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domingo, septiembre 22, 2024

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Reivindicación de los clásicos

Los grandes autores clásicos de los siglos pasados siguen siendo tan actuales, ricos, libres, variados, rebeldes y juguetones, que su lectura es no sólo un placer sin parangón, sino un ejemplo para todos nosotros los escribidores en esta época de proliferación novelística y escritural sin precedentes.

Volver a Dostoievski, Stendhal, Sterne, Melville, Kafka, Roth, Musil, Mann y Broch, entre otros muchos, es una delicia que nos confirma la alegría de ser antes que todo lectores, de saber que en las bibliotecas tenemos ventanas variadas y amplias con vista hacia la vida y la muerte de todos los siglos, hacia el auge y la caída de las civilizaciones, en escenarios y paisajes cambiantes y fascinantes.

Hasta finales del siglo XX los escritores de novelas eran por lo regular escasos, muchos de ellos autores de pocas novelas, pero con el advenimiento de la informática y la facilidad que otorga a los escribidores aficionados para manipular e incluso corregir sus manuscritos, centenares, tal vez miles de personas quieren probar suerte en el género.

A esto se agrega el hecho de que después del éxito mundial del Nobel colombiano García Márquez o de la gloria y fama de otros latinoamericanos del boom, muchos creen de manera ingenua en que escribiendo novelas pueden lograr rápida fama, dinero y poder, lo que lleva a que muchos poetas terminen volviéndose novelistas que entran a competir en la carrera hípica en que se ha convertido el ejercicio literario en América Latina y el mundo.

Ahora, además de los poetas, quieren convertirse en novelistas reinas de belleza, periodistas, futbolistas, militares, peluqueros, mafiosos y todo aquel que cuente con una computadora y un buen corrector ortográfico, y por ende cada año aumenta la lista de novedades y la cantidad de manuscritos que circulan en concursos y antesalas de las editoriales. La facilidad con que se pueden hacer autoediciones (en papel o virtuales) que circulan en la red, hace que la profesión sea ya geométrica en el ámbito de la lengua castellana, compuesto por unos 500 millones de hispanohablantes.

Como la novela es ahora más que nunca una industria y el autor un producto que debe promocionarse, en la carrera de caballos de la narrativa se ve a todo tipo de competidores avorazados en una guerra sin fin a la caza de premios, promociones y pasarelas en la feria de vanidades, sin la cual la obra no existe o no circula. Cada autor novel en Colombia es lanzado siempre por los comerciantes de la edición como el sucesor de García Márquez y así podemos ver en la actualidad a decenas de herederos patentados del Nobel recorriendo las ferias de libros de ciudad en ciudad, poniendo pecho orondos como si estuvieran ya a punto de obtener la gloria infinita del dicharachero y bigotón autor oriundo de Aracataca.

El silencio del sabio y la soledad del retiro están prohibidos. El autor debe estar aquí y allá mostrándose en presentaciones, hablando y opinando de esto o de aquello, futbol, moda, política, culinaria. Sin descanso debe estar el escritor frente a la pantalla para que lo vean y debe sonar cada día, semana, mes, año, para existir en esa pasarela de la moda donde surgen y desaparecen nombres como vilanos al aire.

Todos ellos viven en el delirio total, la megalomanía, la hipomanía, sin saber que la gloria de ese Nobel de Aracataca será irrepetible y que la proliferación novelística en el ámbito castellano ha devaluado para siempre el género, en una fenomenal implosión que proyecta una inmensa polvareda de historias banales y artificiales.

Nada que ver con ese antiguo mundo de los novelistas escasos de otros tiempos, cuando los autores eran titanes perseguidos, triunfantes y fracasados a la vez, mártires míticos que realizaban sus grandes obras con paciencia en largos periplos humanos en los que la vida y la obra hacían bloque con la historia. Tal fue el caso de figuras como Tolstoi, Hugo, Balzac, Flaubert, Dickens, Twain, Mann, Faulkner, Hemingway  o los  grandes novelistas austrohúngaros, autores de novelas enormes y a veces ilegibles por las que daban la vida como sísifos cargando la gigantesca esfera.

Los grandes autores clásicos de otros tiempos solían vivir largas travesías del desierto, extensos exilios y a veces eran tocados por la locura o la enfermedad como Hölderlin, Nietzsche y Virginia Woolf y trasegaban su genio en altos sanatorios alpinos o infames y húmedos puertos o villorrios perdidos que figuran en las obras de ese otro gran fracasado latinoamericano que fue Juan Carlos Onetti.

La gloria y la posteridad en muchos de esos casos se dio mucho tiempo después de muertos, cuando la historia y la vida, la sucesión de desastres, el entreveramiento de catástrofes y guerras añejó obras que fueron escritas en la soledad y el silencio en décadas sombrías o luminosas de vida y verdad.

Nada de eso ocurre ahora. Los autores en esta era de velocidad frenética y de codicia desenfrenada por el éxito quieren la fama y la gloria ya y para lograrlo están dispuestos a correr a toda prisa, a publicar borradores que ni siquiera han dejado descansar un tiempo en las gavetas de sus escritorios.

El oficio de leer y pensar en silencio, el arte de vivir la vida como una experiencia larga, fecunda y valiosa, el talento de saber esperar con paciencia, calibrar y experimentar por medio de la observación parecen sumergidos ahora en esa búsqueda angustiosa de notabilidad y en la obligación de estar conectados todo el tiempo con la actualidad sin mirar atrás ni adelante.

Por eso leer a los clásicos de todos los tiempos es una imperiosa necesidad que nos muestra que todo ya fue dicho mil veces por otros grandes autores que desde Homero hasta Virgilio y desde Horacio hasta Dante, Cervantes o Chateaubriand trasegaron largas vidas que no fueron nada fáciles y estuvieron llenas de silencios e intensas respiraciones frente al esplendor de la naturaleza y el cosmos.

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