Donald Trump no se caracteriza precisamente por sus rasgos de amable intrascendencia o de levedad. Trump exagera, se esfuerza por ser lo más bruto, cruel e impiadoso posible.
Con Trump adquiere visibilidad el Imperio invisible “establecido por encima de las formas de la democracia” del que hablaba el cándido presidente norteamericano Woodrow Wilson a comienzos del siglo XX. Por eso resulta inevitable el ejercicio de la grosería en todos los planos. Allí está el matón Trump: con su desprecio por la igualdad y la fraternidad, con su exaltación del interés particular y el egoísmo, con sus miles de millones de dólares y sus prejuicios, con sus inagotables imprecaciones, con su peinado barroco y su mujer ornamental y robótica. Una verdadera unidad orgánica.
Esto, claro está, perturba a una buena parte de sus opositores y opositoras, dentro y fuera de los EEUU. Sobre todo a esa extensa franja integrada por los y las que desean un capitalismo y un imperialismo que no se alejen demasiado de sus típicas formalidades y de sus relatos románticos, casi rosados. Un capitalismo “distribuidor de oportunidades”, un imperialismo “medido” y en dosis “adecuadas”, a tono con el hombre/mujer promedio que es uno de los fetiches tradicionales de la cultura política norteamericana.
Trump aparece como un sujeto desmesurado, un personaje indigerible tanto para el americano y la americana promedio como para el y la pro-yanqui promedio de cualquier rincón del planeta. Todas las personas que asumen, dentro y fuera de los EEUU, la posición reaccionaria heterodoxa rechazan los recursos expresionistas de este reaccionario ortodoxo que es Trump, porque los mismos no hacen otra cosa que poner en evidencia –por la vía de la celebración abierta y descarada– los costados más aberrantes del sistema depredador en el que confían y al que defienden, al que no pueden o quieren criticar. ¿No será que, casi igual que en el psicoanálisis, en el capitalismo y en la democracia norteamericanos lo más auténtico se puede encontrar en las exageraciones?
Trump, con sus hipérboles, hace traslucida toda la farsa del sistema. No sólo lo despoja de escrúpulos sino, fundamentalmente, de sus falsos escrúpulos y las falsas concepciones. Trump ha llegado para poner a una parte importante de la sociedad norteamericana cara a cara con la verdad, para confrontarla con su propia identidad: el mundo como mercado es una representación tremendamente represiva; el horizonte de la acumulación ilimitada de propiedad privada atenta contra toda idea de comunidad y produce misántropos y asesinos; el sueño [norte]americano históricamente se ha sostenido en la opresión interna y externa, en la frustración colectiva, en la esclavitud y el racismo, en la guerra y el colonialismo; la democracia norteamericana es etnocéntrica y nada democrática. Son las elites y las clases dominantes las que escogen y deciden con exclusividad. Por cierto, Trump no fue elegido por una gran mayoría, ¡ni siquiera por una mayoría!
¿Ayudará el excesivo Trump a que millones de norteamericanos y norteamericanas logren hacerse de una buena vez una pregunta radical sobre el mundo? En ese caso podrán ver con claridad que el contraste no es tan estridente como indican algunas superficies y que, en realidad, comparten con Trump lo esencial, aunque no lo profesen. Podrán ver que, en el fondo, ellos y ellas también son fascistas en barbecho y que, a pesar de los buenos modales, practican a diario la antropofagia. Tal vez sientan culpa y vergüenza por haber ejercido la función reproductiva de seculares mecanismos de embrutecimiento; en fin, un primer atisbo de conciencia y de politización. Tal vez decidan abandonar las estructuras triviales en las que habitan para acercarse a quienes luchan desde la entrañas del monstruo a favor una democracia sustantiva y por un proyecto civilizatorio alternativo.
Trump es la barbarie en su punto más cercano al éxtasis. Sin mistificaciones. Es la representación más cabal de la prepotencia y la voracidad de todo un sistema sin el filtro de la hipocresía pseudodemocrática, incluyendo la fantasía de una sociedad “pos-racial”, que ha servido para confundir, desviar y disimular innumerables elementos: la ausencia absoluta de pluralismo de la sociedad norteamericana (en realidad, su horror al pluralismo); las torturas en Abu Ghraib y Guantánamo; los asesinatos masivos perpetrados en Irak, Afganistán y Siria; el apoyo a los golpes de Estado en Honduras, en Paraguay y Brasil; el bloqueo a Cuba, la permanente desestabilización de la Revolución Bolivariana en Venezuela, tomando apenas algunos pocos ejemplos más recientes. La diferencia es que Trump reivindica este tipo de aberraciones, defiende explícitamente la tortura, etcétera… No recurre a argumentos morales para encubrir sus compromisos más abyectos. Es muy probable que a él nunca se le otorgue el premio Nóbel de la Paz como a su antecesor en la Casa Blanca.
Con Trump los elementos paranoicos de la sociedad y la política norteamericana tienen vía libre. Ya no necesitan disfrazarse. Nada mejor que una figura que hace gala de su omnipotencia para dar rienda suelta a las estructuras paranoides y antisociales. Al exacerbar sus peores rasgos, Trump amenaza con romper los equilibrios que tornaban previsible y controlable a un sistema de dominación y de control. Deslegitima, o por lo menos hace más complicada, la tarea de las instancias manipuladoras a gran escala y en serie de las conciencias y, en general, de todos los ámbitos encargados de instrumentar los desequilibrios de una sociedad paranoica y sádica, conformista y reprimida. Es por eso que Hollywood, la CNN y especies similares lo desaprueban.
Miguel Mazzeo
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Post y Contenido Original de : El Ciudadano
http://www.elciudadano.cl/2017/02/05/356870/trump1/
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