.

Los suecos están regresando a la educación análoga; las leyes comienzan a aparecer con la intención de regular este tema; la misma televisión está colocando a la vista de todos la discusión. A pesar del ruido en el canal, creo que podemos discernir un imperativo indiscutible: debemos impedir el acceso a las redes sociales hasta la mayoría de edad, cuando la madurez mental permita controlar aunque sea un poco el término humano de la ecuación. Es iluso, por supuesto, pero hay que empezar por algún lado. Si la prohibición comienza a partir de los 16, está bien. Que las escuelas confisquen o resguarden los dispositivos. Lo que sea. Debemos alejar a nuestros hijos del poder implacable del algoritmo que acecha detrás de la pantalla hipnótica.

 

 

 

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