Llevábamos casi 500 de los 2.200 kilómetros a bordo del Coast Starlight cuando me di cuenta que debía controlar a los niños. Empecé a caminar hasta llegar al vagón donde mis hijos de 9 y 13 años habían guardado una mesa y la habían cubierto de libros, tablets y snacks suficientes como para satisfacer a un excursionista de Pacific Crest Trail.
Pero sus ojos, como los de la mayoría de los demás afortunados de agarrar un asiento con el techo de cristal, quedaron fascinados por el tramo entre Santa Bárbara y Salinas (California): colinas onduladas cubiertas de flores amarillas y anaranjadas, dunas creadas por el movimiento de la arena, campos alineados con lechuga y fresas… Incluso la costa, que ese día estaba empañada, no disuadió la maravillosa experiencia.
Esto no hubiera sido igual que un viaje en avión.
La primavera pasada, mi familia y yo tomamos un viaje en tren que, según los expertos, se ha convertido en la ruta más hermosa de Estados Unidos. Pagamos alrededor de USD 600 por los cuatro para viajar desde Los Ángeles a Seattle y regresar.
En los días previos a nuestra partida, me preocupaba que debiéramos haber destinado un poco más de dinero para tener una habitación privada (y las comidas especiales que se incluyen en el paquete), porque sino, los cuatro días que íbamos a estar en Seattle los íbamos a pasar durmiendo y recuperándonos en lugar de disfrutar de la ciudad.
Al final, sin embargo, hubo pocos remordimientos. Nuestros asientos reclinables eran amplios y espaciosos, y el fácil acceso al vagón de recreo y al bar nos dio una inesperada libertad para poder separarnos del resto cuando se producían “guerras familiares”. Cuando desembarcamos, 36 horas más tarde, nos sentíamos mal y un poco adoloridos, pero, al fin y al cabo, estábamos fascinados con las extraordinarias vistas que acabábamos de presenciar así como también con la muestra representativa de personas que viajan en tren como una forma práctica y social de ir de un sitio a otro.
La salida del tren de Union Station en Los Ángeles en un soleado viernes por la mañana a las 10:10 no estuvo mal. La mentalidad urbana se iba desvaneciendo a medida que avanzábamos al paso de los autos que circulaban por la autopista y rodamos junto a los patios traseros de algunas casas. En la primera hora aprendimos acerca de la “etiqueta en el tren”. Por ejemplo, es un rutina preguntar a los extraños a dónde se dirigen y por qué escogieron esta ruta en particular. El jubilado que estaba detrás de nosotros, un veterano viajero en tren, iba de camino a su casa en Bellingham (Washington) después de tomar el Sunset Limited de Nueva Orleans a Los Ángeles. Una abuela de esa ciudad californiana se dirigía al sur de Oregon para ver a su hija y a sus nietos, gruñendo alegremente de que iba a insistir en que la próxima vez vinieran ellos a Los Ángeles. Un estudiante universitario, con una bolsa que prácticamente ocupaba el compartimento superior, se dirigía a su casa en Sacramento para disfrutar de las vacaciones de primavera.
También supimos que las reservas de restaurantes se toman muy en serio. Con un tono que recuerda a una maestra de preescolar, un asistente anunció, poco después de que nos fuéramos, que el personal se movería entre los vagones tomando reservas para el almuerzo y la cena. Repitió el discurso otras dos veces. Cuando los empleados llegaron a los vagones, había una lista de espera, y eso nos hizo estar satisfechos de haber escogido la opción de equipaje ilimitado y llevar una hielera llena de sándwiches, queso, nueces, vino y chocolates. La mayoría de nuestros compañeros de vagón terminaron comiendo pizza y hamburguesas calentadas en el microondas del bar.
Supimos de otras reglas no escritas: solo puedes bajarte del tren para estirar las piernas o fumar en paradas designadas como Santa Bárbara o San Luis Obispo. No deambules sin zapatos o te pueden ordenar que regreses a tu asiento.
Cuando la inquietud empezaba a hacerse patente después de 20 horas, y cuando los vagones empezaban a oler a un estudio de yoga, llegamos a Mount Shasta. Despertar ante una montaña cubierta de nieve -el quinto pico más grande California-, en la frontera de Oregón, fue el punto culminante del viaje. Las vistas se transformaron de la noche a la mañana desde las llanuras costeras y las tierras de cultivo hasta los bosques de pinos y rocas.
Los panoramas mejoraron aún más después de una breve parada en Klamath Falls (Oregon). Disfrutamos de nuestro café, chocolate caliente y rosquillas mientras contemplábamos el resplandeciente lago Upper Klamath y atravesábamos bosques cubiertos de nieve en las montañas Cascade, justo al norte del Parque Nacional Crater Lake. Eso nos dio energía para las últimas ocho horas que nos quedaban de viaje hasta Seattle, junto con el ambiente festivo y casi vibrante entre la multitud de espectadores que estaban en este vagón especial para observar el paisaje.
Después de cuatro días de turismo en Seattle, los niños estaban menos entusiasmados con el viaje de regreso a Los Ángeles. Pero, en la mañana de la partida, llegamos a King Street Station mucho más descansados y con más confianza sobre lo que íbamos a ver (eso sin mencionar que llevamos más bebidas frías y bocadillos). Observando las vistas de Puget Sound, al sur de Tacoma, muy cerca del agua, uno tenía la sensación de estar en un ferry. Y no nos cansamos de verlo, a pesar de que ya lo habíamos experimentado la primera vez.
Las cosas mejoraron aún más en California, cuando algunos expertos en historia abordaron el tren en San José y entretuvieron a los pasajeros con lecciones sobre túneles históricos y la convergencia parcial del tren con el Camino Histórico Nacional Juan Bautista de Anza, la ruta terrestre tomada por los colonos españoles en 1776 en San Francisco.
Cuando nos acercamos a la Base de la Fuerza Aérea Vandenberg, al norte de Santa Bárbara, el sol brillaba y el horizonte estaba despejado de niebla. Pasamos por el complejo de lanzamiento espacial de SpaceX, donde una semana antes el cohete Falcon9 había entrado en órbita como parte de la misión satelital Iridium-5, así como campos de coloridas plantas que adornaban los acantilados del océano. Vimos playas remotas y un puñado de parejas y familias disfrutando de un baño o de tranquilos paseos. Nuestro amable revisor, que se había unido a todos los observadores en el vagón, movió su mano hacia el brillante mar.
“Esta es mi oficina”, bromeó.
Hubo sonrisas y asentimientos envidiosos, pero todos mantuvieron sus ojos fijos en el horizonte. Nuestra aventura en tren llegaría demasiado pronto a su fin.
Source: Infobae