Estaba diseñado como un viaje de maquillaje. Escalas en los Emiratos Árabes, Bahrein, Egipto y Túnez, antes de emprender el cruce del Atlántico hacia el sur. Pero un cartel colgado en una pared de la capital tunecina hizo repensar ese último tramo del viaje. El príncipe saudita, Mohammed bin Salman (MBS, como lo denomina la prensa global), está consultando con sus asesores jurídicos para decidir si, finalmente, continúa su gira hacia Buenos Aires donde tiene previsto asistir a la Cumbre del G20. La imagen del heredero de la corona con una motosierra en la mano, mostrada en la pancarta tunecina, recuerda a todos el asesinato por el que se acusa a Bin Salman desde hace semanas. Y trajo a la mente de su entorno el fantasma del dictador Augusto Pinochet y la posibilidad de terminar preso como le sucedió al dictador chileno en 1998 en Gran Bretaña.
Con una cortadora de árboles habrían desmembrado el cuerpo del periodista disidente Jamal Khashoggi en el consulado saudita en Estambul y todo indica que la ejecución fue ordenada por el propio MBS. El general chileno aporta un antecedente tan difícil de digerir como la macabra estampa. Pinochet se fue a operar a Londres, apañado por su amiga la entonces ex primer ministro Margartet Thatcher, y terminó preso ocho meses.
Había actuado la justicia universal, esa vez encarnada por el famoso juez Garzón de España. Los crímenes de lesa humanidad no tienen fronteras. Cuando no se juzgan y condenan en el lugar donde se cometieron, de acuerdo a la legislación de algunos países, cualquier juez puede intervenir. Ese fue el caso de Pinochet y, ahora, también el del príncipe Bin Salman, que tiene un pedido de la prestigiosa organización de defensa de los derechos humanos, Human Rights Watch. Pretenden que sea apresado y juzgado en nuestro país. La causa cayó en las manos del juez argentino Ariel Lijo quien aún no se pronunció al respecto. Si MBS decide aterrizar en Ezeiza, su suerte se podría jugar en Argentina.
El cartel que horrorizó al príncipe estaba colgado del edificio del sindicato de periodistas de Túnez cuando la caravana oficial saudita pasaba hacia el palacio presidencial donde esperaba el presidente tunecino Beji Caid Essebsi. Cerca de allí se habían concentrado decenas de periodistas y activistas de los derechos humanos en protesta por la presencia de Bin Salman. Varios de los manifestantes también llevaban sierras en las manos. Las pancartas decían “No vengas a contaminar nuestra revolución con tus manos llenas de sangre” y “El asesino no es bienvenido”.
Después de semanas de explicaciones contradictorias, el gobierno de Riad admitió que el escritor y periodista disidente fue asesinado el 2 de octubre dentro del consulado saudita en Turquía a manos de un “escuadrón de la muerte” enviado desde el reino. Khashoggi, que vivía en el exilio en Washington, había concurrido a Estambul para obtener un certificado que le permitiera casarse con una profesora turca. Tenía el reaseguro del cónsul de que nada le iba a pasar.
De acuerdo a las escuchas dadas a conocer por el gobierno turco de Recep Tayyip Erdogan, apenas entró al edificio, Khashoggi fue atacado, golpeado salvajemente, desmembrado su cuerpo y disuelto en ácido. Entre los hombres que cometieron el asesinato se encontraban algunos de los colaboradores de seguridad más cercanos al príncipe pero los saudíes sostienen que MBS no tenía conocimiento de la operación.
El presidente estadounidense Donald Trump se apresuró a defender al príncipe y despegarlo del asesinato. Confesó que no se podía enemistar con el líder de un país que estaba comprando a Estados Unidos más de 1.000 millones de dólares en aviones y armas. E incluso, desechó una investigación de la CIA que corrobora que el príncipe fue quien dio la orden de matar al periodista. Ahora, la posible presencia de Bin Salman en Buenos Aires incomoda a Trump -la Casa Blanca se negó a confirmar o desechar un encuentro privado entre ellos-, así como a la primera ministro británica Theresa May y el presidente francés, Emmanuel Macron. Tanto en Londres como en París no solo provoca repulsión el asesinato sino que también se siguen con horror los vídeos que vienen desde Yemen donde cientos de miles de personas se están muriendo de hambre a causa de la guerra lanzada por las fuerzas sauditas contra los rebeldes huties. Bin Salman se niega a reanudar conversaciones de paz y ese es otro cargo por el que se lo reclama en la justicia internacional.
El periodista Ernesto Ekaizer cuenta en su libro “Yo Augusto” que el general Pinochet exclamó “¡Ustedes no tienen ni un derecho a hacer esto, no pueden arrestarme! ¡Yo estoy aquí en una misión secreta!”, cuando la noche del 16 de octubre de 1998 fue detenido en la London Clinic de la capital británica.
El dictador chileno (1973-1989) había viajado a Europa para someterse a una operación de columna. Creía que como en Chile se había autoproclamado senador vitalicio gozaba de inmunidad diplomática. Pero se trataba de un viaje privado y la embajada chilena no se lo había informado oficialmente al Reino Unido. La coyuntura fue aprovechada por el juez español Baltasar Garzón, que emitió una orden internacional de detención y solicitó su extradición a España por crímenes cometidos en el marco de la Operación Cóndor (la coordinación de las dictaduras latinoamericanas de entonces para perseguir y eliminar opositores). Fueron 503 días de reclusión y aunque la justicia británica finalmente no autorizó el traslado a España y Pinochet regresó libre a Santiago, el caso marcó jurisprudencia global sobre los crímenes de lesa humanidad.
La detención de Pinochet mostró que los jueces pueden actuar contra violadores de los derechos humanos de terceros países y que es posible buscar la justicia de forma transnacional. De esa manera se trata de evitar la impunidad de los delitos más atroces, por los cuales no habría castigo si se dependiera de la justicia interna de cada país.
Además del caso de Pinochet, existen varios otros ejemplos de esta justicia universal como los juicios de Núremberg contra los criminales nazis o el Tribunal Penal Internacional para Ruanda. Ahora, aparece en esa posición el príncipe heredero, el hombre que estaba destinado a modernizar y democratizar a la anquilosada Arabia Saudita dominada por los clérigos wahabies (observan de forma estricta la ley coránica del siglo VI).
Si llegara a ejecutarse el pedido de Human Rights Watch pondría al gobierno del presidente Mauricio Macri en una muy difícil posición. El anfitrión de la cumbre de los veinte líderes más importantes del mundo debería entregar a la justicia a uno de sus invitados. La justicia argentina por ahora dio señales de que no quiere entrometerse en un asunto tan delicado y en el que están involucrados los máximos poderes globales. Pero si llegara a cambiar de posición, el príncipe saudita podría verse obligado a dejar el centro de las deliberaciones de Costa Salguero para dirigirse al despacho del juez.
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Source: Infobae