En un ecosistema condicionado por el crecimiento de la producción serial y de los objetos culturales vagamente identificados de naturaleza digital, los mejores juegos —que son de autor, a veces obra de artistas de primer nivel— están entrando en el Olimpo de las experiencias narrativas
Jorge Carrión
La espectacular librería Gigamesh de mi ciudad divide su espacio en tres grandes secciones, que se corresponden con los tres formatos analógicos en que imaginamos historias de ciencia ficción, fantasía y terror. Los libros, los cómics y los juegos de mesa.
Los tres objetos culturales están hermanados por el papel, el texto y la ilustración; pero disfrutan de grados muy distintos de prestigio cultural. Si la literatura es el lenguaje canónico por excelencia y la novela gráfica se ha consagrado durante este cambio de siglo, solo en los últimos años los juegos narrativos han comenzado a trascender la esfera del entretenimiento. La pandemia ha acabado de precipitar su reconocimiento como cultura de gran calidad.
En un ecosistema condicionado por el crecimiento de la producción serial y de los objetos culturales vagamente identificados de naturaleza digital, los mejores juegos —que son de autor, a veces obra de artistas de primer nivel— están entrando en el Olimpo de las experiencias narrativas. Durante la década pasada el consumo de juegos para adultos abandonó el nicho de los aficionados a los de rol, los wargames y las cartas Magic, y conquistó al público general. Las cuarentenas han ampliado todavía más esa penetración sociológica, al tiempo que han revestido la experiencia lúdica de un aura memorable, emocional. Y ajena al píxel.
Ahí se encuentra la clave de su éxito: son los contrapesos perfectos al magnetismo de la pantalla. Si la COVID-19 ha incrementado brutalmente el uso y abuso de Zoom, Netflix, Disney+ o Spotify, los juegos de mesa —como los libros— nos ofrecen una alternativa, un placer táctil y desconectado. Sus narrativas invitan a compartir historias, bromas y tensiones amistosas en el mundo de los cuerpos y en entornos desinfectados pero cálidos. Crean rituales que ingresan en la mitología personal. Y que son totalmente compatibles con los protocolos sanitarios y las burbujas de nuestra época, que muy probablemente sigan vigentes, con múltiples mutaciones, durante los próximos años.
De modo que intuyo que esos objetos culturales doblemente analógicos no van a parar de desarrollarse en un panorama dominado por las plataformas de contenidos audiovisuales. Esas cajas llenas de tarjetas, tableros, dados, manuales o fichas, con diseños cada vez más sofisticados, que crean realidades virtuales de papel y cartón, solo tienen pleno sentido en un contexto también físico, el de la mesa. El espacio que vinculamos con la comida y el café, donde los jugadores se miran a los ojos y se encuentran al alcance de las manos.
Alrededor de la mesa de su casa pueden ordenar el caos circundante. Mientras el virus pone en crisis todas nuestras certezas, mientras el futuro se desmorona, en nuestro salón o en nuestra cocina, al calor de la madriguera, las piezas encajan y todo puede tener lógica. Por eso no es casual que algunos de los juegos más vendidos y compartidos del último año sean cooperativos y no competitivos. Los gobiernos se disputan las dosis de vacunas, la cooperación internacional atraviesa uno de sus peores momentos, pero en el hogar jugamos a crear historias en que resolvemos juntos los problemas colectivos.
Pandemic, de Matt Leacock —cuya versión original fue publicada en 2008 y desde entonces no ha parado de crecer— tal vez sea la obra que ha conectado más íntimamente con la difícil fase histórica que estamos atravesando. Sus personajes son un coordinador de efectivos, un médico, un científico, un investigador y un experto en operaciones. Deben trabajar juntos para evitar el contagio transfronterizo de cuatro virus letales en un tablero en que se dibuja un mapamundi.
Como la gran mayoría de las narrativas contemporáneas, las obras lúdicas también son seriales. De todas las versiones, variantes y ediciones de Pandemic, destacan las temporadas de Legacy, codiseñado con Rob Daviau, considerado uno de los mejores juegos de la historia. Como ocurre en nuestra realidad, que cambia con cada nueva cepa del SARS-CoV-2, las reglas de cada partida también son distintas, a razón de una por mes del año que cubre la pandemia de ficción.
En su veinticinco aniversario, Catan —que el diseñador alemán Klaus Teuber lanzó al mercado en 1995— posiblemente haya sido el juego de autor más comprado durante 2020. Alcanzó los 32 millones de unidades vendidas el pasado mes de agosto. Desde su creación, sus diversas expansiones y ambientaciones han ido insistiendo en la misma idea: construir juntos caminos, pueblos y ciudades. Aunque haya ganadores y perdedores, ningún jugador es eliminado, solamente cambia sus objetivos. No es extraño que, entre sus aficionados más conocidos se encuentren Reid Hoffman, cocreador de LinkedIn, y Mark Zuckerberg, que ha hecho de Facebook el proyecto multijugador con más participantes de la historia.
Catan es recomendado en la vitrina “Top juegos” de la librería Gigamesh, junto a reconocidos títulos cooperativos como Paleo —donde cada jugador controla un grupo humano de la Edad de Piedra— o de estrategia civilizatoria —como 7 Wonders Duel o Carcassonne—. Es llamativo que debajo de las cajas ilustradas, en la repisa inferior de la misma estantería, se encuentre un precioso tablero de go. Porque hasta hace poco tiempo el go y el ajedrez monopolizaban el prestigio cultural de los juegos. Ahora empiezan a compartirlo.
Lo hacen con unos artefactos narrativos que pueden ser descritos con adjetivos que habitualmente usamos para la tecnología: inmersivos, tridimensionales, interactivos. Y que por su fe en el papel, el cartón y las historias parecen libros que se pueden desplegar y reescribir. Pero los juegos de autor tienen sus propias reglas, sus propios premios, su propio canon, su propia identidad. Desplazan el foco de la pantalla a la mesa, de la experiencia individual al rito colectivo, del silencio a la conversación. Todo ello en entornos protegidos. No hay duda de que, en estos tiempos pandémicos, están cargados de futuro.
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