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La mejor publicidad

Mariana Otero-Briz

 

Un volcán de ceniza libera grisáceos caracoles que desaparecen entre las paredes de la diminuta oficina. No fuma, pero desvía miradas al cigarro encendido y su humareda danzante entre las teclas de la vieja Olivetti.

 

Saborea las palabras y las adereza con el mismo olor a tabaco que envuelve el ambiente. Un bote de basura, naufragio de hojas de papel tamaño carta es el único testigo del crujir del escritorio bajo la opresión de los dedos, látigos en la vieja máquina. 

 

En décadas de trayectoria, solo un par de veces despreció la página en blanco; jamás la apresuró. Si algún desafío se presentaba, prefería dejarla madurar abrazada al rodillo, a la espera de una nueva oportunidad.

 

No acelera los textos, los deja marinarse, sazonados con calamidad o anhelo, cocinándose en el sartén de la vida para ofrecer el platillo del destino universal. 

 

Su historia ha transcurrido entre los rodillos que expulsan los textos para dar publicidad a la muerte, dotarla de virtudes personalísimas y darles nombre y consuelo a sus damnificados.

 

“Rey de los obituarios

 

En la redacción del Diario Nacional, sus colegas lo miran con reverencia. Esperan tragedias o muertes naturales, pestes, epidemias o el apacible fenecimiento de viejos y queridos gobernantes, para leerlo.

 

Sus palabras son el íntimo gozo de familias y amigos que encuentran en el periódico de la gran ciudad de México la oportunidad de ofrecer un último homenaje, enfrentar la catarsis y la resignación.

 

“Caminó hacia la muerte con la conciencia cegada por la serenidad, característica de las más elevadas almas. Descanse en paz. Andrés de la Rioja, padre, hijo y alpinista”. Se publicó el 13 de septiembre, luego de la muerte del empresario que soñaba conquistar la escala social y el Pico de Orizaba.

 

Una orden de inserción llegó al departamento comercial del Diario Nacional. 

 

Con calma, tomó gabardina y sombrero del perchero. Salió a tomar el tranvía para atestiguar dolor, rendición o gozo entre los asistentes al velatorio. 

 

Con prudencia y discreción, como lo dictaba su código ético, se acomodó en la entrada de la capilla ardiente. 

 

—Para informar sobre la muerte, es indispensable observar escrupulosamente la vida a su alrededor— comentó en la entrevista que un par de estudiantes de periodismo le hizo hace unos días. 

 

En el detallado ejercicio de observación percibió esa noche algo distinta. Notó que nadie cuestionaba su presencia; los guardias de la puerta principal no reclamaron su presencia, y las plañideras no elevaron sus congojas al notar que tomaba la pluma y la vieja libreta. 

 

La bulla mortuoria con que se engalanan los velorios le pareció afónica. Todo el ambiente se escurría en un tenuísimo susurro.

 

Supuso que aún no colocaban el féretro o tenía el horario equivocado. Observó la pizarra y constató: “De cuerpo presente. 19 hrs”. 

 

Sujetó el sombrero, e impaciente, bordeó el ala con pulgares e índices. 

 

Las voces de la lluvia citadina se pronunciaron y la electricidad del espacio luctuoso guiñó al ritmo de los relámpagos. Una dama enlutada tomó el asiento a su lado. 

 

Con profesional discreción, “el Rey”, la examinó en tímidas ojeadas que intercaló entre el sombrero en sus dedos y el elegante velo.

 

Del fino encaje negro, escapó una hermosa mano que acarició su muslo izquierdo. El tacto reconfortante se detuvo para entregarle un recado en papel color tabaco. Las plañideras comenzaron, los llantos enmudecieron el clima y la atmosfera de la ciudad. El luto extendió sus brazos de plaga.

 

En el sobre, leyó la orden de inserción con la fecha y la hora del instante. Caligrafía de exquisitos detalles se desvaneció conforme le daba lectura:

 

“Consuelo de los afligidos, tersura en las tragedias. Hizo poesía de toda expiración, embelleció la muerte hasta en el último trance de su vida”.

 

Descanse en paz, el Rey de los Obituarios.

La entrada La mejor publicidad aparece primero en Noticias de Querétaro.

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Un volcán de ceniza libera grisáceos caracoles que desaparecen entre las paredes de la diminuta oficina. No fuma, pero desvía miradas al cigarro encendido y su humareda danzante entre las teclas de la vieja Olivetti.

 

Saborea las palabras y las adereza con el mismo olor a tabaco que envuelve el ambiente. Un bote de basura, naufragio de hojas de papel tamaño carta es el único testigo del crujir del escritorio bajo la opresión de los dedos, látigos en la vieja máquina. 

 

En décadas de trayectoria, solo un par de veces despreció la página en blanco; jamás la apresuró. Si algún desafío se presentaba, prefería dejarla madurar abrazada al rodillo, a la espera de una nueva oportunidad.

 

No acelera los textos, los deja marinarse, sazonados con calamidad o anhelo, cocinándose en el sartén de la vida para ofrecer el platillo del destino universal. 

 

Su historia ha transcurrido entre los rodillos que expulsan los textos para dar publicidad a la muerte, dotarla de virtudes personalísimas y darles nombre y consuelo a sus damnificados.

 

“Rey de los obituarios

 

En la redacción del Diario Nacional, sus colegas lo miran con reverencia. Esperan tragedias o muertes naturales, pestes, epidemias o el apacible fenecimiento de viejos y queridos gobernantes, para leerlo.

 

Sus palabras son el íntimo gozo de familias y amigos que encuentran en el periódico de la gran ciudad de México la oportunidad de ofrecer un último homenaje, enfrentar la catarsis y la resignación.

 

“Caminó hacia la muerte con la conciencia cegada por la serenidad, característica de las más elevadas almas. Descanse en paz. Andrés de la Rioja, padre, hijo y alpinista”. Se publicó el 13 de septiembre, luego de la muerte del empresario que soñaba conquistar la escala social y el Pico de Orizaba.

 

Una orden de inserción llegó al departamento comercial del Diario Nacional. 

 

Con calma, tomó gabardina y sombrero del perchero. Salió a tomar el tranvía para atestiguar dolor, rendición o gozo entre los asistentes al velatorio. 

 

Con prudencia y discreción, como lo dictaba su código ético, se acomodó en la entrada de la capilla ardiente. 

 

—Para informar sobre la muerte, es indispensable observar escrupulosamente la vida a su alrededor— comentó en la entrevista que un par de estudiantes de periodismo le hizo hace unos días. 

 

En el detallado ejercicio de observación percibió esa noche algo distinta. Notó que nadie cuestionaba su presencia; los guardias de la puerta principal no reclamaron su presencia, y las plañideras no elevaron sus congojas al notar que tomaba la pluma y la vieja libreta. 

 

La bulla mortuoria con que se engalanan los velorios le pareció afónica. Todo el ambiente se escurría en un tenuísimo susurro.

 

Supuso que aún no colocaban el féretro o tenía el horario equivocado. Observó la pizarra y constató: “De cuerpo presente. 19 hrs”. 

 

Sujetó el sombrero, e impaciente, bordeó el ala con pulgares e índices. 

 

Las voces de la lluvia citadina se pronunciaron y la electricidad del espacio luctuoso guiñó al ritmo de los relámpagos. Una dama enlutada tomó el asiento a su lado. 

 

Con profesional discreción, “el Rey”, la examinó en tímidas ojeadas que intercaló entre el sombrero en sus dedos y el elegante velo.

 

Del fino encaje negro, escapó una hermosa mano que acarició su muslo izquierdo. El tacto reconfortante se detuvo para entregarle un recado en papel color tabaco. Las plañideras comenzaron, los llantos enmudecieron el clima y la atmosfera de la ciudad. El luto extendió sus brazos de plaga.

 

En el sobre, leyó la orden de inserción con la fecha y la hora del instante. Caligrafía de exquisitos detalles se desvaneció conforme le daba lectura:

 

“Consuelo de los afligidos, tersura en las tragedias. Hizo poesía de toda expiración, embelleció la muerte hasta en el último trance de su vida”.

 

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